En Búsqueda y Galería nos estamos renovando. Para mejorar tu experiencia te pedimos que actualices tus datos. Una vez que completes los datos, tu plan tendrá un precio promocional:
* Podés cancelar el plan en el momento que lo desees
¡Hola !
En Búsqueda y Galería nos estamos renovando. Para mejorar tu experiencia te pedimos que actualices tus datos. Una vez que completes los datos, por los próximos tres meses tu plan tendrá un precio promocional:
* Podés cancelar el plan en el momento que lo desees
¡Hola !
El venció tu suscripción de Búsqueda y Galería. Para poder continuar accediendo a los beneficios de tu plan es necesario que realices el pago de tu suscripción.
Quizá la meta última sea abolir por decreto las distinciones entre vínculos filiales —madre, hijo, menor, adulto— para cimentar una lógica que, en su pretensión de borrar conflictos existenciales, termine borrando al sujeto mismo
1. Hasta la primera mitad del siglo pasado, los lejanos cultores de la jerga, el argot, el lunfardo, los dialectos fronterizos u otras variables del lenguaje no necesariamente militaban para pedir la sustitución de otros sinónimos de sus idiomas maternos, de los cuales tomaban prestadas algunas locuciones para reconvertirlas en variaciones lingüísticas. En la actualidad, los nuevos purificadores de la lengua proponen falsear el idioma para visibilizar a los excluidos (negros, mujeres, transexuales, “disidencias”), como si la discriminación se combatiera con mera exposición. Del mismo modo se busca sustituir el Día del Niño ya no por Día de la Infancia o de la Niñez, sino por Día de las Niñeces o Infancias, en el entendido de que “no existe una niñez sino múltiples y plurales formas y experiencias de vida infantil” (sic). A todo ello, cabe agregar el uso que han hecho del femenino para epicenos. Estas palabras son gramaticalmente de un solo género, como miembro, útero, cuerpo, mundo, integrante o rehén, pero han sido vulneradas con el único fin de imponer una visibilidad afectada (miembra, útera, cuerpa, munda, integranta, rehena). En tanto, eluden las causas de los problemas centrándose en silenciar los síntomas con las banderas de la inclusión, operando sobre el idioma para sustituir la injusticia social por el asistencialismo. Con un agregado: primero fragmentan y luego hablan de “incluir” a todos los fragmentos.
¡Registrate gratis o inicia sesión!
Accedé a una selección de artículos gratuitos, alertas de noticias y boletines exclusivos de Búsqueda y Galería.
El venció tu suscripción de Búsqueda y Galería. Para poder continuar accediendo a los beneficios de tu plan es necesario que realices el pago de tu suscripción.
Hace unos años, Rosalba Oxandabarat decía que al cambiar la palabra prostituta por trabajadora sexual no se estaba esquivando la realidad: “Lo son, por supuesto; hacen un trabajo y cobran. (…) Pero en esa automática dignificación del oficio por la palabra se disimulan de un plumazo las connotaciones oscuras que la prostitución, en tanto venta de sexo, tiene desde siempre”. Porque, por lo que se sabe, la situación de las prostitutas no ha mejorado de manera proporcional a la forma en que son llamadas. Ni que los miedos y suspicacias en torno al ‘oficio más viejo del mundo’ hayan retrocedido. Pero cambiando el cómo, es más fácil olvidar o disimular el qué”, argumentaba. En esa batalla semántica por ganar espacios en el espectro virtual y simbólico, los promotores de estos cambios no comparten las reflexiones de Oxandabarat y —en un intento de sustituir la realidad por un remiendo sobre la realidad— están convencidos de que igualmente se pueden disminuir “los conceptos sexistas que denotan las palabras”.
Entre esas oscilaciones de fragmentación e inclusión, la palabra ocupación cambia por pernocte; internación compulsiva cambia por evacuación obligatoria; sector privado cambia por sector no estatal; recluso cambia por usuario del sistema penitenciario; obesidad cambia por orden alimentario no canónico (o no hegemónico); travesti con genitales femeninos cambia por persona menstruante; entre varias decenas de ejemplos.
2. Hace unas semanas, una periodista uruguaya explicaba que si a un anciano se le llama “abuelo”, si el almacenero se dirige como “vecino” al vecino, o si el personal de salud denomina “madre” a una parturienta, todo ello constituye una forma de “microviolencia”. (Al margen de lo cual llama la atención que, mientras se diagnostican como microviolencia estas palabras, no se desacredite con el mismo fervor los comentarios racistas acerca de la nariz de los judíos por parte de una docente). En junio pasado, siguiendo esa misma lógica, la coalición Frente Amplio presentó en el Parlamento un proyecto de ley para sustituir la fórmula legal “buen padre de familia” por “persona media (sic), prudente y cuidadosa” en 14 artículos y en toda la legislación vigente.
Según Wikipedia, la palabra padre tiene un origen en latín axiomático (animal macho, cabeza de una descendencia, sacerdote —por ext., al clero secular—, creador, fundador, inventor), así como vínculos con el vértice (“cumbre”) de una figura necesariamente piramidal. En el cristianismo, es la primera persona de la Santísima Trinidad y alude a lo “eterno”. Desde el punto de vista del psicoanálisis freudiano nos conduce a un hilo o “raíz” —hasta el momento, irreductible—, siendo la frase “padre de familia” uno de sus derivados. En ese orden, y con el advenimiento de los Estados nación, en el siglo XIX se consolidan los conceptos “padre de la patria” y otros, como “título de honor dado a alguien por los especiales servicios prestados al pueblo”. Asimismo, el concepto de patria (del latín patria, con el mismo significado) alude a la tierra natal o adoptiva ordenada como nación, a la que se siente ligado el ser humano por vínculos jurídicos, históricos y afectivos (la frase “patria potestad”, a su vez, está asociada a lo antedicho). El proyecto de ley no pretendía únicamente “actualizar” el lenguaje jurídico ni suprimir connotaciones de género, sino erosionar el término medular pater, del cual se derivan todas las acepciones anteriores. “La frase ‘buen padre de familia’ responde a la tradición patriarcal”, admitió una activista.
En la España de Pedro Sánchez, el Ministerio de Educación exhorta a los padres de los alumnos que asisten a los colegios a no utilizar las palabras papá o mamá para “fomentar la inclusión y la diversidad en la constitución de los hogares” (sic). También en España se están llevando acciones pertinentes (no gubernamentales en este caso) para ir eliminando gradualmente los términos hijo e hija, así como las palabras niño o niña, los cuales estarían viciados simbólicamente por los “estatutos lingüísticos promovidos por la biología y el cristianismo” (sic). En su lugar se promueven las palabras xadres e hije.
Estos marcos interpretativos, que se proclaman emancipadores, reconfiguran la libertad de cátedra y de pensamiento; no por convicción, sino por la presión de cúpulas que llevan medio siglo tejiendo “estrategias para el desarrollo humano” (desde la visión de “orden mundial” de Henry Kissinger hasta sus innovaciones impulsadas por conglomerados empresariales). Quizá la meta última sea abolir por decreto las distinciones entre vínculos filiales —madre, hijo, menor, adulto— para cimentar una lógica que, en su pretensión de borrar conflictos existenciales, termine borrando al sujeto mismo.
3. En agosto pasado, las Asambleas Técnico Docentes (ATD) propusieron la eliminación de otras actividades asociadas al término patria: “A diferencia de otros conceptos abstractos como el de tiempo histórico, el concepto de patria implica la imposición de rituales escolares que constituyen violencia institucional” (sic). “Esta ATD exige la eliminación de la obligatoriedad de los actos protocolares en escuelas así como el porte de banderas, la promesa y la entonación de canciones como Mi bandera”. Y no reviste ninguna casualidad la sugerencia expuesta por el director de Educación del Ministerio de Educación y Cultura, Gabriel Quirici: “Los símbolos patrios deberían” incorporar “elementos que no estuvieron”. “Quizás debería revisarse si hay elementos que tienen que ver con la cultura que podrían agregarse, como el mate, el tamboril” (sic), siempre “sin romper con las tradiciones”.
Un conocido periodista se preguntó si en el área metropolitana —donde reside más de la mitad de la población— aún existen personas que “anden a caballo” (sic). A partir de ese retruécano propuso sustituir al equino del escudo nacional por figuras menos “anacrónicas”, como un tamboril, al parecer más identificable con la idiosincrasia local. Si el periodista realmente desconoce que el caballo evoca de forma simbólica la libertad (desde la mitología griega, con Pegaso, hasta el romanticismo del siglo XIX) y no remite a ningún medio de transporte, es un ignorante profundo. Si lo sabe, entonces es uno de los operadores que está contribuyendo con su falsa ignorancia a instalar el relato que se viene imponiendo a fórceps. Pero aún más: suponiendo que los símbolos estuvieran sometidos a fecha de caducidad (al igual que los principios filosóficos de algunos partidos y coaliciones políticas) y esas imágenes “envejecieran”, cada 30 o 40 años deberían reemplazarse como si respondieran al gusto generacional o al mandato del “use y tire”, tan caro a las leyes fungibles del capitalismo. ¿Deberíamos demoler el Palacio Salvo —que en tres años cumplirá un siglo— por la sola razón de que Le Corbusier lo consideraba un “enano con galera”? ¿O deshacernos de la torre Eiffel porque alguna generación la juzgue “pasada de moda”? Sería irrelevante que nos guste o nos disguste. Nadie duda de que el diseño de Mario Palanti es un emblema de Montevideo, así como la torre Eiffel es un símbolo, ya no de París, sino de Francia entera. Pero, mal que les pese al periodista y a Quirici, los símbolos patrios tienen además otra lógica: son emblemas de Estado, pensados para encarnar permanencia por encima de los apegos de turno; pensados para representar soberanía y unidad a lo largo de los siglos.
4. Reformas para el idioma y el lenguaje, rectificaciones para las letras de canciones, eliminación de particularidades para algunas tradiciones culturales, amparo a los ofendidos, revocación de términos legales, desaprobación de himnos y aggiornamento para los símbolos nacionales, eliminación de términos parentales y reprobación para vocablos domésticos son algunas de las aspiraciones llevadas adelante para darles “visibilidad a los excluidos” (sic), desmantelar la “tradición patriarcal” (sic), eliminar los “rituales de la violencia institucional” (sic) y los “símbolos agotados”. Del himno nacional uruguayo también se dice que habría que someterlo a revisión. Y es posible que los pabellones patrios, como la bandera de los Treinta y Tres Orientales o la bandera de Artigas, corran la misma suerte. Hasta es factible que a alguna facultad se le ocurra, en el mes de la diversidad, cambiarlas —momentáneamente— por la bandera LGBTQI+ y la bandera transgénero.