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Aunque los dos son ideológicamente retrospectivos y buscan recuperar un pasado dorado, el presidente argentino fue elegido para arreglar algo que no funcionaba, mientras que el estadounidense está rompiendo algo que sí funcionaba
Argentina y Estados Unidos se alternan para gobernar el Vaticano y tienen presidentes similares pero no iguales. Aunque se abracen y se elogien, Javier Milei y Donald Trump son animales diferentes, bastante más que Francisco y León. Empecemos por las semejanzas.
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El principal parecido es el estilo. Milei y Trump son ofensivos, agresivos y agitadores. Ofensivos, porque el ataque es su primera movida. No esperan en la retaguardia, no bilardean: salen a ganar. Pasan al ataque desde que pita el referí. Agresivos, en el sentido de que no buscan contemporizar ni encontrar un punto medio. El acuerdo no es su método ni su objetivo, aunque publiquen libros diciendo lo contrario. Lo que pretenden es doblegar al rival, no convencerlo. Y agitadores, porque su método es el caos, no el orden. Al contrario, intentan subvertirlo. Se trata de “moverse rápido y romper cosas”, confundir y paralizar al adversario. Después se ve lo que se arma, lo primero es zarandear.
El segundo parecido es la estrategia, es decir, la racionalización del estilo. Ambos presidentes cambiaron las reglas del juego. Hasta entonces, Argentina y Estados Unidos practicaban el dilema del prisionero, un juego de cooperación en que los participantes pueden fracasar si falta información o confianza. La honorabilidad es fundamental para permitir un acuerdo, que no es el resultado ideal, pero sí mejor que el desacuerdo. Milei y Trump juegan a otra cosa, el chicken game. En él prevalece el conflicto: dos participantes se enfrentan con el objetivo de someter al otro, no de acordar. Para ello, es fundamental la “credibilidad de loco”: hay que convencer al otro de que uno está dispuesto a morir con tal de ganar, buscando la rendición y no el punto medio. Lo primero es confrontar.
El tercer parecido es la familia internacional. Milei y Trump pertenecen al populismo de derecha, como se llama en el mundo a la internacional que ambos integran junto con personajes como Jair Bolsonaro, el británico Nigel Farage y el húngaro Viktor Orbán, además de partidos como Vox en España. Juntos participan en las convenciones de la Conferencia Política de Acción Conservadora (CPAC) y combaten lo que llaman “wokismo”, el feminismo y el pensamiento políticamente correcto. Esta batalla cultural se funda, paradójicamente, en un pensador al que la derecha siempre temió hasta que adoptó: el comunista italiano Antonio Gramsci. Lo primero es macartear.
Ahora veamos las diferencias.
Milei y Trump difieren en el objetivo. Aunque los dos son ideológicamente retrospectivos y buscan recuperar un pasado dorado, el presidente argentino fue elegido para arreglar algo que no funcionaba, mientras que el estadounidense está rompiendo algo que sí funcionaba. El objetivo de Milei es bajar la inflación y relanzar la economía para que la salida a los problemas nacionales deje de ser Ezeiza, el aeropuerto internacional de Buenos Aires. En contraste, el objetivo de Trump no es evitar que los estadounidenses se vayan, sino que los extranjeros entren. El revoltoso del sur combate la emigración; el del norte, la inmigración.
La segunda diferencia es la ideología. Milei se define como liberal libertario y anarcocapitalista, describiendo al Estado como una organización criminal “peor que la mafia” y autopercibiéndose como el topo que viene a destruirlo por dentro. Trump, aunque también aplique motosierra, es un antiliberal: utiliza al Estado como herramienta de aprovechamiento personal, disciplinamiento social y persecución política. Ha declarado que la palabra más linda del mundo es aranceles, y ha aplicado el mercantilismo a aliados y rivales. Trump es considerado un nativista, alguien que promueve la nacionalidad étnica por sobre los valores universales. Milei, inversamente, enaltece “la libertad, carajo” por encima de los particularismos.
La tercera diferencia es la política exterior. Trump es pura MAGA: Make America Great Again. No defiende a Occidente, sino que lo rompe, al enfrentarse con Canadá y definir a la Unión Europea como “un invento para joder a los Estados Unidos”. Sus aranceles alcanzan a aliados como Giorgia Meloni, porque Italia está sujeta al Mercado Común Europeo, y a Benjamín Netanyahu, al que se la pasa puenteando y por quien guarda una tirria derivada de su reconocimiento de la victoria de Biden en 2020. Milei, por el contrario, se identifica con los valores de Occidente y se declara aliado incondicional de Estados Unidos e Israel. Además, se proclama admirador de Margaret Thatcher, lo que años atrás hubiera implicado la muerte política para cualquier argentino. Hoy, en cambio, el electorado premia una política que algunos denominan cipaya, reminiscente de las relaciones carnales que su otro ídolo, Carlos Menem, sostuvo con Estados Unidos hace tres décadas.
En la década de 1970 se popularizó en América Latina el libro Para leer al Pato Donald. Ariel Dorfman y Armand Mattelart, sus autores, argumentaban que la literatura de Disney estaba imbuida de ideología capitalista y objetivo imperialista. Delirante y paranoide pero ingenioso, el libro alimentó generaciones de intelectuales sobregirados. Javier Milei no es tan entrador como el Pato Donald, pero leerlo también requiere asistencia, aunque menos delirante y paranoica que la de Dorfman y Mattelart. Entender a Milei exige comprender sus diferencias con la familia ideológica que lo adoptó, pero no lo parió. Javier no es Donald.
Hoy, Argentina es un país donde sobreviven dos fenómenos que el mundo dejó atrás: la inflación y el psicoanálisis. Milei está combatiendo a la primera y enloqueciendo a los cultores del segundo. Como escribió una profesional del diván: “Él es un paranoico, tiene una psicosis no desencadenada que no presenta actualmente síntomas para internación. Cuenta con todos los signos de la paranoia: un doble especular, su hermana; una misión en la vida, ser un salvador; la función paterna totalmente fallida y, lo más importante para el diagnóstico diferencial de estos casos, la certeza: no duda nunca. Es por eso que no se lo puede diagnosticar como un neurótico con mayor o menor tolerancia a la frustración, porque no es neurótico”. Este fascinante diagnóstico haría las delicias del presidente porque le otorga la atribución que él requiere para jugar su juego: la credibilidad de loco.
Mientras Mauricio Macri y Cristina Kirchner se desflecan disputando internas provinciales, Milei prospera sobre sus ruinas construyendo el único partido nacional: La Libertad Avanza. Los demás, incluida la Unión Cívica Radical, quedaron reducidos a partidos multiprovinciales. Nada garantiza que la epopeya libertaria termine exitosamente, pero a diferencia de Trump, la destrucción lo precedió. Con locura o con método, Milei llegó para construir algo nuevo.