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    “El texto es una realidad en el papel y el teatro es la realidad en carne y hueso”

    Luego de ganar cuatro de los últimos cinco Florencio, Jorge Denevi estrena Farsa en el dormitorio con El Galpón y La travesía con la Comedia Nacional

    A los 72 años, Jorge Denevi ha dirigido más de 150 obras de teatro. Y no para. Durante los últimos meses preparó dos estrenos. Farsa en el dormitorio, su décimo título del inglés Alan Ayckbourn, su autor de cabecera, se estrenará el sábado 21 en El Galpón. Así la describe: “Son cuatro parejas con un problema: no saben cómo hablar de nada. Hay más incomunicación que en Antonioni, pero el tono es de gran levedad. La obra sitúa al matrimonio como una institución que no anda, una farsa. Según Ayckbourn, es una obra escrita en tres dormitorios, donde los ingleses hacen todo menos sexo”. A principios de febrero la Comedia Nacional escenificará el estreno mundial de La travesía, drama del catalán Josep María Miró, con Roxana Blanco en la piel de una monja en un campo de refugiados en el Mediterráneo.

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    Últimamente, el Flaco no da puntada sin hilo. En cuatro de las últimas cinco temporadas se llevó el máximo premio del teatro uruguayo: Éxtasis (2012) y La fiesta de Abigaíl (2013), ambas de Mike Leigh, Constelaciones (Nick Payne, 2015) y Viaje de un largo día hacia la noche (Eugene O’Neill, 2016) ganaron el Florencio al Espectáculo y la Dirección. Este círcu­lo virtuoso se completa con logradas puestas como El hábito del arte (Alan Bennett), Regreso al hogar (Harold Pinter), Miedos privados en lugares públicos (Ayckbourn) y Final de partida, el clásico de Beckett con notables trabajos de Rogelio Gracia y Pepe Vázquez.

    No tiene celular ni usa redes sociales. Se maneja con teléfono fijo y correo electrónico. Solo sale para ensayar, y el resto del tiempo se abstrae de todo en su bunker de Malvín, un apartamento dentro de su casa, donde pasa horas, días y semanas “en estado de dirección”. Cuadros con Groucho Marx y Chaplin, unas pocas bibliotecas, un par de sillones, una cama y una computadora en un pequeño escritorio frente a la ventana: ese es su mundo. Se declara devoto de la religión “de no guardar nada”. Una vez que lee un libro, prefiere que circule. “Me parece absurdo tener cientos de libros que nunca serán leídos, o música que no será escuchada. Es una locura”. Pero aclara que hay cuatro o cinco libros a los que recurre siempre.

    Dos de sus cuatro hijos siguen sus pasos: Julieta es actriz y Renata cursa en la EMAD. Cuesta creerlo, pero nunca fue a Londres ni a Nueva York, dos sitios donde transcurren gran parte de las obras que ha dirigido. Apenas conoce la región, por trabajo. Dice que no viaja nunca, a ningún lado. “No me gusta moverme, ni tomarme un avión ni un barco. Siento que estoy perdiendo el tiempo. Sé que es absurdo, algunos me dicen que soy un imbécil”.

    Definitivamente, no es un uruguayo típico: No conozco el Mercado del Puerto ni la Feria de Tristán Narvaja. Hay mucha gente en esos lugares (ríe). Una vez fui a comprar una película y entré por la calle Uruguay, caminé media cuadra hasta el puesto y salí corriendo.

    Sobre teatro, cine, televisión y libros, sobre sus éxitos y sus fracasos, transitó esta charla con Búsqueda, en la que dejó claro cómo concibe el oficio de director teatral.

    —¿Qué libros son esos a los que siempre vuelve?

    —Uno es básico, me ha enseñado mucho de arte: El cine según Hitchcock, la conversación entre Hitchcock y Truffaut, un largo diálogo en el que repasan una a una todas las películas de Hitchcock, secuencia por secuencia, en 500 preguntas durante 50 horas. Truffaut está muy preparado y también opina. Lo uso como disparador mental. Hitchcock dice que cuando te va mal siempre hay que tener un run for cover, es decir, correr a ponerte a cubierto, un lugar seguro en tus mecanismos; en cine o en teatro no podés tener muchos fracasos. Perdés la confianza del medio y la financiación. Los productores se manejan así en todos lados, incluso aquí. En Hollywood se dice que valés tanto como tu último éxito. Es como en el fútbol, donde el director técnico es el responsable de los éxitos y los fracasos. En teatro, si el texto es malo, la culpa no es del autor sino del director: primero porque lo aceptó y segundo porque no lo modificó. Me pasó muchas veces y vas aprendiendo la lección.

    —¿Qué fracasos lo forzaron a guarecerse?

    —Muchos. Son muchos más los fracasos que los éxitos. Prefiero no recordarlos (ríe). Hay que estar preparado. Acá el medio es chico y quizá un fracaso es menos estrepitoso. Una vez hice Frida, una obra de un argentino. Me dio por ponerme a la moda, era una obra muy ambiciosa, muy lograda plásticamente y en la puesta, pero no me siento cómodo en ese mundo. El espectáculo fue malo porque mi visión previa fue mala. Fue una dura lección.

    —¿Y cuáles son sus run for cover?

    —Seguramente Alan Ayckbourn o Neil Simon.

    —¿Qué lo seduce tanto de la comedia anglosajona?

    —Es un género para hablar de las tragedias del mundo, pero con otra mirada. Aunque te hagan reír, las obras de Ayckbourn son muy amargas, descreídas de la familia, de la pareja, del matrimonio y de las relaciones en general. No se salva nadie. ¿Lo hace por plata? Por cierto que no. Él ve el mundo de esa manera y habla de cosas tremendas, muy negras, pero sin que se note, sin ser obvio, con elegancia. Farsa… fue estrenada en el National Theatre de Londres por Peter Hall, uno de los más prestigiosos y serios directores ingleses. Le pegaron de todos lados por esta obra comercial. Fue un éxito arrasador de público y crítica, y la dirigió cuatro veces, la última a los 90 años. Neil Simon no se propone hacer reír. El prisionero de la Segunda Avenida, una de las grandes obras del teatro norteamericano, que dirigí en El Galpón, es una comedia inconcebible, sobre un tipo desocupado que no consigue más trabajo. Enloquece por culpa de la sociedad en la que vive. Es más fuerte política y socialmente que cualquier drama que tire consignas sociales. Si la sentís, la comedia es un género fantástico para evitar el panfleto. Me gustan mucho las obras que van borrando las huellas de lo que se dice, y apelan a espectadores inteligentes, que los hay, y muchos.

    —¿Cómo opera esa nebulosa de más de 150 trabajos al encarar una nueva obra?

    —He ido evolucionando. Primero estudié los mecanismos del teatro, Stanislavski y todo ese mundo, pero recién hace pocos años pude desarrollar una concepción propia, que es haber logrado lo que llamo el “estado de dirigir”: lograr una concentración absoluta en la obra que estoy haciendo. Me da un enorme placer. Dejo todo lo que tengo entre manos y paso a estimularme solo con lecturas, películas y música que tengan que ver con el mundo de esos personajes. No veo ni escucho nada que no tenga que ver con la obra ni con el tiempo en que fue hecha. Para Viaje de un largo día hacia la noche, durante meses solo escuché la música de Estados Unidos en los primeros años del siglo XX, investigué el estado mental y emocional de Eugene O’Neill previo a escribirla, su viaje por Sudamérica, su estadía forzada en Buenos Aires por perderse el barco por borracho. En esos pasajes soy el tipo que menos espectáculos ve. Me da un trabajo tremendo y hasta es muy doloroso. Antes no podía hacerlo por el multiempleo. Este año me di el lujo de vivir para hacer esta obra.

    —Ahora, es la suma de todos los dramas, la antítesis del humor…

    —Me gusta la comedia pero me apasionan los buenos dramas. Ahora pasé de preparar la de Ayckbourn al proceso de La travesía, del español Josep María Miró, el autor de El principio de Arquímedes, que se hizo acá. La protagonista es una monja (Roxana Blanco) que colabora en un campo de refugiados en el Mediterráneo. Entonces me interné en el mundo de los inmigrantes, de la religión y de la Iglesia, de la que estoy muy apartado. No tengo por qué comulgar con ella pero debo comprenderla. Si no, no puedo dirigirla. Para Constelaciones tuve que entender la física cuántica y en especial saber cómo se comporta la gente en esos ambientes, los que trabajan, los que estudian, qué hacen en el día, cómo viven, cómo piensan. Si un personaje le dice a otro “te quiero”, ¡hay siete mil millones de maneras de decirlo! Ese “te quiero” debe estar justificado.

    —¿Suele seguir lo que indica el autor?

    —Cuando hice Copenhague (del inglés Michael Frayn) tuve que aprender cómo se comporta un físico. En una escena, el tipo va a la playa y sentado sobre una roca se da cuenta de algo que desemboca en un descubrimiento. No estaba mirando el mar y gozando del paisaje: estaba gozando de su pensamiento. Eso no se puede hacer solo siguiendo lo que el autor escribió en forma detallada, sino que es preciso vivir con el personaje.

    —¿Cómo es vivir con el personaje?

    —El director debe tener claro cómo mira el personaje y debe percibir si el actor está mirando como el personaje o no. Mis actores lo tienen claro. Eso no está dado en el texto, es el estado que debe alcanzar un director. Yo quiero tener la menor conexión posible con el autor. Es más, ni siquiera leo lo que pone el autor sobre la representación de su obra. Lo salteo y recién lo leo luego del estreno, y la mayoría de las veces es totalmente coincidente. A veces alguien me dice: “acá el texto indica que se ríe”. Y yo le respondo: “querido, si el autor quiere que el personaje se ría, que venga él y la dirija”. En La travesía, si bien me comunico con el autor, porque es el estreno absoluto de la obra, hay preguntas que no le hago: quiero llegar yo a esas respuestas. No es tan fácil hacer carne lo que está escrito. El texto es una realidad en el papel y el teatro es la realidad en carne y hueso.

    —Julio Chávez habla de habitar los silencios

    —Totalmente. Harold Pinter se pasa poniendo “pausa” en el papel, y en la primera lectura, los actores disciplinadamente hacen un silencio. Y yo les digo: “No, la pausa no es silencio, ¡esa pausa es acción!”. No es que dos tipos se queden mirándose, esperando para cumplir con Pinter. Él marca lo que debería ser la acción interior del personaje. Esa realidad tenés que vivirla, yo ni siquiera llevo los libretos a los ensayos. El texto y las reacciones los tengo de memoria. El director debe encontrar junto con los actores las motivaciones. ¿Por qué dice esto así y no de otra manera? Porque si no, estás dirigiendo al me parece: me parece que esto lo hace cómico, me parece que acá es más triste. ¡No es me parece: tenés que estar seguro! Tenemos que saber por qué este tipo de Esperando a Godot dice “no viene”. Si no, simplemente estás poniendo las luces y moviendo actores, y que hagan lo que quieran. Tanto Ionesco como Shakespeare o Tennessee Williams se dirigen con la misma concepción y la misma base. Eso de meros puestistas en escena, niet, no funciona, es teatro vacío. Tenés que tener la apertura para incorporar la mirada del actor. Creo en la dirección a partir de una concepción del director, transformada por los actores.

    —Diez años atrás asumió como director de la Comedia Nacional y estuvo solo nueve meses. ¿Qué le dejó ese episodio?

    —Bueno, en esa época yo estaba muy borracho, pero no es ese el problema mayor. Empecé a darme cuenta de que todos los que dirigen la Comedia están lidiando no solo con un rol artístico, sino también con un entramado burocrático y administrativo muy importante. Héctor Manuel Vidal había hecho un trabajo bárbaro. Manejó el elenco, la programación, con una capacidad bárbara. Pero cuando empecé a ver los presupuestos me quería matar. Era una cosa tremenda. Con todo ese mundo en la cabeza empezás a dormir mal. Ahora lo manejan mejor.

    —¿Esa depuración de su método de trabajo es fruto del proceso posterior a su pasaje por la Comedia y su recuperación?

    —Sí, sin dudas que superar mi alcoholismo me ayudó a mejorar mi capacidad de trabajo. No estoy muy seguro de nada, pero solo sé una cosa: este estado de concentración me lleva a tener una visión muy profunda de lo que hago. Pero me da un gran trabajo. He fantaseado con la idea de no dirigir más. A veces me digo: “me gustaría volver a ser normal”. Tengo 72 años y muchas cosas pendientes para leer. Me está esperando En busca del tiempo perdido, para Onetti la mejor novela del siglo XX. La empecé y la dejé porque era tan fabulosa que la tenía que leer de un tirón. Acabo de comprar 2666 y de inmediato me di cuenta de que te absorbe. Me aparecieron estas obras y tuve que parar. Ya las leeré.

    —Ahora está sumergido en el Mediterráneo, con La Travesía…

    —Totalmente. La monja que protagoniza la obra atraviesa una crisis espiritual. Estoy investigando cuál es la idea de alguien cuando se acerca a Dios, intento averiguar lo que siente esa mujer en su entrega a Dios. ¿Qué es el pecado? ¿Por qué hay un pecado capital? En esa complejidad, me pregunto: ¿por qué tengo que estar con esto y no leyendo a Bolaño? Entonces, para poder pensar mejor pongo música sacra. Así me nacen las ideas.

    —Cuando el año pasado hizo Final de partida, de Beckett, dijo: “Esta obra no es para mucha gente”…

    —Y sí, son obras extraordinarias pero difíciles. Es un tipo de teatro que cambió demasiado las formas. Aún hoy la mayor parte del público está acostumbrada a que le cuenten el cuento de otra manera. Pero obras como esta exigen al espectador que se comprometa de otra forma con el hecho artístico. No corre tanto el “vengo al teatro, diviértanme o dénme un mensaje”. Esto es entre todos. Viaje de un largo día hacia la noche no es precisamente una fiesta, pero es una marca indeleble. Dos horas y media de drama no es algo muy taquillero que digamos. Teniendo en cuenta todo eso, ¡nos fue muy bien con las dos!

    Allá por los 80, usted se jactaba de ver 500 películas por año. Y recién en los últimos años se sacó las ganas de actuar en cine. ¿Cómo fue la experiencia?

    —La mayor parte de mi vida hice teatro, pero desde hacía tiempo quería hacer cine. Siempre me preguntaba si todo lo que le pedía a los actores lo podría hacer yo mismo. Y justo cayó el protagónico de El ingeniero, que me propuso Diego Arsuaga.

    —Una película muy teatral y con un personaje muy asociado al Maestro Tabárez.

    —Sí, muy conversada. Bueno, hay varios directores técnicos en ese personaje. Del Bosque y el Profe De León también están por ahí. Hay episodios que están aludidos más o menos directamente. Lo que pasó con Figueredo, por ejemplo. Me gustó mucho ese personaje.

    —¿Y ese papel tan particular de Las toninas van al Este, de Verónica Perrotta y Gonzalo Delgado?

    —Fue muy distinto, casi un atrevimiento. Un desafío muy grande, demasiado quizás.

    —¿No le gustó como quedó?

    —A medias. Me gusté en la segunda parte y no en la primera. Quise trabajar de un modo y no lo logré. El personaje está basado en alguien a quien conocí. El tipo era un gay imitado, no era un gay con gestos auténticos. Impostaba, imitaba a los gay. Tenía una fuerte disociación entre cómo era en privado, casi varonil, y cómo se comportaba en público. Él era dos personajes y lo intenté hacer. Y creo que me fui de mambo. Si hubiera sido siempre sobrio, hubiera convencido más.

    —¿Y qué decían los directores?

    —Lo que pasa es que en cine el director deja mucho más libre al actor, hay menos tiempo para ensayar. Es muy distinto que en el teatro, donde el director te guía más.

    —¿Cómo ve el cine nacional?

    —Me falta ver bastante porque estoy muy metido en mis trabajos. El cine en Uruguay es un arte reciente y ficción televisiva casi no hay. La que hay es muy artesanal y con pocos espacios. El cine se va haciendo a los ponchazos, y vas aprendiendo de lo que vas viendo y haciendo. Y hay muchos fracasos, es natural. Los realizadores lo reconocen y tratan de aprender de sus errores.

    —La actuación ha mejorado. ¿Dónde está el debe?

    —Sí, la actuación está mejor. Creo que hay un tema de narración, más bien de edición narrativa, de montaje. Los directores están preocupados por la lentitud general de la que los acusa todo el mundo. Y quieren mejorar. Pero no se trata de apurar por apurar, tiene que haber un sentido. El cine nacional es sobrio, ese no es el problema. Para mí el tema es que si no se convierte en una industria, no habrá cine nacional. Hay que pensar en cómo se va a llevar el público a las salas. Con un cine de cinco, seis o siete mil entradas por película no se llega a ningún lado. Tiene que volver a venderse 40.000 entradas. La industria la arma el público. Las películas uruguayas han perdido pantalla. Tres semanas, como mucho. No da el tiempo a que se arme el boca a boca. Igual que en el teatro, los cineastas deben pensar a qué público se dirigen: ¿al de los festivales, al de las salas de arte o al público masivo? Ahí hay una discusión que no siempre se da. Y eso se traduce en plata, porque si no el Estado debe financiar exclusivamente, y eso es bravo.

    —¿En televisión y cine qué le ha gustado últimamente?

    —No me he metido con este furor de las series. No puedo opinar. Solo he visto la primera temporada de Juego de tronos, que no está mal, pero es un Shakespeare menor. Para eso veo The Hollow Crown en Film & Arts, las obras de Shakespeare hechas para televisión británica, con los mejores actores de teatro. Hace poco vi un Ricardo II bestial. Y en cine, Hollywood no se puede ver más. Son películas espantosas, prácticamente para niños. De las independientes, me gustó mucho Tangerine (dirigida por Sean Baker), una película muy chiquita, filmada con dos celulares, sobre una prostituta trans y su proxeneta. ¡Muy, muy buena! Me gustó mucho también una supuestamente de terror llamada It Follows (de David Mitchell), con un monstruo y otros símbolos y alegorías que para mí aluden claramente a la historia de Estados Unidos. Y de lo que recuerdo, la mejor que vi en años es Adiós al lenguaje, de Godard. ¡Esa la fui a ver al cine! Como no estaba claro si la iban a estrenar acá, incluso llegué a pensar en tomarme el barco para verla en Buenos Aires y volver en el día. A Godard lo adoro.

    —Pero fue bastante criticada…

    —Porque la televisión con toda la basura que te da te lleva a pensamientos y formas equivocados, a sentir equivocadamente las cosas. ¡Tenés que dejarte invadir, abrir tus sentidos y que la obra te inunde! Adiós al lenguaje es un aturdimiento a los sentidos, es una marca. ¡El hijo de puta reinventó el 3D! Lo usa de una manera expresiva, con un objeto que viene desarmado, desfasado. Es una película para dejarse llevar, para ver todos los días.

    —¿Qué le pareció Amour, de Haneke?

    —Me sobrepasó. Haneke me gusta mucho, pero en un momento me bloqueó, me saturó el mensaje. No todas las películas son para todo el mundo, obvio.

    —¿Y qué razónde ser tiene el teatro en este mundo dominado por la cultura audiovisual?

    —El teatro ha sobrevivido a través de los siglos a todo lo nuevo. Por algo será. Hay un contacto humano que no es sustituible. Es como si cuando se inventó el disco grabado ya no hubieran tenido sentido los conciertos. Y sin embargo, la música en vivo es universal. El impacto que produce un gran actor en escena es distinto al que produce en la pantalla. Por eso la gente lo sigue buscando.

    Vida Cultural
    2017-02-12T00:00:00