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La noticia de la muerte de Robert Redford ya había dado la vuelta al mundo cuando, casi medio día después, un correo del Sundance Institute llegó a este lado del hemisferio. Tres firmas despiden con calidez a su patriarca en una comunicación concisa. Su brevedad resulta suficiente para empezar a abarcar la vastedad del hombre que fue mucho más que un galán de Hollywood. Fue un actor de contención, que redefinió la masculinidad heroica desde la inteligencia más que desde la fuerza; un activista comprometido y un mecenas visionario.
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En la despedida oficial de la organización que fundó en 1981 para fomentar la independencia, la asunción de riesgos y las nuevas voces del cine —estadounidense primero, internacional después—, los guardianes de ese legado señalan que extrañarán de “Bob”, más allá de sus contribuciones inmensas, su “claridad de propósito, curiosidad, espíritu rebelde y su amor por el proceso creativo”.
Y es que el paisaje montañoso de Utah, cuna del Festival de Cine de Sundance, fue siempre el verdadero hogar de Redford, cuya carrera siguió un camino inverso, desde la cumbre de Hollywood hacia la creación de un santuario para el cine independiente. El objetivo fue tan claro como su frondosa y rubia cabellera: usar su influencia para contrarrestar el dominio de los grandes estudios. Construyó así un ecosistema que priorizaba la autenticidad y el riesgo sobre el rédito comercial, bajo la premisa de que el cineasta debía ser protegido como figura central del proceso creativo.
Aquel refugio en la nieve no fue un capricho, sino la materialización de un espíritu rebelde. Charles Robert Redford Jr. nació en Santa Mónica, California, en 1936 y tuvo una infancia marcada por la playa y las calles de un barrio predominantemente hispano. El arte y los deportes eran sus principales intereses. La temprana muerte de su madre lo dejó con una sensación de libertad abrupta, y aquel joven descarriado, que se metió en líos menores y fue expulsado de los Boy Scouts, encontró su verdadera vocación en la aventura.
A finales de los años 50, un joven Redford de veinte años emprendió un viaje a Europa para escapar de Los Ángeles y dedicarse al estudio del arte. Con determinación, financió su estancia trabajando como operario en una plataforma petrolífera y vivió con lo justo entre Francia, España e Italia, donde forjó su carácter y amplió su mirada.
El destino lo condujo de regreso a su país y a las aulas de la American Academy of Dramatic Arts en Nueva York. La actuación, a la que inicialmente se resistió, le parecía una profesión superficial e indigna para sus ambiciones, pero, en el transcurso de su formación, tuvo una revelación. El escenario le daba una vía de expresión física y un canal para su energía incomparables. Esta epifanía se convirtió en lo que él mismo describió como una elección que le salvó la vida.
El camino al estrellato no fue lineal. Tras incursionar en la televisión, Redford se adentró en el Hollywood de los 60. Pero la industria le resultó insatisfactoria y hasta contempló abandonar la actuación. En medio de desafíos personales, como la pérdida de su primer hijo en 1959, una modesta compra de un terreno de casi una hectárea en Utah en 1961, por US$ 500, germinaba silenciosamente la semilla de lo que luego sería Sundance.
Butch-Cassidy-Newman-and-Redford
Dos hombres y un destino.
De formación dramática, buscó de todas formas a la comedia y la encontró bajo un éxito rotundo con la obra Descalzos en el parque, en Broadway. Su aclamada interpretación en la adaptación cinematográfica le abrió las puertas del cine y fue su rol como el Sundance Kid en Butch Cassidy (1969) el que lo catapultó a la fama. Era la última opción para el papel, con el estudio reticente a emparejar a un desconocido con la estrella consagrada que era Paul Newman, pero la firme defensa de este último lo puso en su camino. La química entre ambos era tan innegable como la transformación de Redford en una estrella.
La carrera de Redford se elevó vertiginosamente y en la década de 1970 se consolidó su estatus. Llegó su primera nominación al Oscar por El golpe (1973), también con Newman, y la histórica Todos los hombres del presidente (1976), película que él mismo impulsó y que se convirtió en, hasta hoy, un texto fundamental para el periodismo de investigación.
La transición a la dirección no solo no le fue difícil, sino que fue el modelo que le resultó natural, coronado con el Oscar por Gente como uno (1980). Esa ópera prima demostró una asimilación de los códigos del cine clásico sin someterse a ellos. En sus últimas décadas como intérprete, continuó explorando narrativas desafiantes, desde el minimalismo salvaje Todo está perdido (2013) hasta la camaradería otoñal de Nosotros en la noche (2017), una reunión con su querida amiga Jane Fonda, y el broche de oro con Un ladrón con estilo (2018), que funcionó como el tributo perfecto a su carrera al retratar a un forajido empeñado en vivir bajo sus propias reglas hasta el final.
Para Redford, la fama, como una espada de doble filo, trajo consigo la incómoda sensación de ser tratado como un objeto. No se veía como el público lo percibía y evitaba mirarse en pantalla para no volverse demasiado consciente de sí mismo. Creía que le restaría libertad interpretativa. Esta autopercepción chocaba de frente con cómo lo veía la industria. Mike Nichols, director de El graduado (1967), lo vivió en carne propia cuando Redford se mostró interesado en el papel de Benjamin Braddock, el joven alienado que finalmente interpretó Dustin Hoffman. Nichols fue directo: “No podés interpretarlo. Nunca vas a poder interpretar a un perdedor”. Redford, seguro de su talento, replicó: “Claro que puedo”. La respuesta del director fue demoledora: “De acuerdo, ¿alguna vez una chica te ha rechazado?”. Redford, genuinamente desconcertado, admitió no entender la pregunta. Y como el mismo Nichols destacaría al recordar el episodio: “No estaba bromeando”.
El intercambio resume a la perfección el dilema del actor. Su imagen de triunfador absoluto era tan poderosa que, incluso para uno de los directores más talentosos de la época, resultaba imposible verlo como un inadaptado social. Sin embargo, esa misma incomodidad con la superficialidad fue la que lo empujó hacia nuevos horizontes. Su lucha por la autoría y la autenticidad encontró su máxima expresión en la fundación del Instituto y Festival de Cine de Sundance, concebidos como un refugio para el cine que Hollywood ignoraba. A través de Sundance, Redford, el galán, se convirtió en el arquitecto de un movimiento que redefinió el panorama cinematográfico, demostrando que su verdadera belleza residía en su compromiso con el arte.