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    ¿Cómo olvidar el rostro de Scarlett O’Hara?

    Ante el centenario del nacimiento de Vivien Leigh (1913-1967)

    Algunos dicen con sobrada razón que fue el rostro más fotogénico de la historia del cine. Puede que solamente Elizabeth Taylor la alcanzara, pero Vivien Leigh no solo tenía una cara bonita, expresiva y fácil de fotografiar. Era también una buena actriz, fogueada en el teatro shakespeareano, casada con el eminente Laurence Olivier, acostumbrada a papeles difíciles y a hazañas actorales como alternar noche a noche su rol de Cleopatra en las obras “Antonio y Cleopatra” de Shakespeare y “César y Cleopatra” de George Bernard Shaw junto a su marido (1951). Fue estrella del Old Vic (el grupo teatral más prestigioso de Inglaterra) y con él arribó a nuestras costas allá por 1962, mientras el cine Metro reponía Lo que el viento se llevó y ella actuaba en el Solís haciendo la Viola de “Noche de reyes”, la Margarita Gauthier de “La dama de las camelias” y varios papeles en el espectáculo “Grandes escenas de Shakespeare”, entre ellos Catalina en “La fierecilla domada”, Portia en “El mercader de Venecia”, Hermia en “Sueño de una noche de verano” y una memorable lady Macbeth. Tenía entonces 48 años y parecía una jovencita.

    Claro que por estos lados, aunque tuvimos ese fugaz privilegio, Vivien Leigh era más conocida por su carrera cinematográfica, que no fue abundante pero sí importante al punto de ganar dos Oscar de la Academia por sus dos únicas nominaciones: en 1939 por Lo que el viento se llevó y en 1951 por Un tranvía llamado Deseo. Si no hizo más películas fue porque prefirió consagrarse a su carrera teatral y porque el productor David O. Selznick, dueño de su contrato, no estaba dispuesto a prestar a su máxima estrella así nomás. Ella era además temperamental y sufría de síndrome maníaco-depresivo, lo que arruinó su matrimonio con Olivier, perjudicó su carrera y la precipitó al alcohol y a las drogas. El rostro más fotogénico del cine falleció de tuberculosis en 1967, con apenas 53 años.

    Nacida en Darjeeling (India) el 5 de noviembre de 1913, Vivian Mary Hartley era hija de un próspero comerciante británico que hacía buenos negocios en las colonias y optó por quedarse allí a causa del estallido de la I Guerra Mundial. Su madre la llevó a los seis años a Inglaterra para educarse en un colegio de monjas donde su mejor amiga fue Maureen O’Sullivan, luego famosa como la Jane de las películas de Tarzán y por ser madre de Mia Farrow. Con la idea de ser actriz, a los 19 años se casó con el abogado Herbert Leigh y en 1933 nació su única hija Suzanne. Gracias a su rostro agraciado no le fue difícil conseguir papeles en el cine, por lo que en 1935 ya actuaba en películas británicas con el nombre ligeramente modificado (Vivien en lugar de Vivian) y el apellido de casada Leigh, mientras su amiga se había hecho camino en Hollywood junto a Johnny Weissmuller en los estudios MGM.

    El actor más excitante en esos momentos era Laurence Olivier, y ella tenía un papel menor en Fuego sobre Inglaterra (1937) donde él actuaba. Se enamoraron y pasaron a vivir juntos a pesar de estar casados (él con la actriz Jill Esmond). Luego de aparecer ambos en Tres semanas juntos (1937) y ella en un par de películas ya en roles coprotagónicos (Calles de Londres, con Rex Harrison y Charles Laughton; Un yanqui en Oxford, con Robert Taylor, las dos de 1938), Vivien acompaña a Olivier a Hollywood donde éste debía interpretar a Heathcliff en Cumbres borrascosas (1939) de William Wyler, sobre novela de Emily Brontë. Era un papel muy importante en una película de prestigio, y aunque Olivier no manifestara entusiasmo por el cine es obvio que aprendió a estimarlo gracias al maestro Wyler, quien le había ofrecido a Vivien el papel menor de Isabella. Ella se negó y dijo que prefería el protagónico de Cathy, a cargo de Merle Oberon. Wyler le dijo que estaba loca al rechazar semejante oportunidad y que nunca tendría otra mejor en Hollywood. Estaba realmente muy equivocado.

    “Te presento a Scarlett O’Hara”

    Si Vivien Leigh estaba o no segura de obtener un papel mejor es algo que pertenece al reino de las coincidencias. David O. Selznick ya había comenzado el rodaje de Lo que el viento se llevó sin tener aún elegida a la protagonista del filme. Había pagado 50.000 dólares por los derechos de la novela, había obtenido de su suegro Louis B. Mayer la cesión de Clark Gable para el papel de Rhett Butler más un millón de dólares (mucho dinero en 1939) a cambio de los derechos de distribución de la película por parte de la MGM, pero su enorme y larga campaña de un año para cubrir el rol de Scarlett O’Hara había sido inútil. Joan Crawford, Paulette Goddard, Katharine Hepburn y una docena de famosas actrices ávidas por obtener el papel no habían dado el tono justo. Selznick estaba quemando los escenarios de King Kong para simular el incendio de Atlanta cuando su hermano Myron le toca el hombro y le dice: “Te presento a Scarlett O’Hara”. David se da vuelta y se da cara a cara con el luminoso rostro de Vivien Leigh. El flechazo fue inmediato.

    A pesar de que ella ya había hecho pruebas e incluso se revisó su actuación en Un yanqui en Oxford, recién ahí, entre los fulgores rojizos del incendio, apareció la Scarlett ideal. Su acento británico hubo que educarlo para que pareciera sureño, pero el Technicolor ensalzaba su belleza, sus sugestivos ojos verdes lucían como nunca, el característico gesto de levantar la ceja derecha le daba personalidad y su juvenil presencia (tenía 26 años y debía representar a una mujer entre los 18 y los 32) le permitía transitar cómodamente desde la caprichosa niña mimada del principio hasta la vengativa y calculadora southern belle de la segunda parte. Con una cuota de pantalla casi absoluta durante los 220 minutos de metraje, ese papel monumental en la película más famosa y más vista en la historia del cine bastaría para recordarla para siempre. Ganó el Oscar, por supuesto, y Selznick debió prestarla a la MGM para El puente de Waterloo (1940, con Robert Taylor) porque se negó a darle el papel de Rebeca donde trabajaba Laurence Olivier, la dirigía Alfred Hitchcock y ganó el Oscar en 1940. Según dijo, ese papel de muchacha apocada y sin gracia no estaba acorde con la imagen de Scarlett. Joan Fontaine se llevó el protagónico y obtuvo desde allí un perdurable estrellato con Oscar incluido (por La sospecha, 1941, también de Hitchcock).

    Una carrera irregular

    Estallada la II Guerra Mundial y con Londres bajo las bombas alemanas, muchas películas británicas se filmaban en Hollywood, y así fue que el productor Alexander Korda llegó para reunir a la pareja más fotogénica del momento en un romance histórico que sirviera a su vez de propaganda al castigado Imperio Británico. Lady Hamilton mostraba el famoso y trágico romance entre el héroe de Trafalgar, Lord Nelson (Olivier) y la mujer que se convirtió en su amante desafiando los códigos morales de la época, Emma Hamilton, “la divina dama” (Leigh, haciendo justicia al papel). La película fue un éxito y las últimas palabras salidas de la boca de una protagonista avejentada y alcohólica, vencida por su tragedia (“No hay entonces, no hay después”) resultaron inolvidables.

    Pero Larry y Vivien no estaban dispuestos a seguir el ejemplo de aquella famosa y desgraciada pareja, por lo que ambos obtuvieron el divorcio de sus respectivos cónyuges y se casaron el 31 de agosto de 1940 con Katharine Hepburn como dama de honor (todavía no había conocido a Spencer Tracy, con el cual nunca se casó). Y se fueron a Londres a pesar de las bombas para actuar en teatro. Él fue su maestro (y qué maestro) para que ella se familiarizara con Shakespeare y se convirtiera en una aceptable y luego excelente actriz teatral. Selznick la prestaba solamente para producciones británicas y gracias a ello apareció en las películas César y Cleopatra (1946, con Claude Rains, Stewart Granger, sobre la obra de Bernard Shaw) y en Ana Karenina (1948, con Ralph Richardson y Kieron Moore, sobre la novela de Tolstoi que Greta Garbo había hecho apenas 13 años atrás). Pero cuando Olivier hizo su obra maestra Hamlet (1948) no la quiso como Ofelia (tenía 35 años) y prefirió a la juvenil Jean Simmons, lo que a Vivien no le agradó. El filme ganó el Oscar de ese año y Larry se llevó el suyo como mejor actor. Ahora, la pareja ya podía festejar su éxito sin temor a rivalidades. Pero no todo estaba tan bien como parecía.

    Blanche y un nuevo

    Oscar

    En 1949 Vivien estrenó en la escena británica el papel de Blanche DuBois en Un tranvía llamado Deseo, dirigida por Olivier, lo que resultó, como era de esperar, un éxito clamoroso. Pero esa intensa actividad teatral estaba comenzando a afectar su salud. Ya había sufrido dos abortos y la relación con su marido estaba deteriorada. Su conducta bipolar la llevaba a cometer indiscreciones (un romance con Peter Finch, a sabiendas de todo el mundo) y la única solución que veía Olivier era hacerla trabajar sin parar. Por eso cuando fue a Hollywood en 1950 para filmar con su amigo Wyler Destino de dos vidas (que se estrenó empero en 1952), tenía la secreta intención de que Vivien apareciera en la versión fílmica de Un tranvía llamado Deseo que estaba preparando Elia Kazan. Cuando Olivia de Havilland rechazó el papel, Kazan se inclinó por Vivien, pero Selznick no la prestaba. Como Ginger Rogers había abandonado Destino de dos vidas porque su autor Theodore Dreiser era comunista, Jennifer Jones, esposa de Selznick, entró a formar parte del proyecto. Ahora todo cerraba: si Selznick no autorizaba a Vivien a aparecer en el Tranvía, él no trabajaba con Jennifer Jones. Al final, todo salió bien y Vivien Leigh ganó su merecido segundo Oscar.

    Pero no pudo en cambio culminar la filmación de La furia de Ceylán, donde aparecía Peter Finch. En 1953 debió ser internada por problemas nerviosos y sustituida por Elizabeth Taylor. Recién volvió a filmar otra película en 1955 (El mar profundo y azul, sobre Terence Rattigan y producción una vez más de Alexander Korda), pero su carrera cinematográfica a los 42 años parecía terminada. El divorcio de Olivier era inevitable luego del éxito teatral de la comedia “The Sleeping Prince”, que el actor-director llevó al cine en 1957 como El príncipe y la corista pero asociado con Marilyn Monroe. Logró hacer otros dos filmes (Primavera romana en 1960, con Warren Beatty y tema de Tennessee Williams; La nave del mal en 1965, con gran elenco y dirección de Stanley Kramer), pero aquella belleza de otrora se había evaporado. Ya liberada del contrato con Selznick (fallecido en 1965), estaba viviendo con el actor John Merivale cuando una complicación pulmonar se la llevó el 8 de julio de 1967.

    En el recuerdo, Vivien Leigh será para siempre Scarlett O’Hara, aquella volcánica mujer sureña de sangre irlandesa que lograba sobrevivir a la Guerra de Secesión y pronunciaba aquellas famosas palabras que cerraban la primera parte de la película: “Juro por Dios que nunca volveré a pasar hambre, así tenga que mentir, robar, estafar o matar”, cosas que cumple puntualmente en la segunda parte pisoteando a medio mundo en su carrera hacia el dinero y el poder, a riesgo de quedarse sola y sin afectos. “A fin de cuentas, mañana será otro día” son las últimas palabras que culminan el largo y brillante folletín que la convirtiera en la estrella más importante de su época.

    Sin embargo, a pesar de ello, es opinión generalizada que fue la mejor Blanche DuBois de la historia. Tuvo ese par de papeles memorables en dos películas importantes, pero no hay que olvidar los otros: aquella inocente bailarina de El puente de Waterloo llevada a la tragedia y al suicidio, la “divina dama” que fuera amante de Lord Nelson, así como Cleopatra y Ana Karenina fueron todos personajes que, aún en una carrera escueta y mezquina, quedarán como ejemplos de una actriz cinematográfica de gran personalidad y presencia magnética, pero sobre todo de rostro luminoso y fotogenia sin igual. Tal como el cine requiere para pasar a la inmortalidad.

    Vida Cultural
    2013-04-04T00:00:00