El camarógrafo y realizador Julio Sonino, radicado en Miami, sale al escenario, de traje y corbata, y Jorge Nasser, sentado en la platea del Auditorio, susurra a su mujer: “¿Qué hace este acá, si vive en Estados Unidos?”. El hombre de traje azul habla de una película que está preparando que se llamará El camino de siempre, mientras las pantallas muestran imágenes de Nasser tocando su guitarra y cantando, a bordo de un deportivo descapotable. El filme narrará un viaje desde Miami hasta Nashville por la ruta del blues y el jazz que Nasser hizo para cumplir una promesa a un amigo, luego de superar una dolencia de columna que lo afectó en 2011 y 2012 y comprometió su médula espinal y casi lo deja inválido. La esposa no dice nada y Sonino anuncia que el premio Graffiti 2016 a la Trayectoria es para “mi amigo George, mi compañero de camino Jorge Nasser”. El cantautor mira a su señora, verdaderamente sorprendido, y le dice: “¡Qué hijos de puta!”. Sube al estrado y agradece: “Esta película fue hecha entre amigos, como todo lo que hice en mi carrera. Entre amigos hicimos Níquel, entre amigos fuimos sumando apertura de cabeza en la música uruguaya. Este premio está creciendo, hay muchos músicos jóvenes que se suenan todo, bien formados y muy inspirados. Estoy muy orgulloso de la música uruguaya. Muchas gracias”. De inmediato la banda Boomerang toca Nancy y Sid, un clásico de Níquel con interpretación impecable de Gonzalo Zipitría, con el bajista de Níquel, Pablo Dana, como invitado, y los tres hijos de Nasser en escena: Francisco (tecladista de No Te Va Gustar), el adolescente Simón y Martín, de nueve años. Nasser disfruta bailando a un costado, hasta que no puede contener las ganas y termina coreando Playa honda junto a su prole, mientras Francisco hilvana los leitmotiv de grandes éxitos de su papá como Candombe de la Aduana, Amo este lugar y Gusano loco.
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—Mi abuela era payadora amateur, agarraba la guitarra y cantaba payadas y milongas. Vivía en la zona de chacras de la periferia de Las Piedras. En mis visitas a su casa me impregnaba de ese ambiente rural. Siempre había alguien tocando valses, polkas y pericones en el bandoneón y gente bailando. A los seis años mi madre me regaló una guitarra y me puso a estudiar con la clásica maestra de barrio. Era la época del boom de Zitarrosa y de la música beat. Después no paré más.
—¿Por qué se fue a vivir a Buenos Aires a fines de los 70?
—Para huir de una realidad deprimente y peligrosa. En Buenos Aires no me conocía nadie y me pude mezclar entre la multitud. Buscaba escaparme de esta pálida porque podía caer preso por haber militado en el Liceo Miranda. Tenía una formación obrerista, digamos, existía un orgullo de clase obrera en mi casa, se leía El Popular. Tenía 19 años.
—Era el mismo, su primer disco, de 1985 (Sondor), ahora publicado en Spotify, remite a algo previo…
—Cuando salió yo ya no era un pibe. El productor de ese álbum fue Jaime Roos y se grabó con sus músicos. Lo de Níquel fue tan fuerte que yo mismo puse un manto sobre esa prehistoria. El título denota que ya había tenido muchas encarnaciones antes de llegar a ser músico. Siento que en ese disco aún no había encontrado mi voz. Pero bueno, hay álbumes debut que son rutilantes. Este no es el caso, desde el punto de vista performático, porque las composiciones sí creo que están muy buenas.
—¿Ahí está la razón de por qué este disco no está presente en su carrera?
—Claro, yo no lo defendía. Es como un hijo no reconocido. Pero ahora sí, en el show Nasser 3.0 (editado en un CD doble) le di el apellido y puse la canción Era el mismo al inicio. La idea es remasterizarlo y reeditarlo. Participé muy poco del álbum. Fui y presté mi voz y toqué la viola, pero todo lo demás lo hacía Jaime. Después me convertí en el bajista de Jaime.
—Después viene Níquel. Ha dicho que el boom del rock del 85 no fue tan grande ni el bajón que vino después fue tan bajón…
—Se había perdido ese carácter de movimiento porque habían desaparecido los festivales. Y nosotros convocábamos tanta gente como los festivales, o más.
—Se podría decir que Níquel fue un movimiento en sí mismo.
—Eso decilo vos (ríe). Pero algo de eso hay, sí. Fue un movimiento medio centrífugo. Más allá de los peajes que te cobran, de lo que se dice y de las historias oficiales o no, Níquel fue un grupo tremendamente más masivo que los anteriores. Antes costaba mucho armar toques y giras. Para nosotros, el teléfono no paraba de sonar. Creo que conectamos con la década de los 90 y fuimos la banda de sonido de esos años.
—¿Cuánto tuvo que ver Candombe de la Aduana?
—Mucho. Cantábamos a tres voces, con un sonido muy cercano al rock americano de esos años, con todo el blues y nuestro reconocimiento del rock de los 70 como herencia directa. Cuando hacíamos Milonga de pelo largo muchos pensaban que era un tema mío, me felicitaban. Por lo general tienen que pasar 20 años para mirar los hechos desde otro lugar.
—Siempre cultivó una presencia de rock star, con especial cuidado en su vestuario, discurso, imagen…
—(Piensa) Alguien tenía que hacerlo… y yo estaba disponible. Pero no era algo craneado. No adoraba a Joy Division para vestirme de negro; adoraba a Jimi Hendrix, y si adorás a Hendrix, te ponés una camisa con volados. El rock estaba claro. Con todo el respeto a todas las músicas, hay cosas que son la aristocracia del rock y otras, el subproducto. Hay condados y está el reino. Bueno, en el reino, los reyes antiguos a los que yo veneraba se vestían así.
—Y Stevie Ray Vaughan era el Príncipe…
—Y… ese príncipe fue quien trajo todo eso de vuelta. Y los Black Crows, Tom Petty, y Lou Reed con el disco New York. Nosotros veníamos torciendo hacia B-52’s, Talking Heads, bandas muy mentales. Creo que la vestimenta era coherente con esa música.
—¿El interior inclinó la balanza para alcanzar la masividad?
—Supongo que sí. Siempre toqué en todo el país: como bajista de Jaime, con Níquel y mucho más como solista. Níquel era masivo en las plazas. Las muchedumbres que se juntaban eran importantes y uno quedaba medio de flash. No teníamos agente ni representante ni existía Facebook. Níquel fue un éxito silvestre, con el diario del lunes, obvio. Porque ahora el éxito se diseña. En aquella época no se hacía casi nada. No se vendían discos en el interior, el vinilo estaba muerto y el CD aún no había explotado, había solo casetes. Era todo a huevo.
—¿Cómo tomaban las críticas que generaban jugadas como Níquel sinfónico, que desataron aquel famoso incidente en un estudio radial?
—Fue muy paradójico. Casi nadie estaba preparado. Ni siquiera nosotros estábamos listos para ese crecimiento exponencial. Tampoco lo estaban aquellos a quienes no les gustaba nuestro éxito para poderlo canalizar de una forma civilizada.
—Los géneros musicales eran más rígidos que hoy…
—Claro, las bandas y los estilos confrontaban más. Cuando invitamos al Sabalero a cantar en Níquel Sinfónico frente a 6.000 personas en el Teatro de Verano, hubo gente que chifló… ¿Entendés? O sea, vos sí, pero este cantopopu no. Por eso cuando me preguntan por la salud del rock siempre digo que más allá de algunos vacíos existenciales, todo está mucho mejor. Básicamente, teníamos razón nosotros, los que nos gustaba fumar porro, escuchar rock y al mismo tiempo algo bizarro de cumbia, los que promovíamos una cultura de la liberación mental de la gente joven, lo que en Argentina se llama “cultura rock”. Eso se lo debo a haber trabajado en Buenos Aires en (la revista) El expreso imaginario, donde pude entrevistar a capos como Paco de Lucía, Gilberto Gil o Raúl Porchetto. En esa época, oír música tildada “de viejos” te hacía ver como un extraterrestre, y para algunos eso era intolerable. Popularizar el rock fue una de mis banderas. Hoy la juventud dispone de muchas variantes de música tropical, desde la plena a la cumbia pop o cheta, y hacer rock es mucho más divertido y saludable que antes. No es tan tóxico el ambiente. El público tiene otra libertad para escuchar. Está buenísimo.
—Fueron protagonistas de esa evolución…
—Así como Los Estómagos fueron un montón de cosas en los 80, Níquel lo fue en los 90 y agregó otras cosas al panorama. Demostró que el rock podía gustar a nivel masivo, que podían ir mujeres jóvenes solas a los shows y quizá los padres también podían sumarse. El primer grupo de rock con familias en la platea fue Níquel.
—La canción Amo este lugar, de Níquel, ¿puede ser el primer mojón de su viraje al folclore y a la milonga?
—En 1995 produje el disco Milonga igual, del Cuarteto Zitarrosa y conocí a Toto Méndez. De a poco me fui familiarizando con el sonido de la guitarra criolla, y luego me empezó a pegar fuerte el deterioro social que desembocó en la crisis de 2002. Esa canción puede ser una punta de lanza, muy distinta a lo que venía haciendo. La primera versión de la letra decía “creo que amo y odio este lugar” y tengo una versión por ahí guardada que algún día se conocerá. Pero después pensé que amor y odio son bastante parecidos, y la letra contenía abundante crítica. Por eso me decidí por “amo”. Decir que pese a todo estaba bueno ser uruguayo era casi una herejía. Y con Níquel tratamos de cerrar alguna herida, reparar el discurso con temas como aquella versión en modo blues ballad de Palabras para Julia, de Paco Ibáñez.
—Que se la pudo cantar en persona, en el estudio de canal 10…
—Sí, en Caleidoscopio. Teníamos un miedo bárbaro (con el guitarrista Pablo Faragó), no sabíamos cómo iba a reaccionar, porque Paco tenía el antecedente de la piñata en CX 30. ¡Él fue el primero, yo el segundo! (risas).
—¿Cómo fue dar ese golpe de timón a su carrera?
—No lo pensé demasiado. Hice lo que tenía ganas. Siempre, toda la vida. Hoy fui a una radio a tocar unos temas en homenaje a Paco Ibáñez, pero quería sonar en plan Hendrix. Entonces llevé mi pedal Octavia, con un sonido diseñado por Roger Mayer a pedido del propio Hendrix. No es que yo me puse a tocar la milonga a mi manera, sino que me traje a los milongueros como Toto Méndez conmigo, y compuse con y para ellos. Como songwritter me puse a su disposición. El folclore me gustaba desde niño, solo que tocaba rock. A todos lados donde fui, salí con una Stratocaster y volví con una criolla. Y siempre le hice caso a mi instinto. Cuanto más híbrido y más intrigante, mejor, sea rock o sea folclore.
—¿Hubo una motivación comercial en ese viraje?
—No, en absoluto. De hecho, mi primer álbum milonguero, Efectos personales, fue con Níquel aún armado. No tenía idea de que Luchadores en lodo iba a ser un éxito radial de esas dimensiones. Lo que siempre busqué como artista ha sido conectar con la gente. Cuando hice Carritos de mi ciudad, en 2004, grabamos el clip en una usina de basura. Me presenté ante los que estaban entre la basura y les pedí permiso para grabar con ellos. Al final terminaron aplaudiendo. Como decía John Lennon, escribo para alguien en alguna parte.
—¿Siente que se ha ganado el respeto de quienes en algún momento dudaron de su honestidad artística?
—Seguramente que sí. Los años ayudan bastante, disminuyen el grado de beligerancia y aportan comprensión. Aparte, cuando vos sufrís y te levantás, generás empatía, esa que quise evitar no difundiendo la enfermedad que padecí. Me corrí del centro de la jugada, como le pasó a Jaime, a Rada, a Cabrera. Al final de todo, lo que hace que la gente se conecte conmigo es mi música.
—¿Por qué prefirió mantener en reserva su enfermedad y su operación?
—Había quienes querían hacer un concierto para recaudar fondos, pero creí que no estaba bueno dar ese mensaje. Siempre pensaba que había heredado la genética de mi viejo, que siempre fue fuerte como un roble. Pero salí a mi vieja, y lo peor es que la enfermedad no me avisó. De golpe me vi metido en un túnel muy oscuro y sin salida. Empezó con dormideras y dolores de espalda, pronto era una hernia de disco y luego en múltiples hernias de disco. ¡Más o menos tenía una hernia por cada disco grabado! (ríe)
—¿Hizo conciertos en esas condiciones?
—Una vez que se me instaló el dolor, nunca me abandonó. Lo tengo todavía, es crónico. Me duele desde que me levanto hasta que me acuesto. Ahora mismo me duele, pero ya me acostumbré. Pero al principio es un shock, por el dolor y por la incertidumbre de cuánto va a durar. Cuando vivís una situación límite no tenés la capacidad de encontrarle la vuelta. No sabés qué es bueno y qué es malo.
—Cuando se sale de un trance como ese, ¿la ansiedad puede generar sobreproducción?
—110 por ciento. Estás hablando de mí. Apenas estuve bien, saqué un disco doble llamado Pequeños milagros, que fue mi vehículo de salida de esa situación límite. Puse todo lo que tenía en un disco. Fue una terapia. Saqué todo lo que tenía, limpié los estantes. No quedó nada. Ya había empezado a perder peso en el quirófano. Muchas cosas quedaron ahí en la sala de operaciones. Todo esto me sirvió para hermanarme con los que están sumidos en el verdadero dolor. No el dolor ficcional de que no saliste en un afiche, o de que no te reconocieron lo crack que sos, o los problemas que tenés por la plata. Hay otro círculo, que es el de las personas que padecen, el mundo de los enfermos. Ahora vivo el momento, mis planes a largo plazo son de 24 o 48 horas.
Vida Cultural
2016-09-15T00:00:00
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