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    “Diarios y cuadernos”, de Patricia Highsmith

    Un chico en el cuerpo de una chica
    POR

    Primero, el libro. Pesa más de un quilo y medio. Es un ladrillo de 1.251 páginas. Era lo más pesado, por lejos, que tenía en el bolso cuando me fui a Valizas. Los calzoncillos, las remeras, el short de baño y las medias, todos juntos, no competían. Mis hijos me decían: “¿Vas a leer eso?”. Si lo leés en posición horizontal, te deja una marca al poco rato. Es como tener un yunque sobre la barriga. Hay que maniobrar hacia un lado y hacia el otro con las muñecas para soportar su peso, para aligerarlo, para que no interfiera con la atención de la lectura. Un incordio, realmente. Con todo respeto a los responsables de Anagrama: hay que ser hijo de puta para editar estos diarios en un solo tomo. Así y todo me fui acostumbrando en los cuatro meses de convivencia a las marcas en la barriga, a su desmedido volumen en la mesa de luz, a los traslados, al daño que puede causar cuando aplasta algo, ¡al ruido que hace cuando se cae al piso! Y he de reconocer que lo prefiero a lo que sería una lectura mucho más ligera y confortable en un iPad, porque al fin y al cabo tiene lo que todavía debe tener un libro: presencia física.

    Ahora, la autora. Patricia Highsmith (1921-1995) fue una tremenda escritora de novelas y cuentos policiales. Más que policiales, sobre gente con ambigüedad moral, que es una posición en la que no pocas veces los humanos se encuentran a lo largo y ancho de la vida, como Tom Ripley, su principal álter ego, que tuvo en Alain Delon el primer rostro cinematográfico con A pleno sol, de René Clément, sobre la novela El talento de Mr. Ripley. Un poco aquello de que el homicida mata de una y el neurótico controla los impulsos. Bueno, en esa delgada línea entre el impulso controlado —como la civilización indica— y el impulso liberado —como la biología manda— se mueven los personajes de Highsmith.

    Sus novelas más conocidas —escribió más de 20— son Extraños en un tren (llevada al cine por Hitchcock y el despegue en su carrera literaria), El temblor de la falsificación, El diario de Edith, El amigo americano (llevada al cine por Wim Wenders), Crímenes imaginarios y Carol (llevada al cine por Todd Haynes). De sus varios libros de cuentos destacan Once (con un elogioso prólogo de Graham Greene), A merced del viento, Pequeños cuentos misóginos, Crímenes bestiales, Catástrofes, La casa negra.

    Tomemos, por ejemplo, el relato El botón, que se encuentra en Sirenas en el campo de golf. Un matrimonio tiene un hijo con síndrome de Down. El niño, que se llama Bertie, emite sonidos guturales y se aplasta la comida contra la oreja. Mientras los otros críos de su edad juegan y leen, Bertie permanece sentado, babeándose. Cuando sus padres salen con él por la calle, la gente desvía la mirada. La escritora se pone en la piel del padre, mejor dicho, en su ser más íntimo: sí, siente deseos de matar a Bertie. A partir de este tipo de frontalidades se sitúa la señora. Solo ella es capaz de dar forma a una historia así.

    Macabro no implica necesariamente ausente de humor, como ocurre con La corbata de Woodrow Wilson (incluido en A merced del viento). El asesino, que dicho sea de paso podría ser el cadete de cualquier oficina, se encierra por la noche en un museo de cera, liquida a los serenos y hace sus propias instalaciones: a un muñeco de cera lo sienta en el wáter del baño, mientras que a los cadáveres reales los distribuye entre las diferentes escenas dramáticas del museo. Cuando lee la crónica policial que da cuenta del horroroso hallazgo, el asesino se fastidia porque el periodista no ha resaltado la ironía y el fino humor de la jugada.

    Los animales, a quienes esta escritora aprecia bastante más que a los humanos, son los absolutos protagonistas de Crímenes bestiales. Puede tratarse de un caballo, de un perro, de un gato, de un camello, de una rata veneciana con cicatrices o de una cucaracha que frecuenta un hotel de huéspedes reventados. Ah, las cucarachas también son la maldición de un edificio de lujo, las responsables de echar a todos sus copropietarios, como en Problema en las Torres de Jade, de Catástrofes.

    Los Diarios y cuadernos hablan de la propia vida de Patricia Highsmith, de sus impulsos de catacumba, que aparecen anotados minuciosamente desde 1941 hasta 1995, los primeros años en un riguroso día a día, los últimos años con pinceladas más esporádicas. Y son tan hiperlúcidos como descarnados. Están sus tempestuosos enamoramientos y su voracidad por las mujeres, sus predilecciones políticas y artísticas, su adicción al tabaco y al alcohol, las puntualizaciones históricas (y cómo muchas veces la carcasa en la que vive está blindada a la realidad exterior), los latigazos filosóficos y los detalles cotidianos, las compras navideñas, los trámites burocráticos, las peleas con su madre, sus amados gatos (¡y caracoles!), los viajes, las ciudades y el trabajo, sobre todo el trabajo de una escritora que tiene bien claro a dónde va. Lo apasionante en estas más de mil páginas es la evolución de una existencia, los golpes y los aciertos, el latido de una mente afilada de muy pocas pulgas y furibunda autocrítica, por momentos lacerante, al menos a nivel mental. Debe haber sido una tipa muuuy difícil.

    Había nacido en Texas, pero muy pronto su familia (la madre y el padrastro eran artistas gráficos) se radicó en Nueva York. De joven vivió de marcha en marcha en ambientes intelectuales y lésbicos, sobre todo del Village. Bares, restaurantes, museos, exposiciones, conciertos y el sello indeleble de una vida solitaria, nocturnal, que tendría varias parejas pero irremediablemente sabía que la soledad era el destino final, inexorable. Una estudiante brillante, una lectora voraz que incluso le dedicaba horas placenteras al diccionario. A los 12 años ya era consciente de ser un chico en el cuerpo de una chica. Durante un tiempo —y más que nada debido al imperativo materno y social— intentó “curar” su homosexualidad con el psicoanálisis. Dice en sus diarios: “Mis emociones, mis pasiones en la infancia y la adolescencia tenían la intensidad de impulsos homicidas y había que reprimirlas en la misma medida”.

    Sus primeros trabajos la sitúan como guionista de cómics por un puñado de dólares. Así como en las tempranas lecturas estaban Kafka y Dostoievski, entre las primeras celebridades que conoce aparece Stan Lee. Sus bálsamos musicales son Bach y Mozart. Patricia escribe pero también dibuja y pinta. Y goza y sufre con sus amores (llega a hacer una tabla comparativa de amantes), al mismo tiempo que traza su camino literario con una templanza y seguridad de hierro. A veces ocurre que le rechazan un manuscrito o le piden que lo corte. A pesar de la notoriedad adquirida gracias a Extraños en un tren, Patricia no tiene garantizado vivir de la literatura. Escribir no es un grácil pasatiempo: desgasta, compromete la salud, ciertas veces destroza. No importa, a ella nada la detiene: es Terminator.

    Avanza su producción literaria y crecen sus deseos de viajar por Europa, donde elige residir, primero en Inglaterra, después en Francia, finalmente en Suiza. Y siempre en casas rurales, alejadas del apestoso mundo. Sabe que con la sesera que se nos ha concedido es muy difícil apañárselas. Ballard decía que necesitamos ocho horas diarias de sueño para superar el trauma de ser uno mismo.

    De joven, marchosa, idealista, de izquierdas; de adulta, pesimista, amarga y huraña, y justificadamente. “Mis palabras en el lecho de muerte deberían ser: ‘Qué predecible fue todo’. Lo mismo se puede decir de la historia de la humanidad desde los tiempos prehistóricos”, anota un día de julio de 1973.

    Sus sueños eran cosa seria: homicidios, desmembramientos, la tierra temblando, terremotos. No se sabe si uno escribe esas cosas porque las sueña, o sueña con ellas porque las escribe. Tampoco importa. Nene, no quieras que tu pelota se caiga en el jardín de esa vieja.

    El yunque o ladrillo tiene de todo. Por ejemplo, sobre la bebida: “Beber requiere un público formado por una persona, o por muchas, pero al menos una. A veces, ni siquiera hay un público de una persona. Entonces beber no reviste interés”.

    O sobre el amor: “Estar enamorada consume un maldito montón de tiempo”.

    O sobre las diferencias entre el mundo hetero y homosexual: “Entre heterosexuales, el matrimonio es difícil, el divorcio bastante fácil. Entre homosexuales, el matrimonio no presenta ninguna dificultad en absoluto, pero el divorcio es tortuoso, se demora. Puede durar años”.

    O esta otra también sobre el amor: “Las prostitutas por lo menos reconocen lo que son y no pasan por la farsa del matrimonio, como muchas mujeres que no están más enamoradas de sus maridos de lo que lo están de sus gatos, y quizá menos a veces”.

    O sobre literatura: “Peligros de una primera novela: todos los personajes son una misma, lo que tiene como resultado un tratamiento excesivamente suave o excesivamente duro”.

    Y sobre los ensayistas que intentan la ficción: “Por qué los escritores de no ficción casi invariablemente escriben una mala novela, si intentan escribir una novela: están muy pero que muy acostumbrados a trabajar con la mente consciente. Una novela no se escribe ante todo con la mente consciente. Es dos terceras partes emocional y no intelectual, solo en torno a una tercera parte consciente e intelectual”.

    O una síntesis de todo: “Lo que piensa de sí misma una persona: en eso estriba toda la vida y la salud mental”.

    Las biografías tienen un tono horizontal; la historia, aunque tenga distintos ritmos y vaivenes, está conocida de antemano. Los diarios, en cambio, llevan el goteo de la propia vida con sus lluvias y sequías, toda una variación de claroscuros que no se sabe cómo terminará. Y en este caso, además, impera la incorrección política, que es lo que más se agradece. No tiene sentido llevar un diario si no es para vomitar un poco sobre los demás. Al final celebramos que este yunque de confesiones también nos marque la lectura literalmente con su peso, como una forma de empatía entre la autora y el lector.

    —¿Qué es esa marca que tenés ahí? ¿Te peleaste con alguien?

    —No, estuve leyendo a Patricia Highsmith.