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Nada de aburridos desfiles, sosos estadios o ceremonias al uso; los juegos serían en el río, en las calles y los puentes, en las plazas, los palacios y a la sombra de sus majestuosos monumentos. La ciudad entera fue tomada por asalto y lo fue desde la ceremonia de apertura, con una impactante concepción teatral que hizo de París escenario del viejo concepto de la obra total
Hace apenas tres años, en agosto de 2021, cuando aún navegábamos en las restricciones y angustias de la pandemia, llegaban a su fin los postergados Juegos Olímpicos de Tokio 2020. Vale recordarlo porque, a pesar de los esfuerzos, la ceremonia de cierre fue desoladora: un estadio sin público, deportistas con tapaboca, abanderados que desfilaban a distancia y un vacío sonoro y humano indisimulable. Lo revivo y recuerdo el rostro de Anne Hidalgo, la alcaldesa de París, al recibir la bandera olímpica para la próxima cita de 2024. Enfundada en un severo vestido azul y con tapaboca, era la viva imagen de la incertidumbre, y la entiendo. Porque, aunque hoy parece que la pandemia fue una distopía salida de un libro de ciencia ficción, hace apenas tres años no sabíamos qué iba a ser de nuestras vidas.
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No obstante, la presentación de París 2024 en el cierre de Tokio permitió entender por qué había vencido a las candidaturas de Roma, Budapest y Hamburgo. Las pantallas del estadio se iluminaron y apareció la Orquesta Nacional de Francia dirigida por Chloé Dufresne de la Philharmonie de París, para la interpretación de La marsellesa. De repente comenzaron a combinarse secuencias de imágenes y nos fuimos al techo del Stade de France con la flautista y de allí a la bellísima Square du Vert Galant, en donde sonaban las cuerdas, y de ahí al Louvre, con los xilófonos en los peldaños de la escalera Daru con la Victoria de Samotracia. Y no exagero si digo que los últimos acordes fueron celestiales; los interpretó el astronauta francés Thomas Pesquet con un saxofón, mientras orbitaba la Tierra en la Estación Espacial Internacional.
Lo que vimos en aquel relevo auguraba unos juegos distintos, y sin duda lo fueron, al grado de que me atrevo a decir que París ha hecho historia por la audacia conceptual, por la coordinación logística y por la francesísima idea de poner el foco en lo que hace de París una ciudad única: su historia, su cultura y su patrimonio artístico.
Nada de aburridos desfiles, sosos estadios o ceremonias al uso; los juegos serían en el río, en las calles y los puentes, en las plazas, los palacios y a la sombra de sus majestuosos monumentos. La ciudad entera fue tomada por asalto y lo fue desde la ceremonia de apertura, con una impactante concepción teatral que hizo de París escenario del viejo concepto de la obra total. Todas las artes actuaron a un mismo tiempo en un gran proscenio que las combinaba y sintetizaba; tradición barroca que en Francia llegó a su cenit cuando en 1664 Luis XIV hizo de Versalles el escenario de Los Placeres de la Isla Encantada, una fiesta de siete días continuos que montaron Lully y Molière, con música, teatro, danza y miles de fuegos artificiales.
Los barcos con los atletas surcaron el Sena, Lady Gaga evocó el cabaret francés, Aya Nakamura hizo bailar a la Guardia Republicana y desde el Louvre hasta Notre Dame, desde la Gioconda hasta los Minions, cada cuadro escénico fue un prodigio de sutiles alusiones a la historia y al patrimonio material e inmaterial de Francia. Incluso, el malinterpretado festín de los dioses fue, más allá de gustos y pareceres, una referencia clásica al espíritu pagano de los juegos y al desborde dionisíaco de esos dioses tan diversos y complejos como los seres humanos.
Momento estelar: María Antonieta sosteniendo su cabeza en las ventanas de La Conciergerie, mientras tronaba el heavy metal de Gojira con la revolucionara Ah! Ça irá. Momento sublime: una Céline Dion épica en lo alto de la Tour Eiffel interpretando el Hymne à l’amour de Édith Piaf.
Momento original: que la mascota no fuera un animal, sino un ideal, y que el gorro frigio personificado en los Phryges tocara a las multitudes con la libertad en sus cabezas.
Durante dos semanas presenciamos lo imposible; jinetes saltando frente al gran canal de Versalles, ciclistas pedaleando sobre los adoquines de Montmartre, piruetas de BMX ante el Obelisco de la Concorde, los Champs de Mars invadidos por la arena del vóleibol playa, arqueros lanzando flechas ante la bóveda de Les Invalides. Audacia mayor: el Montgolfier con la llama de Olimpia en el Jardín de las Tullerías. Pienso en los hermanos Montgolfier aquella mañana de agosto de 1783, cuando en Versalles y ante la incrédula mirada de Luis XVI elevaron por primera vez su globo. Pienso en las fábricas de tejas, las tuiles, que dieron nombre a los jardines allá por el siglo XIII; evoco a la aguerrida Catalina de Médici, que en el siglo XVI los concibió, y a los revolucionarios que los hicieron públicos. Vuelvo, no hay remedio, el fuego sagrado se apagó y la fiesta llegó a su fin. Mas durante 15 días fuimos testigos de la belleza de lo efímero, de ese poder único que tiene lo fugaz y que París honró con el espíritu que hace de ella la capital del arte y la cultura.