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El cambio de gobierno trae consigo una ventana de oportunidad para intentar hacer las cosas de forma distinta, con un diseño conceptual que vaya más allá de los próximos cinco años y que no dependa estrictamente de quién permanezca en el poder
Después de meses envueltos en banderas, de vivir inmersos en una campaña electoral que todos aseguraban iba a ir mejorando sus argumentos y eso jamás ocurrió, aquellos que somos menos entusiastas por la política partidaria podemos ir empezando a respirar un aire un poco más real, menos intenso, menos agobiante, más natural. Al mismo tiempo, una vez que hayan pasado los festejos y las lágrimas, el entusiasmo de volver y la tristeza de irse sin quererlo, observar si ya comienzan a aparecer en el territorio suavemente ondulado las primeras señales de cómo será el nuevo gobierno del Frente Amplio bajo la batuta del exintendente de Canelones Yamandú Orsi.
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Como siempre ocurre, el cambio de gobierno trae consigo una ventana de oportunidad para intentar hacer las cosas de forma distinta, con un diseño conceptual que vaya más allá de los próximos cinco años y que no dependa estrictamente de quién permanezca en el poder, el partido que ganó esta vuelta. Así es, para variar y no perder la costumbre, estoy hablando de la posibilidad de construir políticas de largo aliento que involucren a todos aquellos que tienen la posibilidad de gobernar. Dada la lógica estricta y furibundamente partidaria que tienen las políticas en Uruguay, no es que uno tenga demasiada esperanza puesta en las articulaciones serias en el mediano plazo. Pero bue… la esperanza fue lo último que se perdió.
Entiendo que esto pueda sonar un poco apresurado justo en momentos en que la militancia ganadora se dedica a tomarles el pelo a los que perdieron y los perdedores auguran la llegada de las siete plagas bíblicas con el cuarto gobierno del Frente Amplio (FA). En mi descargo diré que llevo insistiendo en estos asuntos desde que tengo esta columna, y que lo hice bajo gobiernos del FA y de la coalición republicana. También diré que por suerte la representación política nos garantiza, entre otras cosas, que no son los militantes más furiosos y violentos los que llevan la batuta a la hora de pensar, diseñar y aplicar políticas públicas, sino los mejores cuadros partidarios y técnicos. Es verdad que cada tanto se te cuela un Sendic o un Bustillo y la embarra, como si del militante más tronco se tratara. Pero es verdad también que por regla general las políticas públicas suelen diseñarse y aplicarse de formas más o menos adecuadas. Que sean discutibles o que finalmente no cumplan cabalmente con su cometido ya es harina de otro costal.
Se ha dicho hasta el aburrimiento con casi nulos efectos: en algunos asuntos, el Uruguay moderado, ese que negocia con suavidad, no llega, no alcanza, no funciona. Es el caso de la concentración de la pobreza entre los niños, en donde tenemos algunos de los peores indicadores del continente. O en el egreso de bachillerato, en donde pasamos de estar terceros en el continente en 1980, plena dictadura (con todo lo nefasto que eso implica), a ser antepenúltimos en años recientes. Con la correspondiente concentración de este fracaso entre los pobres, faltaría más. Esos son solo dos de los problemas en los que es simplemente inadmisible que un país con el grado de desarrollo y el nivel socioeconómico del Uruguay no logre solucionar.
Se dirá que razones para que esto sea así hay muchas, entre ellas el peso que tienen las corporaciones de todo tipo y que suelen ser las primeras defensoras del statu quo. Que la frazada es corta y que no hay para todo. Que no somos un país rico. Salvo el primero, ninguno de esos argumentos impide la realización de acuerdos de mínimos que intenten garantizar la continuidad en determinadas áreas esenciales. De hecho, eso fue lo que, a iniciativa del periodista Gabriel Pereyra, firmaron hace un par de semanas el entonces candidato Álvaro Delgado y el hoy presidente electo, Yamandú Orsi, respecto al cuidado de la primera infancia. Por supuesto, una declaración de buenas intenciones está lejísimos de ser una política de Estado, pero por algún lado hay que arrancar.
Uno de los errores que existen sobre estos acuerdos de largo plazo es entender que asumirlos es una forma de borronear la identidad partidaria. Y que con eso se extienda entre la población la idea de que votar a cualquiera da lo mismo, ya que al final todos van a hacer lo mismo. La respuesta a este preconcepto sería que a) ese “van a hacer todos lo mismo” ya ocurre en una parte importante de la política real. Es decir, esos acuerdos que aún no existen terminan siendo acuerdos de facto, con todos los problemas que eso acarrea, y b) siempre se puede marcar paquete partidario en los temas en los que realmente existen diferencias. En el fondo, el problema de ese preconcepto es que mira la realidad solamente desde la perspectiva partidaria. Es decir, prioriza la exhibición del proyecto propio por encima de la calidad de sus resultados. Esto puede tener sentido para las militancias más radicalizadas, para quienes viven de la política pero no para mucha gente más. Sin duda, no lo tiene para los niños y adolescentes pobres que van a quedar excluidos por el resto de sus días.
Mencionaba los acuerdos de facto y sus problemas. El problema de no contar con consensos amplios detrás de una política es que la tentación de refundarlo todo al llegar al gobierno es mayor. Por ejemplo, en una entrevista poselectoral, el presidente del Frente Amplio, Fernando Pereira, afirmó que los docentes van a volver al gobierno de la educación y aseguró que la transformación educativa promovida por el actual gobierno no tuvo resultados favorables en Secundaria ni en Primaria. La declaración ya revela la intención de descartar lo que se hizo en estos últimos años y una distinta cercanía respecto a la corporación docente. La misma cercanía que en buena medida paralizó cualquier posibilidad de cambio profundo en los periodos previos del FA en el gobierno.
La primera pregunta clave no debería ser cuánto impactan los acuerdos de largo aliento en los perfiles de los partidos, sino cuánto impactan en los sectores de la población que más necesitan un cambio. La segunda pregunta clave sería cuánto dinero el país tira a la basura con cada proyecto que es abandonado a media implementación y sin evidencia de si funciona o no. Y la tercera pregunta clave es si nos podemos seguir permitiendo que ese caos de políticas que no se terminan de ejecutar o que son reescritas por simpatía o antipatía ideológica sigan dejando afuera a niños y adolescentes en la proporción en que hoy lo hacen. Mi respuesta personal es, obviamente, que se jodan los partidos y su perfil, si a cambio de eso reducimos sustancialmente la pobreza infantil y tenemos unos niveles de egreso en bachillerato acordes con nuestro nivel de desarrollo como país. Por supuesto, decir esto en estos días, en donde hasta los periodistas y los politólogos se consideran el centro sangrante de una gesta partidaria, es un gesto completamente inútil. Como decía el experto en temas educativos Pablo Cayota hace algunos meses: “Sin perspectivas de búsqueda de acuerdos de largo plazo, aunque mínimos, el panorama es desalentador”. Tenemos una oportunidad, otra más. No la tiremos al tacho.