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Vivían las cuatro en una habitación de pensión en el barrio Barracas, en Buenos Aires. Eran dos parejas: Pamela Cobas y Roxana Figueroa (ambas de 52 años) y Andrea Amarante y Sofía Castro (de 42 y 49 años, respectivamente). Hacía tiempo que un vecino de la pensión las hostigaba: Justo Fernando Barrientos, de 62 años. Les gritaba “tortas”, “engendros”, y alguna vez las había amenazado. En la madrugada del 5 al 6 de mayo, Barrientos empujó la puerta y tiró una bomba tipo molotov dentro de la habitación de las cuatro mujeres. Solo una sobrevivió, Sofía Castro, las otras tres murieron quemadas.
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Además del profundo dolor por el espanto del triple asesinato, está el dolor por la falta de reconocimiento. El juez de la causa procesó a Barrientos por “homicidio agravado por ensañamiento y alevosía”, pero no consideró el agravante previsto por la legislación argentina para crímenes de odio basados en la identidad de género y la orientación sexual. “Las mataron por lesbianas”, dicen las activistas. Y resulta bastante evidente que así fue, dada la descripción del asesinato y los testimonios que dan cuenta del reiterado hostigamiento del hombre hacia las cuatro mujeres debido a su orientación sexual. Es importante “señalar claramente que fue lesbicidio”, expresó la legisladora de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires Alejandrina Barry, afirmando que no se trató de un problema de inseguridad “en general”.
El caso se da en un contexto en el que los discursos de odio contra la población LGBTQ+ parecen estar habilitados desde el Estado argentino. Sin ir más lejos, la canciller del gobierno de Milei había comparado, hacia finales del año pasado, el matrimonio igualitario con “dejar de bañarse y estar lleno de piojos”. Aclaró que como liberal no tenía nada contra las elecciones personales, pero afirmó: “Después no te quejes si hay alguien que no le gusta que tengas piojos”.
Estamos en junio, mes internacional del orgullo LGBTQ+, y es un buen momento para recordar que los discursos de odio no son inocuos, que los discursos de odio cuestan vidas. Aunque no existe una definición universal de “discurso de odio”, de acuerdo con el derecho internacional, Naciones Unidas lo define como “cualquier tipo de comunicación ya sea oral o escrita —o también comportamiento— que ataca o utiliza un lenguaje peyorativo o discriminatorio en referencia a una persona o grupo, basándose en su religión, etnia, nacionalidad, raza, color, ascendencia, género u otras formas de identidad”.
Entonces hilvano una idea con otra y pienso en lo sucedido el viernes 14 en Montevideo, durante el partido de básquetbol entre Peñarol y Aguada. Una hinchada entera coreando un insulto racista, decenas de personas de todas las edades ejerciendo violencia. “Esto al parecer acá se tolera y se ha llegado a naturalizar de tal punto que no se le da la mínima importancia”, expresó el jugador Jayson Granger, a quien iban dirigidos los insultos.
E hilvano las ideas porque la violencia va de la mano de la desigualdad, y a veces la razón de la violencia es el racismo, otras veces la homofobia, otras será la transfobia, la misoginia o el desprecio por las personas pobres. Porque, como explica la filósofa estadounidense Judith Butler (2020), “en este mundo, las vidas no se valoran de la misma manera y no siempre se presta atención a los reclamos contra las agresiones y el asesinato de los que son víctimas. Y una de las razones es que sus vidas no se consideran dignas de ser lloradas o de ser dueladas”. Desde su lucidez extrema, Butler invita a pensar: ¿la vida de quién se considera una vida y la pérdida de quién se considera una pérdida? Pregunta que se podría repetir ante cada nuevo crimen de odio, ante cada nuevo discurso de discriminación. ¿A quién, en verdad, le importa?
Y entonces vuelvo a hilvanar, y pienso en la denuncia que se presentó al INBA (Instituto Nacional de Bienestar Animal) hace un par de días por un hecho ocurrido cerca del kilómetro 16 de la Ruta 8 en Montevideo. Vecinos de la zona vieron cómo una mujer apuñalaba contra el tejido de su casa a un perro “callejero” mientras su marido apretaba fuerte al perro contra el tejido para que no se escapara. Como no existe aún en el país una tipificación penal para este tipo de violencia, un hecho de estas características probablemente deje impune a las dos personas que cometieron este acto de crueldad contra un animal de otra especie.
Aunque pueda resultar extraño, no puedo evitar hilvanar estas violencias: la homofóbica, la racista, la especista. Porque mientras vivamos en un mundo con desigualdades, en el que ciertas vidas se defienden más que otras, todos los tipos de violencia seguirán siendo el mismo perro con diferente collar.