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La naturalidad con la que nos acercamos a una obra de arte, la contemplamos y emitimos juicios nos suele provocar más de un olvido. Por ejemplo, podemos olvidarnos de la compleja relación que existe entre arte y ciencia: un campo de estudio interdisciplinar que tiene cada vez más protagonismo y que ha llegado para develarnos los infinitos misterios del acto de ver.
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La neurociencia nos enseña que el cerebro es un bosque frondoso, un territorio habitado por miles de millones de neuronas. Células que se conectan entre sí, que forman redes y que al hacerlo nos ofrecen el conocimiento y determinan nuestro comportamiento. A través del ojo, la retina recibe señales químicas y eléctricas que se transportan a nuestro cerebro, las neuronas interpretan los estímulos, organizan la información y hacen que la visión cobre sentido. Personalmente, me gusta pensar el proceso de la percepción como un viaje hacia la comprensión, la interpretación y la emoción, y me da vértigo solo de pensarlo, porque sucede en milisegundos y sin que siquiera seamos conscientes de la magnitud del milagro.
Las obras de arte recurren a un conjunto de reglas perceptuales y por ello la experiencia estética termina siendo una conversación, una suerte de tormenta neuronal en la que los espectadores estamos lejos de tener un rol pasivo. Basta con enfrentar a dos personas ante una misma obra para darnos cuenta de que, aunque ambas tengan una visión parecida, no van a ser nunca exactamente iguales. Los ojos vendrían a ser el periscopio de nuestro cerebro, y la acción de ver, una reconstrucción cerebral de lo que está fuera de nosotros. Y como el arte es metacognitivo, o sea que es una invitación a la reflexión, el acto de ver es una acción extremadamente personal, en la que proyectamos nuestras expectativas, nuestros prejuicios y un largo etcétera.
El cerebro está constantemente creando patrones de actividad que nos permiten pensar, actuar y sentir, y de los millones de neuronas que intervienen hay unas de especial importancia para el arte. Se descubrieron en los años 90, se llaman neuronas espejo y son las que nos permiten entender al “otro” no solo a través del razonamiento, sino mediante la simulación, sintiendo y no pensando. De este modo, la observación de una imagen estática, llamémosle cuadro, lleva a mi cerebro hacia la simulación de lo que observo y en consecuencia lo experimento. No se trata de una simulación en el sentido de una copia falsa de la realidad, sino de una recreación con consecuencias cognitivas y afectivas. Por eso se llaman espejo. Por su inmensa capacidad de empatía, me hacen pensar en lo que sucedió un 22 de enero de 1817 en Florencia. Ese día llegó a la basílica de Santa Croce, más precisamente a la Capella Bardi pintada por Giotto, un viajero francés llamado Henri-Marie Beyle. Observando los frescos, comenzó a experimentar una emoción tan intensa que su cuerpo reaccionó físicamente. Sus latidos se aceleraron, su frente se cubrió de sudor y el mareo lo llevó al borde del desmayo. Beyle era escritor, su seudónimo era Stendhal y ese mismo año publicó el libro Roma, Nápoles y Florencia, que es un diario de viaje en el que el personaje sufre los mismos síntomas que él había experimentado. Había nacido lo que hoy conocemos como síndrome de Stendhal: una reacción psicosomática desencadenada por una intensa experiencia estética.
En 1884, el médico y psicólogo norteamericano William James —hermano del gran escritor Henry James— publicó un artículo en la revista científica Mind en el que planteaba que las respuestas fisiológicas y de comportamiento del cuerpo humano preceden a la experiencia subjetiva de las emociones. Su convicción en la existencia de una conexión entre mente y cuerpo lo llevaron a desarrollar una teoría de las emociones, que aún se sigue discutiendo.
Hoy, a más de 200 años, sabemos que la experiencia de Stendhal no era fruto de las pasiones sensibles de un escritor romántico y que James —por más controversial que sea su posición— tampoco andaba mal rumbeado. Nuestro cuerpo y nuestra mente responden ante la experiencia estética y hasta hay una rama experimental de la neurociencia llamada neuroestética, que se ocupa de estudiar estas respuestas físicas, cognitivas y comportamentales. La creatividad, que es un puente que une la imaginación con la memoria, funciona para los artistas y en igual medida para los espectadores. ¿Qué es el sfumato de Leonardo en LaGioconda si no un engaño a nuestro cerebro? Leonardo reta a nuestra retina periférica y a las neuronas del movimiento que son imprecisas con los contornos, y nosotros probamos la eficacia del mecanismo. No es magia, es arte y ciencia.