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    Pongámoslo así - Editorial

    El domingo 14 de febrero de este año hice un viaje que no fue cualquiera, como seguro no lo es para ninguna persona atenta a la historia del siglo XX: cerca de las 11 de la mañana, el avión de Copa en el que iba aterrizó en el aeropuerto José Martí de La Habana.

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    El momento no era cualquiera, tampoco: hacía menos de 24 horas allí mismo, en esa terminal aérea, y por primera vez en mil años, el jefe de la Iglesia católica y el de la ortodoxa rusa se encontraban y conversaban con el fin de estrechar sus vínculos y unirse en la prédica contra el terrorismo y el extremismo islámico. Un mes después, el mundo vería asombrado cómo en esa misma pista emergía del Air Force One, bajo un paraguas, el primer presidente norteamericano en llegar a la isla en más de 80 años y, desde luego, el primero desde 1959, cuando triunfó la revolución. Y unos pocos días después de eso, creyéndolo menos aún, el mundo vería a los legendarios Rolling Stones bajar también en ese lugar de un avión privado que en su panza decía “Miami” no sé qué.

    No es que a nadie más que a mí le importara mucho, pero este aterrizaje del 14 de febrero, era también un momento histórico personal: 31 años menos un día atrás, el 15 de febrero de 1985 había llegado a La Habana por primera vez. Como habrán notado si se atienden las fechas, debí salir por Buenos Aires —donde la democracia estaba instalada hacía 14 meses y había relaciones diplomáticas con Cuba— hacia un mundo que, para los crecidos en dictadura era las antípodas, donde había prosperado todo de lo que los militares proclamaban que nos habían salvado. Esto último, por supuesto y ya de entrada, en aquella época te generaba una simpatía a priori, esto es, si los militares eran los malos y nos decían que estos (Cuba, Fidel y todo lo demás) eran el diablo, entonces para nosotros eran los buenos. Con ese espíritu lúdico y transgresor para mí tomé el trato desdeñoso de las azafatas de Cubana, que te tiraban la comida en la bandeja y ni se preocupaban en ser amables (era la dignidad revolucionaria, me decía yo), además de que como protofeminista de entonces me gustaba que fueran negras y gordas (eso sí que era revolucionario). La pobreza del aeropuerto, la ausencia de publicidad, el hecho de que todos los carteles que crucé desde el aeropuerto hasta la que hasta hoy considero mi casa, en el barrio de El Vedado, fueran enormes imágenes de Fidel o del Che a veces junto a Martí con frases como “Hasta la victoria siempre” o “No pasarán” o la de Martí “Conozco al monstruo porque viví en sus entrañas” (el monstruo, obviamente, eran los Estados Unidos), me generaban intensas emociones entre el asombro y el entusiasmo ante los tres meses que allí me esperaban junto a colegas de toda América Latina conviviendo en el Instituto Internacional de Periodismo José Martí. Tenía 21 años y, por supuesto, esos tres meses resultaron inolvidables. Vimos a Fidel, tomamos yogur con ron con Pedro Castro (el hermano de Fidel recientemente fallecido, que llevaba adelante “un emprendimiento lechero”), un día de lluvia vino Pablo Milanés a cantarnos un rato para entretenernos, nos alegramos un poco de más en la Santa Cruz del Norte (donde está la fábrica de Havana Club), hasta nos regalaron trocitos de paracaídas de los invasores en Playa Girón. Vimos con asombro y aun algún gesto automático de miedo, cómo las novias, con traje y todo, se iban a hacer las fotos para el álbum al Parque Lenin, junto a su estatua principal. Mi colega uruguayo y yo brindamos el 1º de marzo en el bar Las Cañitas del hotel Habana Libre por el retorno a la democracia en nuestro país, parte de cuyos actos oficiales la televisión cubana había transmitido en directo desde Montevideo y hasta fuimos en una camioneta sin vista al exterior hasta el refugio clandestino de parte de la dirigencia montonera a tomar mate con ellos.

    ¿Qué más podíamos pedir para recibirnos de intrépidos internacionales? Acá en Montevideo habíamos cubierto el acto del Obelisco, el retorno de Zitarrosa, el de los hijos de los exiliados y un montón de marchas de protesta por 18 de Julio. Aquello era la gloria para un periodista, aunque también para cualquiera de nuestra época que mirara un poco alrededor.

    Los años después te van diciendo —y supongo que uno los escucha si quiere— que el mundo, ni nada, es tan así de lineal. Una pena. Y entonces muchas cosas sucedieron en el mundo, y si suceden en el mundo, en Cuba se notan al extremo por un montón de motivos. Pero el principal para ellos fue que el Muro de Berlín cayó, y había mucha gente atrás esperando para traspasarlo, y la Unión Soviética como se la conoció por más de 70 años desapareció consumida en instantes por la evidencia de su sociopolítica artificial. Y cuando en Cuba apareció el primer tímido soplidito llegado de aquella avalancha de renovación en Europa del Este fue diligentemente sofocado por el mismísimo líder máximo con un montón de fusilamientos de los principales líderes militares, incluido el más popular, Armando Ochoa. Todos fueron al paredón que se creía olvidado desde los tiempos del Che, en los 60, cuando tantos marcharon a La Cabaña, donde tenían lugar las ejecuciones. La revolución se mantuvo más fuerte que nunca, pero los fondos soviéticos que sostenían aquel bienestar de los 80 se terminaron y emergió la verdad para quienes aún no la habían querido ver: todas aquellas cifras de superproductividad eran mentiras, los países amigos compraban las mercancías a precios de oro y les regalaban el petróleo. Sin aquellos comercios artificiales más los regalitos, las penurias no demoraron en llegar. Los cubanos pasaron mucha hambre, penurias y la represión, ante la posibilidad de una explosión masiva, se endureció. De entonces es la masificación de las balsas. Como suele decirse, muchos cubanos preferían correr el riesgo de que se los comieran los tiburones antes que permanecer en aquel infierno. Era mediados de los 90 y ya hacía rato que no se invitaban periodistas a comprobar las maravillas de hacer la revolución.

    Con un pasaje pagado por mí misma, en medio de aquella desolación volví a La Habana en una especie de segundo tiempo personal, a mediados de febrero de 1994. Estaba preparando mi libro de entrevistas a mujeres latinoamericanas y quería incluir a tres cubanas que vivían en la isla. El aeropuerto estaba más pobre que nunca, los carteles eran cada vez más elocuentes sobre la necesidad del compromiso revolucionario, la que considero mi casa en El Vedado parecía la de “El otoño del patriarca”, abandonada, con el jardín hecho una selva, invadida por la mugre y con la puerta principal semiabierta, el cartel que indicaba que era el Instituto José Martí roto y escorado. Uno solo podía llorar de nostalgia, aunque para los cubanos que peleaban el día entero por conseguir un plato de arroz resultara una tilinguería. Pero las penas son las de cada uno y para mi generación, al menos la de los que habíamos creído en algunas cosas y ya creíamos tener muchas evidencias de que el credo no coincidía con la realidad, resultaba duro terminar de asumirlo. Si uno quería, de todas maneras, se la pasaba bomba igual: la música salía con fuerza de las ventanas ajadas de Centro Habana, uno miraba con complicidad y admiración aquellas espumaderas direccionadas y atadas con alambre en las azoteas para captar señales de radio y tv de Miami. Y, por supuesto, siempre se podía tomar unos rones en el Floridita. Pero las jineteras rompían los ojos, por más prorrevolucionario que uno fuera, la basura desbordaba cualquier tamaño de contenedor, los ascensores eran parte de los decorados porque la luz y el agua eran lujos que se regalaban de vez en cuando, salvo en los grandes hoteles que ya surgían en Varadero (gracias a las inversiones españolas y la voracidad sexual de los italianos que los colmaban) o en la propia Habana se renovaban con euros.

    Con el nuevo milenio llegó Chávez y las cosas volvieron a mejorar, aunque nadie fue más el mismo en aquella isla. Quedó claro que aquello de abolir las clases ni siquiera se disimulaba y unos eran mucho más iguales que otros, y unos viajaban y otros no; y unos usaban ropa de marca internacional y otros no; y unos vivían en el carrasquense Miramar y otros seguían en los ajados edificios de Centro Habana y del antes privilegiado Vedado, pero como ya no hubo plata para tanto privilegio entonces el Vedado también se fue convirtiendo en centrohabanero, esto es, lo que se igualó, se igualó para abajo, salvo para la elite comunista (lo más chic que se puede pedir: vivir en el lujo pero proclamando el odio al capitalismo y la solidaridad con los más desfavorecidos del mundo).

    Chávez fue mortal y como al menos con su enfermedad dio más tiempo que la Unión Soviética, hubo que mirar para otro lado: todos los motivos condujeron hacia lo impensable, el mismísimo Imperio. Y aquí estamos hoy: restableciendo relaciones en diciembre de 2014 luego de un proceso secretísimo de dos años, con casi todos los gobiernos latinoamericanos llegados al poder habiendo aprendido de Cuba el discurso de repudio al Imperio (con matices, para no ser suicidas) sorprendidos de cómo los dejaban en orsay.

    Bueno, así fue cómo aterricé en La Habana el 14 de febrero pasado.

    Lo que pasó en esos días espero poder contarlo más adelante. También tiene lo suyo.