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    Un mono infeliz

    ¿Para qué estudiar si eso no cambia nada en el universo de estrellas, influencers y sofisticados chefs que me rodea? ¿Para qué esforzarse si desde el propio sistema se me dice que las clases deberían ser un camino a la felicidad y no la adquisición consistente de conocimientos?

    Columnista de Búsqueda

    La idea de que el mundo está al alcance de la mano nos parece cada vez más natural. El vértigo que produce saber que con solo hacer un par de clics podemos acceder a toda clase de información sobre casi cualquier cosa que ocurra en cualquier punto del planeta solo lo sienten las generaciones de más edad. Para los más jóvenes, esta posibilidad es simplemente el estado natural de las cosas. Se podrá discutir si acceder a través de una ventana virtual es sinónimo de conocer algo en profundidad. O si esas ventanas resumen, efectivamente, el mundo tal como es, en toda su extensión y diversidad. Pero el hecho es que gracias a la tecnología el mundo nos queda más cerca.

    Esto implica necesariamente ampliar el terreno de juego; no necesariamente aquel que nos rodea, pero sí abrir al menos mentalmente el rango de posibilidades. Un mundo hipercomunicado, en donde la mayor parte de la información está disponible las 24 horas, los 365 días del año, implica incorporar la idea de que somos una pieza pequeñísima en el engranaje. Que nuestra posibilidad de incidir en los procesos que ocurren a lo largo y ancho del planeta es ínfima o de un limitadísimo alcance. Que, a pesar de las ventanas que nos permiten asomarnos a esos otros miles de realidades, somos apenas una gota de agua en el mar.

    Al mismo tiempo, el cableado mental que hemos desarrollado a lo largo de decenas de miles de años como especie nos ha preparado mejor para lidiar con un mundo acotado, en el que las referencias son cercanas, la cohesión es alta y la diversidad no es tan diversa. El grupo de referencia por excelencia ha sido la familia y, en el siguiente nivel, la tribu. Grupos pequeños en los que se privilegia la comunicación cara a cara y en los que el disenso es tratado de una manera casi personal (o personal, en el caso de las familias). Estamos mucho mejor preparados para lidiar con la cercanía que con esa enorme vastedad que nos ofrecen las posibilidades tecnológicas. Nos llevamos mucho mejor con los grupos pequeños que con la escala que las distintas sociedades globales que vamos conociendo, aunque sea a la distancia, nos plantean. Y eso nos complica la posibilidad de cooperar en este terreno ancho y ajeno.

    Eso es lo que afirma el periodista y escritor británico Will Storr en su ensayo A Crisis of Mattering, que se puede traducir como “una crisis de importancia”. En ese texto intenta desentrañar la tensión que se crea entre nuestra experiencia, nuestro condicionamiento social (desarrollado a lo largo de cientos de miles de años) y las nuevas exigencias que plantea ese mundo globalizado que entra permanentemente por nuestras varias pantallas. En ese ensayo Storr cita al psicólogo y lingüista Michael Tomasello, quien recuerda que “uno de los hallazgos más sólidos en todas las ciencias sociales es que la cooperación se vuelve más difícil a medida que aumenta el tamaño del grupo”.

    Y agrega Storr: “La razón más importante de esto es la disminución de la contribución proporcional de cada individuo (mi contribución importa menos, ¿entonces para qué molestarse?) (…). Hay una terrible discrepancia entre nuestros cerebros evolucionados, que siguen especializados para la vida social en grupos pequeños, y el mundo colosal en el que nacemos. Esta discrepancia significa que, de alguna manera profunda y subconsciente, sentimos que realmente no importamos. Es este déficit crónico de importancia lo que nos hace sufrir”. El disparador del texto es la convicción de Storr de que a pesar de vivir en un mundo materialmente mucho más rico y con más posibilidades que cualquiera de los mundos precedentes, no somos felices. Por cierto, llegué a este material gracias a un comentario del psiquiatra español Pablo Malo en X, lo que sería justamente un ejemplo de buen uso de las redes sociales y de encontrarle un buen sentido a ese universo globalizado que nos rodea.

    A esa tensión que se desarrolla entre nuestra adaptación a la escala cercana y la dificultad para manejarse en la gran escala global Storr la llama “estrés de identidad”. “Las experiencias de conexión y estatus son universalmente buscadas y apreciadas por los seres humanos. (…) Sin estas señales, el cerebro percibe que estamos en peligro y nos enfermamos mentalmente (sufrimos ansiedad, depresión e incluso pensamientos suicidas) y también físicamente”, apunta Storr, y agrega que este estrés no es casual, sino buscado: “La economía de mercado quiere que suframos estrés identitario: es así como nos convertimos en clientes habituales, trabajadores esforzados y usuarios leales. Estamos rodeados de pantallas, carteles y escaparates que nos inundan con señales subconscientes de que no somos lo suficientemente buenos, y de que si solo compramos este producto, o nos hacemos ricos, o nos convertimos en este tipo de persona socialmente aprobada con esta apariencia, viviendo en este tipo de hogar, seremos más queridos y valorados, que importaremos más”. Y sin embargo, la ansiedad, la infelicidad y la sensación de ser insignificantes se extienden entre nosotros más rápido que nuestra capacidad de saturarnos con objetos y pantallas.

    El bombardeo constante al que nos vemos sometidos desde los medios “aspiracionales” refuerza también esa idea. Si la vida de todos es esa maravilla sin par que vemos en Instagram, ¿qué puedo aportar yo, que tengo una vida con mucho menos estatus y felicidad? Porque esa es la otra pata del asunto: aspiramos a vivir en un constante estado de felicidad porque eso está también planteado como aspiración colectiva. Para quien lleva un tiempo en la vida y conoce las dos caras de la moneda, la alegría y la tristeza, el encuentro y la pérdida, quizá exista una posibilidad de resistir ese golpeteo constante de felicidad que se nos propone como el no va más del consumo (siempre se accede comprando algo, objetos o estatus).

    Ahora, para quien tenga poca experiencia de vida y solo conozca las vidas de los demás a través de los mecanismos aspiracionales de mercado, es muy fácil desanimarse y perder por completo el sentido de la cooperación. Si soy insignificante y nunca voy a llegar a lo que se me propone, ¿para que esforzarme? De yapa, me dicen que el único lugar en donde vale la pena el esfuerzo es el gimnasio. ¿Para qué estudiar si eso no cambia nada en el universo de estrellas, influencers y sofisticados chefs que me rodea? ¿Para qué esforzarse si desde el propio sistema se me dice que las clases deberían ser un camino a la felicidad y no la adquisición consistente de conocimientos?

    Esa tensión seguramente no tenga fácil resolución. Como muchas otras cosas que hemos hecho como especie, nos metimos en este baile sin tener muy claro cómo se baila y cuáles pueden ser los impactos no pensados de bailarlo. Por más que dispongamos de cultura y de excelentes teorías sobre qué hacer, en algún punto seguimos siendo monos. Es decir, la batalla contra el condicionamiento nunca la vamos a dejar de dar. Qué resultados se obtengan en dicha batalla está por verse. Mientras tanto, bailamos al son de una melodía que no escribió ninguno de nosotros y para la que no estamos preparados. Por la plata baila el mono, pero parece que no es feliz.