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    Tres kilos de palabras

    En los tiempos que corren, y a la vista de cómo se escribe y de cómo se dice, cabría preguntarse si aún seguimos creyendo en las palabras que el Diccionario de uso del español de María Moliner con tanto esmero recoge

    Columnista de Búsqueda

    Hace ya más de 20 años que escribí mi primera nota en las páginas de Cultura de Búsqueda. Era sobre el David de Miguel Ángel y aún recuerdo el tiempo que dediqué a zurcir cada frase, a controlar los adverbios, alejarme de los adjetivos y concentrarme en los predicados. Aquel fue un momento que me llenó de orgullo y en igual medida de temor, porque las palabras son una llave maestra que puede abrir universos opuestos: el entendimiento o el malentendido y la confusión.

    Mas lo interesante está en que mientras escribimos podemos asirnos al más poderoso de los libros: el diccionario. Es gracias a su ayuda que las palabras tejen nuestras ideas y nuestras emociones, y es también por lo que nunca olvidaré la publicación de esa primera nota. No precisamente por verla impresa, sino porque mi madre —la profesora— llegó ese día a mi casa con el mejor de los regalos, un pesado paquete de tres kilos de palabras. Eran los dos tomos del Diccionario de uso del español de María Moliner, el mismo que había usado siempre, solo que este iba a ser mío y estaba nuevo.

    Aquel fue un gesto que hasta hoy me conmueve, fue una forma sutil y silenciosa de recordarme el poder de las palabras y la responsabilidad que traen consigo. Ese diccionario, que es un mágico instrumento de precisión, es hoy pilar de mi biblioteca y por eso fue una alegría tomar nota del reciente libro de Andrés Neuman dedicado a María Moliner. Se llama Hasta que empiece a brillar y es una biografía novelada sobre esta mujer que con una paciencia infinita desafió a la autoridad de la Real Academia Española (RAE) escribiendo al decir de Gabriel García Márquez “el diccionario más completo, útil y divertido de la lengua española”. Es que el Moliner no es un catálogo de palabras, es una herramienta activa que nos enseña a hablar y a escribir, y parte del principio de que conocemos la palabra para llevarnos de viaje a todas sus otras posibles conexiones. Contenidos y significados que van de la idea a la expresión, en definitiva, nos ayuda a hacernos entender.

    María Moliner (1900-1981) fue una mujer de extraordinario tesón, tuvo una vida de dificultades, pero su amor por las palabras pudo más. Escribió su diccionario sola y sin ningún tipo de apoyo, en plena dictadura de Franco y cuando ya tenía más de 50 años. Lo hizo en las pocas horas que le dejaba su tarea de bibliotecaria, el cuidado de sus cuatro hijos y todo lo demás que la vida exige. Fueron 15 largos años en los que arrulló cada una de las palabras y expresiones de nuestra lengua, y sobre todo aquellas a las que la RAE les negaba legitimidad. Esa misma institución que en 1972 pudo hacer de ella —si hubiera querido— la primera académica mujer de la historia de España. Pero no quiso y se le negó el privilegio; es lógico, Moliner venía de universos ajenos al de los doctos académicos, era mujer, bibliotecaria, lexicógrafa y contaba tan solo con una obra. No obstante, su monumental diccionario publicado en dos tandas en 1966 y 1967 fue y sigue siendo una proeza épica.

    Ahora bien, en los tiempos que corren y a la vista de cómo se escribe y de cómo se dice, cabría preguntarse si aún seguimos creyendo en las palabras que el Moliner con tanto esmero recoge. Es más, cabe preguntarse si el diccionario sigue siendo una herramienta apta para el mundo de hoy, si quizás ya no ha sido sustituido por la consulta en Google o si a corto plazo lo sustituirá la inteligencia artificial. Todo es posible y además probable, por lo que podríamos debatir sobre si la velocidad en la que estamos inmersos vuelve obsoletas las normativas lexicográficas. Y también, sobre la validez de las nuevas sensibilidades étnicas, de género, decoloniales y otros etcéteras, que cada tanto exigen variopintos destierros lingüísticos.

    Más de una vez me he preguntado qué pensaría María Moliner si escuchara un discurso para todos y todas habiendo sido, a un mismo tiempo, celosa guardiana de las palabras y defensora acérrima de los derechos de la mujer. Pero dejémoslo por ahí, porque por iluminar inclusiones o poner foco en exclusiones dejamos de reparar en lo obvio, que es la dificultad que estamos teniendo para entendernos. Cada vez con más frecuencia, hay que leer dos y hasta tres veces un titular de prensa por incomprensible, o escuchar frases interrumpidas por locuciones discursivas como, por ejemplo, a ver. Son solo dos casos de los tantos, pero suficientes para poner de manifiesto la frustración de no saber cómo decir lo que se quiere decir.

    Las palabras son un rebaño de convenciones heredadas, están hechas de historia, de legados y memoria, y es en su precisión, exactitud y riqueza en donde descansa el germen de las ideas. Será entonces por eso que hoy los tres kilos de palabras del Moliner nos pesan más que nunca.