N° 1946 - 30 de Noviembre al 06 de Diciembre de 2017
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáSuspendida en el tiempo, Pompeya recibe al turista con la serena resignación de una mujer vieja que, sentada tras un ventanal, ve pasar los días y espera. El futuro no le pertenece, pero se sabe dueña de un pasado lujoso que nadie podrá arrebatarle. Fundada en el siglo VI a.C., la ciudad tuvo su momento de esplendor como enclave militar, agrícola y comercial durante el período romano. Por su puerta pasaban las mercaderías que venían de ultramar y continuaban su camino hacia Roma. La creciente población obligó a mejorar las calles y los servicios públicos. Se construyeron baños, almacenes, templos, prostíbulos y tabernas. La vida irrumpió con toda su potencia. Los dioses parecían favorecer la suerte de la ciudad y sus hijos. Hasta la funesta noche de agosto del año 79 de nuestra era, cuando el Vesubio cubrió de lava y cenizas las esperanzas de Pompeya.
La visité hace unos años y puedo sentir todavía el impacto emocional que supuso estar ante sus ruinas. Fue conmovedor caminar por sus callecitas, ver los restos de las edificaciones, algunas columnas en pie y otras vencidas, entrar a las residencias y ser, por un momento, indiscreto testigo de una tragedia doméstica. Todo recuerda la prosperidad que hubo y el dolor que sobrevino. Nos confronta con el efecto devastador de la imparable ira de la naturaleza.
Imposible es no sentirse abrumado ante las termas del foro o la magnífica Villa de los Misterios que conserva en sorprendente buen estado algunos de los más hermosos frescos pompeyanos de colores vivísimos. Estas pinturas son razón suficiente para peregrinar hasta allí. En las paredes han quedado plasmadas costumbres y tradiciones, motivos pictóricos que traslucen los miedos, las alegrías y las creencias que alentaron a hombres y mujeres hace veinte siglos. Seguir su rastro es sumergirse en un libro de Historia.
Una mención especial merecen los grafitis que van desde máximas filosóficas y consignas políticas a declaraciones de amor, anuncios comerciales u obscenidades de lo más variadas. Resulta fascinante imaginar las circunstancias en las que alguien se plantó frente a uno de esos muros y garabateó aquellas palabras. ¿Cuál habría sido su móvil? ¿Cuál la reacción de los transeúntes o del dueño de la casa al constatar la inscripción no autorizada?
El grafiti es una manifestación artística que reclama formas y espacios no convencionales de expresión y conlleva, por tanto, su cuota de genuina rebeldía. Desafía la indiferencia del receptor y lo interpela desde una expresión que busca provocar, encantar o generar pensamiento. Tiene en su esencia algo de marginal y clandestino, y parece obedecer al aliento de un espíritu libertario que no admite ataduras. Por esto mismo, cuando es ingenioso en su planteo, justo en su reclamo o bello en su estética, genera admiración y simpatía.
La historia recoge grafitis famosos como el enigmático Kilroy was here nacido durante la II Guerra Mundial. O el estimulante Ánimo, compañeros, que la vida puede más, que forma parte del paisaje urbano montevideano y que ha sido mantenido a lo largo del tiempo, incluso después de ser vandalizado por otros autoproclamados grafiteros. O los que embellecen algunas de nuestras ciudades del interior, solo por citar algunos. Hay, también, casos de artistas cuya firma ha adquirido valor por la alta calidad técnica de sus obras y grafitis que hermosean con sus diseños coloridos las fachadas grises de casas privadas y edificios públicos.
Pero también hay de los otros. Los absurdos, los feos, los que lucen como una puja entre pandillas de patoteros o —en el caso de aquellos pintados en lugares de dificilísimo acceso— se asemejan más a un alarde de destreza circense que a un despliegue de expresión artística. De poco valdrá el esfuerzo de limpiar una fachada porque bastará una noche para que amanezca estropeada por inscripciones tontas u ofensivas que en nada rozan el arte. Por el contrario, son un acto de maldad pura, la incapacidad para la civilizada convivencia, la más absoluta falta de respeto. Esos, los que transforman el rostro lustroso de la ciudad en una máscara pintarrajeada y decrépita, no son artistas. Son unos bárbaros que destruyen todo a su paso como si les doliera lo limpio o lo bello.
Basta con recordar la lucha de los directores de la Biblioteca Nacional por preservar su exterior sin grafitis ni afiches. El soberbio edificio de la Universidad de la República recuperado y al día siguiente vuelto a estropear. Las cortinas metálicas de las tiendas de 18 de Julio. Casi todas las fachadas de algunas calles —José Enrique Rodó, por ejemplo—, cuyos dueños ya ni se molestan en su limpieza porque saben que el resultado será efímero y el sacrificio económico no tendrá recompensa duradera.
Según dan cuenta las noticias, el pasado fin de semana fueron vandalizados unos murales en las puertas del Mides, que conformaban lo que se ha dado en llamar una “galería a cielo abierto”. Las pinturas duraron unas horas antes de que alguien decidiera marcar su territorio estampando su firma sobre ellos. Los artistas debieron repintar las obras y la Intendencia evalúa si el esfuerzo —que forma parte de un plan piloto para mejorar nuestra principal avenida— valdrá la pena. El problema es de todos porque la ciudad es de todos. Hay, en el fondo, una cuestión de valores y una necesidad urgente de más y mejor ciudadanía.
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