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    Para mi padre, de puño y letra

    Poetas, novelistas y juglares han cantado y seguirán cantando a la figura del padre. Desde Manrique en el siglo XV a Kafka con su célebre Carta al padre, pasando por Virginia Woolf, Paul Auster, Philip Roth y Richard Ford, los escritores, muchas veces después de que muere el progenitor, escriben. En los días previos al Día del Padre, conviene leer algunos textos de autores de distintas regiones y siglos.

    J.R. Ackerley

    J.R. Ackerley (1896-1967), el editor literario y escritor nacido en Londres, fue abiertamente homosexual en una época en la que estaba prohibido por ley y condenado socialmente. Este hombre, extremadamente buenmozo, que descubrió tempranamente su opción sexual, era hijo de un poderoso empresario del negocio de la fruta, conocido como “El rey de la banana” en Londres. Al morir su padre, el autor encontró una carta muy directa donde le informaba que tenía otra familia desde hacía 20 años.

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    En su libro Mi padre y yo, Ackerley cuenta las diversas etapas que transitó con su padre, que fue generoso con él en temas monetarios y nunca pretendió que trabajara en la empresa. Así lo recuerda en esas páginas:
    “Era —por lo menos en ese período de la posguerra, el período del que tengo más recuerdos de él— un hombre amable, afectuoso, generoso y de trato fácil; estaba orgulloso de mí, que era el único hijo varón que le quedaba y por lo tanto su heredero, y, en la medida en que pudiera tenerlo en mis pensamientos, yo también estaba orgulloso de él. Y, sin embargo, nuestra relación nunca llegó a ser lo que yo creo que él hubiera deseado, una relación estrecha y de mutua confianza, el tipo de relación que me imagino que podría haber tenido con mi hermano. Después de su muerte, cuando sabía más cosas de él y pensaba que él tal vez las habría adivinado de mí, llegué a lamentar aquello. Si habría podido llegar o no a entenderme con él de una manera más profunda es algo que ya nunca se podrá saber; lo que sí sentí, cuando ya era demasiado tarde, fue no haberme atrevido más a intentarlo. El objeto de estas memorias, a partir de ahora, es explorar, lo más brevemente posible, las razones de nuestro fracaso”.

    “De modo que, aunque ahora me doy cuenta de que mi padre no me criticaba por ser un ‘haragán’, tenía fe en mí y no le importaba en absoluto lo que hiciera con tal de que fuera feliz, mi ansiedad y mi tensión nerviosa, meras invenciones de mi mente frustrada, y la forma solapada en que a veces actuaba para preservar lo que consideraba mi libertad y dignidad personales, turbaron y dañaron mi relación con él. Totalmente absorto en mis propios problemas, no pensaba para nada en él, salvo tal vez en que con su delicadeza no hacía sino ponerlos más de relieve; sin embargo, él también, como sé ahora, tenía sus problemas y tal vez le hubiera alegrado poder compartirlos con un hijo más atento”.

     

    Sándor Márai

    Sándor Márai (Košice, Hungría; 11 de abril de 1900 – San Diego, Estados Unidos; 22 de febrero de 1989) escribió poesía, novelas, obras de teatro, relatos de viajes, y se han publicado también sus diarios. En su autobiografía, Confesiones de un burgués, dedica varias páginas a describir la casa de su infancia y algunas costumbres de la familia. En un pasaje de su libro, recuerda el momento del desayuno, cuyo personaje central era el padre.

    “Se trataba de un momento festivo y solemne. Mi padre llevaba todavía la cinta protectora del bigote que solo se quitaba para comer y beber; cuidaba mucho de su aspecto y se cepillaba y fijaba el bigote hacia los extremos con brillantina. Mi madre se colocaba enfrente de él, y los niños nos sentábamos a los lados de la mesa y observábamos atentamente el curso de los acontecimientos. Los niños desayunábamos café con leche y panecillos untados con mantequilla, y sopa de pan durante el invierno, pero la simple contemplación del desayuno paterno deleitaba y causaba sentimientos elevados en todos.

    Mi padre desayunaba con mucha elegancia y refinamiento. Su bata de seda, los delicados movimientos de sus pequeñas manos femeninas, con su sortija con el escudo familiar, su calma y su buena disposición de pater familias me cautivaban a diario. Tomaba un té que parecía oro líquido con mucho ron, huevos con jamón, miel y mantequilla húngara (mi padre se peleaba con mi madre a menudo a causa de la mantequilla; ella, por razones de ahorro o de otro tipo, compraba a veces mantequilla danesa, y una mañana ocurrió un pequeño drama: a mi padre le entraron sospechas de repente, con lo cual se levantó de la mesa y tiró la mantequilla danesa al retrete), que untaba en las tostadas que hacían expresamente para él; a mí me encantaba contemplar ese desayuno tan refinado, tan digno de un «hombre de mundo». Aquellas escenas matutinas parecían una celebración religiosa. Mi padre empezaba sus días con unos movimientos tan sosegados y solemnes, se preparaba de tal modo para la jornada de trabajo que después no era posible que nada ni nadie lo perturbara; estaba protegido por haber conseguido lo que tenía, por haber llegado hasta donde se encontraba.

    Aunque en realidad mi padre ni había conseguido nada ni había llegado a ninguna parte, era su clase social la que había conseguido lo que tenía, la que lo había llevado hasta donde estaba, y la conciencia de pertenecer a esa clase era lo que confería a los gestos y al comportamiento de mi padre un aire de seguridad y dignidad. Los hombres que pertenecían a su clase podían empezar el día con la mayor tranquilidad”.

    En otro pasaje, Márai recuerda que en su casa existían dos bibliotecas, la de su madre y la de su padre. La de su padre era “imponente” y ocupaba la parte más larga del salón. En la ciudad de 40.000 habitantes “se enriquecían” cuatro libreros. Los señores iban, se sentaban en cómodos sillones, se hablaba de novedades y en la ciudad se discutía de literatura.

    “En mi casa, los libros se trataban con devoción. Todos los volúmenes estaban contabilizados, pues había hasta un «catálogo», un cuaderno de tapa dura donde apuntábamos los que prestábamos a alguien. En aquellos años, cuando una señora se aburría, no se ponía a jugar a las cartas, no salía para ir al cine o a un café, sino que cogía un libro y se ponía a leer. Mi padre pasaba sus noches con un libro en la mano. Puedo decir sin exagerar que la burguesía de fin de siglo de nuestra provincia necesitaba los libros como el pan de cada día. Raro era el día en que una persona culta de la clase media no leía algo en la cama, unas páginas de algún libro nuevo o de grato recuerdo”.

     

    Hernán Casciari

    Hernán Casciari (Mercedes, Argentina, 1971) publicó este cuento, Nunca me importó el fútbol, en setiembre de 2015. Casciari fue uno de los primeros autores de culto en la era de los blogs. Pero también ha cruzado los límites de Internet con varios libros publicados, obras de teatro y participaciones en programas radiales en Argentina y Uruguay. Es escritor, editor y fundador de la revista Orsai. Tiene un cuento anterior (Gaussian blur, de 2013) también referido a su padre.

    Cuento

    Nunca me importó el fútbol

    Tengo cuarenta y cuatro años y hace más de cuarenta que el fútbol no me importa. Empezó a no importarme cuando mi padre me dijo, en 1974, que su única ilusión era ver los mundiales acompañado. Yo tenía tres años y solamente buscaba un cosa en la vida: temas para conversar con él. Si mi padre hubiera dicho “mi ilusión es que te gusten los carros de combate alemanes de la marca Panzer”, hoy miraría documentales sobre la II Guerra y escribiría cuentos bélicos. Pero no fue así.

    Mi padre murió hace algunos años. Llegó a ver quince mundiales: desde el Maracanazo brasileño hasta la última final en Berlín 2006. Ver quince mundiales, creo yo, es haber tenido una buena vida. Yo llevo vistos once, y creo que con cuatro más estaría satisfecho. Me gustaría que empatáramos en quince con mi padre. Que ni él viera más mundiales que yo, ni yo más que él.
    Pero la verdad es que el fútbol nunca me importó, todo fue una excusa para charlar con Roberto Casciari. Con él no se podía hablar de política, porque era conservador; ni de mujeres, porque era tímido; ni de libros o de música, porque no lo emocionaba la cultura. Nos sentábamos en los sillones del comedor y buscábamos en el televisor alguna señal perdida. Cuando la pantalla se ponía verde, sin que importara la trascendencia del partido, nos quedábamos noventa minutos quietos; y hablábamos.

    Podía ser un partido de segunda o de tercera división, o la repetición de un clásico de otras épocas, o un torneo africano. Nos daba igual. Hablábamos. Cuando me fui de casa seguí con la costumbre, por si llamaba por teléfono para preguntarme qué hacía.

    Más tarde cambié de país (hace quince años me vine a vivir a España) pero mantuve la tradición de ver cualquier partido, a cualquier hora, porque quizá él me hablara por Skype. Cuando murió seguí con el hábito porque quizá muerto él pueda verme desde cualquier ángulo. Pero tengo que confesar que sigo sin saber qué es un enganche. No reconozco a un falso nueve. No tengo la menor idea sobre cuál es el carril del ocho. No me importa el juego; me importa haber estado cerca de su sillón.
    Roberto Casciari nunca me dio grandes consejos. Nunca me dijo “tenés que seguir tu vocación” ni tampoco “siempre que llovió, paró” ni mucho menos “la soledad, hijo mío, es el placer de la propia perspectiva”. ¡Ni de casualidad! Pero me enseñó que los equipos sin apellido italiano son de segunda división o de países limítrofes. Me enseñó que si hay un Sosa, el equipo es uruguayo. Que si hay un Rincón, el equipo es colombiano. Que si hay un Cuevas, el equipo es paraguayo.

    Mi padre me dijo que si hay más de seis colores entre camiseta y pantalón, es un partido de la Concacaf; y más de ocho, Copa de África. Que si durante la transmisión aparece un edificio, o una montaña, o una autopista detrás de la tribuna, no es un partido serio. Que si los tres árbitros son asiáticos, es un amistoso de élite pagado por un jeque. Que si hay más de dos jugadores gordos, es un partido homenaje o un partido contra el cáncer. Que si el balón es de color naranja, en la tribuna no hay nadie con el torso desnudo.

    Que si uno de los arqueros se está quedando calvo, es un partido de segunda división o es liga italiana. Que si entra a la cancha un espontáneo desnudo, en el partido hay más de seis jugadores que valen diez millones. Y que si entra a la cancha un gato, o un perro, o una liebre, en el partido no hay ningún jugador que valga más de medio millón. Y que si las hinchadas no silban el himno contrario, el partido es intrascendente.

    Otros hijos tenían padres que decían grandes verdades y que dejaban frases para el resto de la vida. No fue mi caso. Pero aprendí a usar las que el mío me decía como si fueran refranes o aforismos. “Hijo mío”, me dijo una tarde, “en los partidos a puertas cerradas nunca hay golazos”.

    Ahora, que soy adulto, entiendo que mi padre y yo no conversábamos sobre fútbol. El deporte nos sirvió para conectar otros asuntos. Por eso no me cuesta descubrir ahora (a un golpe de vista) que si un entrenador prestigioso se va a dirigir a un país asiático, es porque lo convenció la esposa. Y que si ya dirigió a más de siete países extranjeros, es holandés. Que si hay tres hermanos en un mismo equipo, es liga caribeña. Que si hay gemelos, es liga holandesa. Que si juegan juntos un padre y un hijo en el mismo equipo, es liga turca. Que si hay más de seis llamados Ki, es liga coreana.

    Hoy podría darle datos nuevos a Roberto Casciari, si él viviera. Ahora soy grande y ya aprendí cosas solo. Le diría que si hay muchos tatuajes, la liga es inglesa. Que si hay mucho piercing, es liga alemana. Mucho gel, liga española. Mucha melena, liga italiana. Podría decirle a mi padre, por ejemplo, que cuanto más larga y estúpida es la coreografía de un gol, más escandinavo es el equipo. Que si la novia del arquero es más famosa que la novia del delantero, el penal va afuera o es atajado.

    Que gana siempre el equipo en el que los defensores tienen mayor cantidad de hijos varones. Que el juez de línea cornudo ve mucho mejor el fuera de juego. Que el juez de línea viudo siempre manda a echar a un técnico. Que si el arquero patea tirolibres, en la conferencia de prensa dice gansadas. Que si el hincha sabe cuánto gana cada jugador, es liga española. Y que si el hincha sabe con quién se acuesta cada jugador, es liga argentina.

    ¿Pero a quién le puedo contar todo esto ahora? Y sobre todo, ¿qué sentido tiene? Desde que estoy sin padre ando como bola sin manija, porque el fútbol nunca fue un monólogo en mi vida, ni siquiera un fanatismo ni un placer, sino la interminable conversación entre dos hombres.

    La primera vez que vi un balón fue en el cielo de mi pueblo; yo tenía un año. Alguien lo hacía volar al medio de una cancha de tierra y yo pensé que ese balón era la luna. Él, Roberto, me llevaba en brazos y me dijo: “No es la luna, es una pelota”. Después la charla siguió en las tribunas y en los televisores, en las plateas del Cilindro de Avellaneda, donde una noche se cortó la luz mientras Rosario Central nos goleaba, y sentí su mano que me protegía de la oscuridad.

    La conversación siguió en los sillones de casa; un parloteo incesante que duró seis mundiales enteros (en dos de ellos fuimos campeones). Más tarde en los teléfonos, en los mails a deshoras, en los chats veloces que cruzaban el océano. Fue una conversación feliz que duró mas de treinta años. No. No me importa el fútbol; únicamente me importaba él. Porque ahora, a los cuarenta y cuatro minutos del segundo tiempo de cualquier partido, entiendo que no va a sonar el teléfono.

     

    Virginia Woolf sobre Sir Leslie Stephen

    Sir Leslie Stephen (1832-1904), reconocido historiador, biógrafo, filósofo, alpinista, integrante distinguido del mundo literario e intelectual victoriano, participó activamente en movimientos progresistas y de reformas sociales, así como de los debates religiosos en torno a la obra de Darwin, que lo llevaron a abandonar su fe religiosa. Muchas de las luminarias intelectuales victorianas eran amigos cercanos y visitaban la casa de la familia que formó con Julia Prinsep. Sin embargo, hoy Sir Leslie Stephen es más conocido por ser el padre de la novelista inglesa más importante del siglo XX, Virginia Woolf (1882-1941).
    Leslie Stephen y Julia Prinsep eran ambos viudos cuando se casaron, en 1878; ella tenía 3 hijos (los Duckworth) y él una hija de su matrimonio con Harriet Thackeray. Leslie Stephen y Julia Prinsep tuvieron 4 hijos más que convivieron en la casa de Hyde Park Gate.

    Desde muy joven, Virginia Woolf escribió sobre su padre, con quien tuvo una relación que, con la perspectiva de los años, terminó por resumir como “ambivalente”. Ella reconoció en la conferencia que dio en el centenario del nacimiento de su padre, (Sir Leslie Stephen. The Philosopher at Home: A Daughter´s Memories) que el hecho que de adolescente le permitiera leer libremente todo lo que había en su magnífica biblioteca era inusual para la época y que era un reconocimiento del talento literario de su joven hija. Dice: “A padre le hubiera encantado saber que su hijita…la pequeña Ginny…fuera quien hablara sobre él”. Pero también en su diario había anotado “padre hubiera cumplido 96 hoy, y pudo haber vivido 96 años como otras personas… pero afortunadamente no lo hizo. Su vida hubiera completamente truncado la mía. No hubiera podido escribir…inconcebible”.

    Woolf escribió artículos y ensayos tanto acerca de su padre como referidos al género que él había cultivado con tanto éxito, biógrafos y biografías, género y referente patriarcal que desestabilizaría en su Orlando, de 1928. Sobre el final de su vida se reúne con un grupo de amigos para compartir recuerdos en lo que llamarán The Memoir Club. Fue para ellos que compuso las entregas (no llegó a completarlas) de lo que póstumamente se publicaría como A Sketch of the Past (1939-1940) y recogido con otros escritos autobiográficos en el volumen Moments of Being (1976). Allí analiza la relación con su padre desde sus lecturas de Freud, así como otros episodios de su niñez y adolescencia. Su hermana Vanessa Bell recordaría, años más tarde, que cuando hablaron una vez, de niñas, sobre a quién preferían, el padre o la madre, Vanessa dijo que la madre —era más hermosa— pero Virginia eligió al padre, porque sabía tanto.

    Sin embargo, más que sus escritos autobiográficos o biográficos referentes a Leslie Stephen, es en la novela Al faro (1927) que logra plasmar el personaje que fue su padre en la figura del protagonista, Mr. Ramsay. Vanessa le escribió una carta apenas terminada su lectura de la novela: “Me parece que es aquí que has logrado dar una idea verdadera sobre él. Ves que como retratista eres una artista suprema”. Virginia siempre reconocería la “verdad de la ficción”; en el Mr. Ramsay de la novela se conjugan aspectos de un tirano, demandante de afecto, especialmente de su mujer e hijos, ensimismado, pero también admirado, famoso, dedicado a las letras inglesas.

    Después de la muerta de la madre, los niños pasaban solos con su padre, que era una carga para ellos. Tenía, en ocasiones, ataques de ira. Tiraba cosas. Esas escenas jamás eran delante de hombres, sino de mujeres, lo que incluía a sus hijas. ¿Porqué era así? “En parte por supuesto porque las mujeres eran sus esclavas, algo típico de la era victoriana”, escribe Virginia en A Sketch of the Past. La tesis que maneja su hija es que él era consciente de su frustración como filósofo y escritor. Además, su formación dogmática, su falta de capacidad para distraerse en la música, el arte o el teatro lo hicieron más obtuso. Por eso, a los 65 años estaba prácticamente aislado, preso dentro de sí mismo.

    “Partes enteras de su sensibilidad se habían atrofiado. Como había ignorado tanto, o se había negado a enfrentar, o disimulado sus propios sentimientos, no solo no tenía idea de lo que él mismo hacía o decía; tampoco tenía idea de lo que los otros sentían. De ahí el horror y el terror de esas violentas descargas de ira. Era algo siniestro, ciego, bestial, salvaje. No era consciente. Nadie podía ayudarlo echando luz sobre eso. Él sufría. Nosotros sufríamos. No había posibilidad de comunicarnos. Vanessa permanecía callada. Él gritaba.

    Ahora, con la distancia del tiempo, percibo que no podíamos ver la diferencia de edad. Dos eras estaban confrontadas en el living room de la casa de Hyde Park Gate: la era victoriana, y la era edwardiana. No éramos sus hijos, sino sus nietos.
    Lo cruel del asunto es que podíamos mirar al futuro, pero estábamos completamente en manos del pasado. Eso creó una lucha violenta. Por naturaleza, Vanessa y yo éramos exploradoras, revolucionarias, reformadoras. Pero quienes nos rodeaban estaban por lo menos cincuenta años atrás”.

    En el otro ensayo que le dedicó, Impressions of Sir Leslie Stephen, escrito en 1906, dos años después de la muerte del padre, Virginia describe otros aspectos de su personalidad. Recordó cómo los entretenía a todos durante una hora y media cada noche. Dibujaba animales, recortaba con tijeras y, cuando tuvieron un poco más de edad, les leía en voz alta. Fueron muchos años de lectura. Terminaban colecciones enteras de autores y volvían a empezar. Al terminar la lectura de un libro, cada niño debía decir qué personaje le gustaba más y por qué. El padre tenía una extraordinaria memoria para la poesía; podía retener un poema con una sola lectura. Leía William Wordsworth, Alfred Tennyson, John Keats, John Milton y Matthew Arnold. Se sabía parte de la obra de Rudyard Kipling de memoria. De los anteriores, su preferido era Milton. Amaba especialmente On the Morning of Christ´s Nativity y lo recitaba todas las Navidades. Ese fue el último poema que quiso decir la última Navidad antes de morir; se acordaba las palabras pero estaba demasiado débil para decirlas.

    Dice Virginia:
    “No le gustaba en absoluto leer poemas de un libro, y si no podía decirlos de memoria en general se negaba a recitarlos. Su forma de recitar, o como se le quiera llamar, ganaba muchísimo de ese hecho, porque mientras se recostaba hacia atrás en su silla y nombraba las preciosas palabras con los ojos cerrados, sentíamos que no solo estaba diciendo a Tennyson o Wordsworth sino también lo que él sentía y sabía. Por eso, muchos de los grandes poemas ingleses ahora son para mí inseparables de mi padre; escucho en ellos no solo su voz, sino de alguna manera su enseñanza y sus creencias”.

     

    Jorge Manrique

    Las Coplas a la muerte de su padre, de Jorge Manrique —una de las obras más importantes de la literatura española— fueron escritas después del 11 de noviembre de 1476, cuando murió Rodrigo Manrique. El principio es harto conocido (“Recuerde el alma dormida/ avive el seso y despierte/ contemplando/ cómo se pasa la vida/ cómo se viene la muerte”), pero hacia el final Don Rodrigo contesta a la muerte. Estas son las últimas tres coplas de esta obra, que, entre otros, cantó Paco de Lucía.

    “No tengamos tiempo ya
    en esta vida mezquina
    por tal modo,
    que mi voluntad está
    conforme con la divina
    para todo.
    Y consiento en mi morir
    con voluntad placentera,
    clara y pura,
    que querer hombre vivir
    cuando Dios quiere que muera,
    es locura.

    Tú que por nuestra maldad
    tomaste forma servil
    y bajo nombre;
    Tú que en tu divinidad
    juntaste cosa tan vil
    como es el hombre;
    Tú que tan grandes tormentos
    sufriste sin resistencia
    en tu persona,
    no por mis merecimientos,
    mas por tu sola clemencia,
    me perdona.

    Así, con tal entender,
    todos sentidos humanos
    conservados,
    cercado de su mujer,
    Y de sus hijos y hermanos
    y criados,
    dio el alma a quien se la dio,
    el cual la ponga en el cielo
    y en su gloria,
    y aunque la vida perdió,
    dejónos harto consuelo
    su memoria.

    George Graham con su familia. Foto: PA Archive, Press Association Images

    Nick Hornby

    Nick Hornby (escritor británico nacido en 1957) se recuerda como “un jovencito agrio”, que estaba “siempre a la defensiva”, que le encantaba “discutir con quien fuera” y, por eso, dice, le gustaba el Arsenal. Su padre, en cambio, era hincha del Chelsea, un equipo que el autor define como “extravagante, imprevisible” y no “muy de fiar”, características que de alguna manera también definían a su padre, un hombre al que le gustaban “las camisas de color rosa y las corbatas de efectos teatrales”. “Creo que muchas veces pensé que no le hubiese venido nada mal un poquito más de coherencia”, escribe en su libro Fiebre en las gradas, en un texto que dedica al partido que disputaron en enero de 1972 Chelsea y Tottenham.
    “La paternidad, como diría George Graham, es una maratón, no una carrera. Fuera cual fuese la razón, era patente que a mi padre le gustaba ir a ver al Chelsea mucho más que nuestros viajes a Highbury”, dice, antes de explicar por qué: “La gente que se veía por Chelsea en aquellos tiempos era gente muy consciente de estar en el centro del universo. El fútbol era un deporte de moda, y los jóvenes ejecutivos que animaban a los azules eran gratos de ver”. Eso no era lo que Hornby hijo buscaba en el fútbol, y lo dice con todas las letras. “El arsenal y su barrio eran para mí mucho más exóticos que todo lo que llegase a ver por los alrededores de King’s Road (…). Todas las apacibles calles en pendiente que había por los alrededores de Highbury y de Finsbury Park, todos los amargados y sin embargo leales vendedores de coches de segunda mano… aquello sí que era exótico de verdad, el Londres que un chaval del valle del Támesis nunca podría haber visto por sí mismo, por mucho que fuera al cine Casino a ver películas en Cinerama. Mi padre y yo buscábamos cosas muy distintas. Cuando él empezaba a desear una parte al menos de todo lo que se ventilaba en Chelsea (y también cuando por primera vez en toda su vida parecía capaz de permitirse el lujo), yo me moría de ganas por salir corriendo en sentido opuesto”.