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    “El mundo pide que comparta lo que pasa en el patio de mi casa”

    Es el menor de seis hermanos, hijo de un padre carpintero y violinista y nieto de una pareja de ucranianos que huyeron bien lejos de las bombas de la II Guerra Mundial.

    Aunque no lo parezca, el 23 de setiembre Horacio Spasiuk cumplirá 54 años. Tiene un acordeón entre sus manos desde que era un “changuito” en su Misiones natal y desde hace más de 40 lo toca en serio. En 2019 inició los festejos de los 30 años de su consagración en el Festival de Cosquín (el más importante del folclore argentino). Pero sus planes de prolongar la fiesta en una gran gira se truncaron en aquel lejanísimo marzo de 2020. Tras grabar un disco en su casa durante gran parte de la pandemia, este año retomó el espíritu del aniversario, que no es exactamente el del inicio de su carrera sino el de su ascenso al olimpo de los músicos populares argentinos. Así lo siente: “En enero de 1989 tuve mi primera gran ovación en Cosquín. Y a partir de ese éxito pude grabar mi primer disco (Chango Spasiuk). Es un momento para mí simbólico, una bisagra, cuando comencé a caminar desde otro lugar. En esta gira me propuse volver a ese repertorio y por sobre todo agradecer porque la vida ha puesto en el camino tanto más que lo que esperaba y soñaba. Un concierto siempre es la oportunidad de celebrar la música pero también de decirle gracias a ese contexto colectivo que te permite desarrollar tus posibilidades y tu capacidad de compartir lo que sabés hacer”, dijo a Búsqueda desde su casa en Buenos Aires, donde se radicó en paralelo con esa consagración que ahora celebra.

    Quienes lo han visto en vivo (en Uruguay estuvo en el Solís, en el Festival Música de la Tierra, en Jacksonville, y varias veces en Medio y Medio, en Punta Ballena) conocen su presencia escénica, la teatralidad y la plasticidad que transmite al contorsionar su cuerpo en torno al fuelle. Ver un recital de Spasiuk es un placer no solo sonoro sino visual. El sábado 3 a las 21 horas, el misionero actuará por primera vez en el Auditorio del Sodre (entradas en Tickantel de $ 700 a $ 1.400) para presentar el concierto 30 años, el mismo que fue aclamado en el Teatro Ópera de Buenos Aires y que reúne lo mejor de un repertorio que combina la tradición del chamamé con lenguajes folclóricos de todo el continente y colores europeos, a cargo de una banda de virtuosos. Su “ensamble completo”, como él gusta nombrar a sus músicos, alineará con Pablo Farhat (violín), Eugenia Turovetzky (violoncello), Marcos Villalba (percusión y guitarra), Diego Arolfo (guitarra y voz) y Enzo Demartini (guitarra y acordeón verdulera).

    A continuación, un resumen de una charla en la que se habló del chamamé, el acordeón, la música que se expande por los ríos, la necesidad de la diversidad en un mundo lleno de estándares, sus programas de TV y radio, su gusto por tocar descalzo y la guerra de Ucrania. Una charla en la que, más allá de la respuesta puntual, el Chango transmitió una permanente sensación de serenidad y trascendencia y su búsqueda obsesiva del abrazo entre culturas como fin esencial de su arte.

    —¿Soñabas en el 89 con conocer todo el mundo gracias al acordeón?

    —Ni cerca. Alcancé lugares donde no podía llegar ni con mi imaginación. No tiene que ver con lugares físicos ni con el éxito ni con el reconocimiento sino con poder expresar conceptos e ideas, plasmar algunas texturas, componer, lograr ciertos sonidos. Todo ese camino ha sido muy misterioso y muy bello para mí. Pero ojo, el horizonte se va corriendo un poco a medida que uno camina. Una y otra vez. De hecho, a esta altura de mi vida sigo necesitando esa experiencia. Caminar, ver cómo se aleja el horizonte y plantearme nuevos desafíos. Es algo que no tiene nada que ver con el mercado sino con lo estético, lo artístico y lo filosófico.

    —En términos de mercado da la sensación de que te fue muy bien con esa fusión entre sonidos regionales, esa música tradicional que tenías en tus venas, y una matriz musical cercana al jazz que se reconoce en todo el mundo. ¿Lo sentís así?

    —No me agrada mucho la palabra fusión. Es simplemente el desarrollo estético de una tradición. Intento esforzarme por encontrar los rostros que están ahí. Había un gran maestro del piano clásico argentino, Antonio De Raco, quien fue uno de los maestros de Horacio Labandera, uno de los grandes concertistas de piano clásico de Argentina. Una vez, charlando con De Raco, me dijo: “Dentro de este piano está el sonido de todos los pianistas del mundo. Usted solo tiene que esforzarse en trabajar para encontrar el suyo propio”. Y creo que de alguna manera esa es la relación que uno tiene con una tradición y con un lenguaje: encontrar tu propio rostro en esa tradición. Y en esa búsqueda hay un desarrollo, en ese esfuerzo aparece una determinada combinación tímbrica y de texturas sonoras. Así es que aflora el sonido de uno. Y el concepto de uno. Entonces puede sonar como fusión o como vanguardia pero en el fondo siempre es uno buscando su rostro del modo más honesto posible. Responde también a cómo hemos sido criados, porque cuando éramos niños se subrayaba todo el tiempo en que nuestro folclore era algo de consumo familiar, regional. La música de la aldea solo la puede entender la gente de la aldea. Y hoy el mundo necesita como nunca que se pongan en el contexto mundial eso que siempre escondimos. Hoy el mundo pide que comparta lo que pasa en el patio de mi casa, el patio de mi infancia. Ese espacio es esperanzador.

    —Sostenés que el acordeón es un instrumento que se propagó por los ríos y que así se volvió un gran transmisor y transformador de géneros musicales…

    —El acordeón es una herramienta que absorbe una vibración de un lugar y la convierte en otra cosa, es una gran caja de resonancia. Es increíble la cantidad de géneros que tienen al acordeón como protagonista. Como la guitarra y el violín, es un instrumento muy sencillo de transportar, y por eso ha viajado tanto y ha sido la gran herramienta de desarrollo de tantos folclores a lo largo del planeta.

    —¿Y cómo lograste alcanzar la variedad de estados que te permite expresar el acordeón, desde la más absoluta calma a la tormenta total?

    (Ríe). Como decía Atahualpa Yupanqui, cada uno se tapa hasta donde le alcanza la cobija. En la medida en que uno pueda, lo puede aprovechar como vehículo expresivo. Pero tengo que ser sincero: lo mío no es solo el acordeón sino la construcción del ensamble entre violín, violoncello, percusión, guitarras, cómo aparecen y desaparecen esos sonidos, cómo suenan todos juntos y en sus múltiples combinaciones. Mi búsqueda no es solo “miren qué bien que toco el acordeón”. No me interesa el virtuosismo, primero porque estoy lejos de ser un acordeonista virtuoso, pero sobre todo porque lo que me hace feliz es lo que sucede colectivamente.

    —¿Qué colores nuevos trae el chamamé en un mundo que se ha llenado de paisajes idénticos y estandarizados?

    —Uno tiene un concepto de belleza muy diferente al del otro. Y la diversidad es un tesoro. No es un problema. Debería ser un tesoro. La educación, la cultura y el arte nos hacen ver que todo lo diverso enriquece nuestro mundo. Y en ese contexto diverso es que uno hace su pequeño aporte. Y por eso es que vale la pena. Yo vengo de una tradición absolutamente marginal y subestimada como el chamamé, que siempre estuvo en la periferia cultural de mi país. Sin embargo, es una música que atravesó la cultura argentina de este a oeste y de norte a sur. Se conecta a través de los ríos con el Paraguay, con el sur de Brasil e incluso con el Uruguay, con quien tenemos tanto en común. El hecho de que la Unesco lo haya declarado Patrimonio Cultural de la Humanidad (en 2020) es una invitación a que reveamos nuestras músicas de raíz, nuestras músicas rurales, y las pongamos en valor como la gran herramienta de construcción cultural colectiva que son. Es una música que se nutre de la diversidad, porque allí convergen elementos de pueblos originarios, del barroco, de los jesuitas, de lo mestizo, de lo criollo, de lo afro y hasta del inmigrante que trajo el acordeón y terminó de definir esa tradición. Entonces, ahí están los colores de esta música, en todo eso de lo que se nutre. Ahí está la clave de mis conciertos, en esos colores.

    —Durante mucho tiempo ensayabas y tocabas descalzo. Incluso bautizaste un disco  Pynandí (2009), voz guaraní que se puede traducir como “los descalzos” o “pies desnudos”. ¿Qué significa eso para vos?

    —Vengo de un lugar donde hace mucho calor y en donde en la niñez todos pasamos mucho tiempo descalzos. Cuando empecé a tocar el acordeón lo hacía descalzo en el patio de mi casa. Pasaron 40 años y cada vez que subo a un escenario intento saborear ese estado, esa abstracción total. En la música no hay atrás ni adelante, solamente ahora. Y si uno está enfocado en el sonido se abre la oportunidad de disfrutar ese estado del corazón que tenía cuando era niño. Por eso esa evocación a la felicidad de tocar en patas, esa paz. Como decía un sabio, “esa paz que se puede sentir hasta en el campo de batalla y esa libertad que se puede sentir hasta adentro de una celda”.

    —¿Ese contacto del pie con la tierra te planta en el presente?

    —Y en eso de tocar descalzo hay una búsqueda de la simpleza, porque no deja de ser una música rural. A veces pensamos que el desarrollo de un lenguaje pasa por la complicación. Y pensamos la palabra desarrollo como algo cada vez más complejo. Pero a veces deberíamos usarla en la otra dirección, la de ir desmenuzando, la de ir sacando todo lo efímero, las formas accesorias, la cáscara para descubrir y revelar lo esencial. Ir hasta el hueso de una melodía y de un género. Ir hacia lo simple también es desarrollar algo. Cuando escucho a Hugo Fattoruso, alguien que ha pegado la vuelta entera con la música, veo esa celebración de la simpleza. Cansado de la forma hueca y vacía, de la forma por la forma misma, surge la urgente necesidad del contenido. La forma puede ser bella, y es una de las grandes tentaciones de muchos músicos contemporáneos, pero no deja de ser solo forma. La forma de Beethoven, Bach y Piazzolla es compleja, pero hay algo dentro de esas formas que está siendo expresado.

    —¿El interés en estas músicas ha aumentado en las grandes ciudades del mundo en estos últimos años?

    —Sí, hay un flujo creciente de acceso a esos folclores en los espacios urbanos. ¡Por suerte! Y también en nuestros países gracias a las migraciones internas. Las grandes ciudades están llenas de gente del interior. De hecho, yo vivo en Buenos Aires y tengo mi base aquí. El chamamé es una música tan viva que sigue siendo una música de transmisión oral. Hoy uno de sus pilares son todos los músicos jóvenes del conurbano bonaerenese, hijos de provincianos.

    —Pero además de hacer música, como Leda Valladares o León Gieco y Gustavo Santaolalla en  De Ushuaia a La Quiaca, fuiste al encuentro de tus colegas de todo el país, en la serie de televisión  Pequeños universos.

    Polcas de mi tierra, mi primer disco antropológico, fue un rescate de la música que trajeron mis abuelos de Ucrania y fue un ejercicio de etnomusicología. Después hice 80 viajes con Pequeños universos, la serie que produjo el canal Encuentro. La gran mayoría fueron dentro de Argentina pero también hice dos episodios grabados en Uruguay y otros dos en el sur de Brasil, cuatro en Paraguay, dos en Chile y dos en Bolivia. Fue una maravilla poder aprender junto con el televidente sobre esos mundos musicales tan distintos. También aprendí a no contaminar las situaciones donde sucedía esa música y hacer lo justo y necesario como para tomar pequeñas muestras, porque en 25 minutos no podés contar una tradición entera. Fue un regalo enorme y de ese ciclo salí muy enriquecido. Todo eso son impresiones, experiencias, personas, artistas conocidos y a veces anónimos que no entraron por un oído y salieron por el otro sino que en algunos casos me inspiraron profundamente. No es algo literal, no todo lo que veo se ve reflejado en mis proyectos. Mi tesoro más grande es haber estado ahí, haberlo vivido. Me pasó con uno de los directores audiovisuales con los que viajaba y hacía los rodajes, que terminábamos, nos relajábamos, nos mirábamos con cara de asombro y nos decíamos: “¿Te das cuenta de lo que vimos?”. Nos pellizcábamos. Uno de esos encuentros fue ahí en Montevideo, en el taller del Lobo Núñez, adonde me llevó Hugo Fattoruso, con esos tres tambores que sonaban como 50. Y después vino un gran ensamble de tambores. Nunca había escuchado algo igual. Después de Pequeños universos siento que soy una persona mucho más refinada.

    También hacés radio para divulgar la música que te moviliza...

    —Así es, en Radio Nacional hago un programa que se llama Enramada, que sale los sábados de mañana, al que escribe mucha gente de Uruguay. Allí busco un disparador para unir música, poesía, ensayos y de todo un poco. Seguramente en breve le voy a dedicar un programa a Lauro Ayestarán.

    —¿Qué podés adelantar del recital que venís a dar, cuyo repertorio está basado en aquel show del Ópera?

    —Siempre que estoy en Uruguay me siento muy feliz. Y eso seguramente se trasladará al repertorio. Pasaremos por varios discos como Pynandí, Tierra colorada, Tarefero de mis pagos, Polcas de mi tierra, y por muchos compositores emblemáticos del chamamé como Tránsito Cocomarola y otros muy diferentes como Spinetta, Piazzolla y Zitarrosa. Pero también estarán mis composiciones y esta mirada contemporánea de esa tradición. Estaré con el ensamble completo y por momentos habrá dos acordeones en escena, porque además del mío habrá un acordeón verdulera y uno que no suelo usar mucho, que fue el primero que me regaló mi padre cuando yo tenía 10 años. Es un acordeón muy chico al que quiero mucho. En mi juventud lo había vendido para comprar otro mejor y hace pocos años volvió a mis manos. También quiero conectarme con gente de ahí y celebrar con canciones uruguayas con las que me he criado y que por suerte suenan mucho en nuestra Radio Nacional, como de Zitarrosa, Sampayo, Los Olimareños, Rada, Fattoruso, Ana Prada y Agarrate Catalina. El concierto del sábado no solo estará dirigido a quienes aman el chamamé o el acordeón sino a quienes aman la música.

    —¿Como recordás tu viaje a Ucrania en 2001?

    —Mis abuelos fueron inmigrantes ucranianos que llegaron a Argentina escapando de la guerra y del hambre y cortaron todos sus vínculos con su tierra. En Misiones nunca mantuvieron intercambio epistolar con sus parientes en Ucrania. Es como que volvieron a nacer y echaron sus raíces acá. Entonces cuando viajé a Ucrania, en 2001, no fui a visitar a algún pariente ni a reconocer un lugar cercano. Sí recorrí, conocí gente y entré en casas de campo que se parecían a la chacra de mis abuelos en Misiones. Cuadros en los mismos lugares, hojas de palma bendecidas en Pascua colgadas en los mismos lugares. Luego no pude darles continuidad a esos viajes, pero sí giré mucho por países cercanos como Polonia, que recorrí varias veces de punta a punta.

    —Y hablando de Ucrania, ¿qué sentimientos has tenido este año?

    (Piensa). Lo siento muy cercano pero por más que tengo una relación familiar y cultural mayor con un país que con otro lo injusto no me es más injusto por ese vínculo. Por más que mis abuelos sean ucranianos eso no influye en lo que siento con esta guerra. Me preocuparía igual si no fuera la tierra de mis ancestros. Me sería igual de violento y me conmovería igual. Me da mucha tristeza que sigan pasando cosas como esta. Pero también es un espejo para mirarse y reflexionar sobre por qué nos conmueve más una injusticia que está al otro lado del océano que una que sucede a media cuadra de mi casa. Es un espejo que me interpela. ¿Qué puedo hacer yo? ¿Qué está dentro de mis posibilidades? No alcanza con subir la bandera de un país en las redes sociales sino pensar en cómo me informo de lo que sucede y qué opciones están dentro de mis posibilidades. Pienso todos los días en esto. De golpe aparecen imágenes muy fuertes en el celular y sin embargo se nos ha adormecido tanto el cuero que lo vemos y nos sacude muy poco.

    —Venís de grabar un disco en el living de tu casa, en el que interpretás músicas propias con la participación de invitados de todo el mundo. ¿Qué podés contar de este trabajo?

    —Todavía no tiene nombre, estamos ajustando los últimos detalles. Siempre busqué estirar mi mano para conectar con quienes pareciera que no hay nada en común. Cuando uno tiene ese anhelo se encuentra con otro que está necesitando lo mismo, y eso es lo maravilloso de la música, que no es un espacio de entretenimiento sino de cultura, un espacio de encuentro, de construcción. Así fue como agarré el teléfono, empecé a llamar a algunos amigos y me fueron mandando sus colaboraciones. Gustavo Santaolalla en Los Ángeles, Carlos Núñez (gaita) en Galicia, Jaques Morelenbaum (chelo) en Río, Erik Truffaz (trompeta) en Francia, Sixto Corbalán (arpa) en Asunción, Majid Bekkas (laúd) en Marruecos. Como decía Yupanqui: “La cultura es una antorcha que usan los pueblos para ver la belleza en el camino”. Ese fue el ejercicio de este disco: siempre hay alguien del otro lado.