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    La más importante de las promesas

    Con la misma lógica con que blancos y colorados se unieron para no perder, podrían, no digo unirse y ni siquiera repartir ministerios (aunque se podría), remar juntos con el Frente Amplio para evitar que quien pierda sea la institucionalidad en la que todos están parados

    Columnista de Búsqueda

    Pasó el balotaje y tendremos nuevo gobierno a partir del 1º de marzo. Y tendremos nueva oposición.

    Durante la campaña electoral, hubo desde ambos bloques promesas y compromisos en una serie de temas. Pero, si en algo coincidieron en la campaña hacia las primarias, y con más fuerza en la campaña hacia el balotaje, fue en la necesidad de acuerdos nacionales.

    “La campaña tuvo sus tensiones, pero en la necesidad de acuerdos, todos los partidos coincidimos”, afirmó Yamandú Orsi.

    “Sepan que vamos a votar aquellas cosas que no vayan contra nuestros principios principales y con las que no estemos tan de acuerdo, pero que sean necesarias para que el país avance. Orsi tiene la llave, si necesita una mano, le damos las dos”, dijo Álvaro Delgado tras la derrota.

    Posiblemente, esta sea la promesa que más hay que atender que se cumpla, porque ella encierra un montón de significados y esperanzas: la palabra empeñada, la posibilidad de que se encaminen políticas de Estado que no estén cambiando de rumbo cada cinco años y, sobre todo, el inicio de una nueva cultura política que fortalezca la democracia, la credibilidad en los partidos y el comienzo de un camino que permita, luego, enfocarnos en la solución de los grandes problemas nacionales.

    Todos coinciden en que ninguno de esos problemas se solucionará en cinco años. Solo esa sería una razón que justifique esos acuerdos. Pero, además, sería una señal de comprensión de que, antes de iniciar políticas que busquen una estrategia duradera, se requerirá construir un nuevo tipo de cultura de la relación entre mayorías y minorías (casi paritarias). Primero consolidar esa nueva cultura y luego encarar los problemas. Sin la primera, lo segundo será parcial, transitorio y, según la evidencia histórica, ineficaz. No será fácil porque se necesita que se haga rápido y con convicción.

    A esta altura, la resolución de temas como la pobreza, la infantilización de la pobreza, la inseguridad, la educación y un largo etcétera, ya no solo afectan a los ciudadanos que sufren esas carencias, sino que su acumulación a lo largo del tiempo empieza a ejercer presión sobre la legitimidad de las instituciones.

    En ocasiones, cuando se señala que hay luces amarillas que advierten sobre un riesgo para la democracia, se suele pensar en ese riesgo como una fractura institucional que nos lleve a una dictadura o a un gobierno autoritario. Esa posibilidad, muy improbable a corto plazo para Uruguay, tiene que ver con la legalidad del sistema. Pero las advertencias no refieren a lo legal, sino a lo legítimo. Lo que se está minando con las fallidas políticas públicas no es la legalidad del sistema, sino su legitimidad, que suena parecido, pero no es lo mismo.

    Hoy podemos decir que en lo formal la democracia uruguaya es perfecta, como señalan los rankings internacionales: hay rotación de partidos en el gobierno, se respeta lo que emana de las urnas, hay una justicia electoral transparente y una larga serie de virtudes del estilo.

    Pero, de la misma forma, se podría señalar que los altos niveles de participación en las elecciones quizás estén alentados por la obligatoriedad del voto; se podría poner en duda la calidad de la participación electoral en una ciudadanía en la que la mitad de los estudiantes no terminan el secundario y un importante número de adultos son analfabetos o están incapacitados para comprender un texto simple; o cuestionar el concepto de libertad basado en que cada cinco años los ciudadanos son libres (aunque obligados) de votar a quien quieran, pero entre elección y elección esas libertades están cercenadas porque no pueden elegir la educación que les dan a sus hijos, ni salir a la calle por miedo a recibir un tiro, porque no están en igualdad de condiciones de competir por un puesto de trabajo, ya no por su formación, sino también por dónde viven o por cómo visten.

    Para que amplios sectores de la población mantengan la esperanza de un mañana mejor, el sistema político no solo tiene que exhibir legalidad en el ejercicio del poder, sino también la legitimidad que le da una ciudadanía que tiene derecho y parece lógico que luzca descreída luego de cuatro generaciones viviendo en la miseria, descreimiento que alcanza a quienes no viven así, pero integran una sociedad cada vez más fragmentada.

    Cuando los partidos blanco y colorado eran mayoría y la izquierda corría en tercer lugar, para estirar su tiempo de gobernar, olvidaron las luchas fratricidas del pasado, la tradición de las divisas y las diferencias coyunturales, y empezaron a formar gobiernos de “acuerdo nacional”, “coincidencia nacional” o “entonación nacional”, e integraron el Poder Ejecutivo con ministros de ambas organizaciones.

    Ese bloque mayoritario de blancos y colorados cambió. Ahora son una mitad contra la otra mitad. Con la misma lógica con que blancos y colorados se unieron para no perder, podrían, no digo unirse y ni siquiera repartir ministerios (aunque se podría), remar juntos con el Frente Amplio para evitar que quien pierda sea la institucionalidad en la que todos están parados.

    El gobierno es mano, y debe tenderla hacia los perdedores con propuestas potables y que no sean rechazadas por inaceptables.

    La oposición, como dice el politólogo británico Christopher Anderson, “es responsable de buena parte de la dinámica de la política, ya que es la que decide cuándo y cómo luchará. (…) Entender a los ganadores no es más relevante que entender a los perdedores, dado que las actitudes y los comportamientos de los perdedores son parte fundamental para el mantenimiento y la legitimidad del régimen democrático. Sin los perdedores no se puede jugar el juego. Por lo tanto, la desafección por parte de los ciudadanos en general, pero especialmente entre los perdedores, representa un importante desafío a la viabilidad del régimen, ya que ellos serán los principales actores de veto”.

    Cumplir con los acuerdos será, entonces, cumplir con los votantes, sean del partido que sean. Algún día, si se logra un cambio de cultura política, podremos decir que la gente está mejor no por el accionar del gobierno, sino por la responsabilidad y compromiso con los valores supremos de parte de todo el sistema político. De todos. Porque, si basamos la dinámica democrática solo en que unos pierden y otros ganan cada cinco años, llegará el momento en que nadie, por más votos que tenga, podrá cantar victoria. Cuando una nación está sumida en la derrota generalizada, aparecen los salvadores con ideas milagrosas. Y no hay dios que la salve.