—Justamente, días atrás fueron grafiteados los mármoles del Palacio Legislativo. ¿Qué siente frente a ese extremo?
—Llamó mucho la atención porque es un edificio que representa algo muy importante para la sociedad, más por su valor simbólico que por su propia arquitectura. Pero el problema mayor es que el vandalismo a edificios y a espacios públicos se comete todos los días, ya es un dato natural. Como sucede con la Biblioteca Nacional. Puede ser un acto notoriamente transgresor y consciente o puede que el autor crea que está haciendo un aporte, que está incorporando color y forma, y que eso es positivo, cuando en realidad funciona muy mal en el soporte que lo recibe. No se está decodificando adecuadamente ese espacio público. Ese edificio es visto solo como un soporte de otra cosa, y sus enormes condiciones de disfrute no son advertidas porque no hay formación al respecto.
—¿Y esa formación?
—Esa formación no existe, y nosotros estamos preocupados por eso, tratando de desarrollar un proyecto a nivel escolar y de secundaria para aportar esa formación. No hablamos de llevar la arquitectura como algo a reverenciar, ni de memorizar nombres de arquitectos, sino de comunicar el valor de esos espacios para que sean disfrutados por todos. Hablamos de entender el marco físico para construir civismo y ciudadanía. Hoy eso no existe, porque cuando se habla de arquitectura, en general es de una manera muy informal. Acá en la facultad los estudiantes llegan con sólida formación en algunas áreas pero con la sensibilidad muy despareja. Traen algo de arte o de música, pero por lo general se lo han incorporado como un adorno en torno a la formación central. Es un problema, porque la relación de una persona con el mundo es sensible. Las cosas nos gustan, nos atraen y nos conquistan.
—¿Cómo ve la presencia de la arquitectura en los medios masivos de comunicación?
—En general, cuando se habla de arquitectura es en casos especiales, cuando hay un desastre o se inaugura un edificio extraordinario. Se informa cuánto costó, quién lo diseñó. Pero la mayor parte de la arquitectura no es lo especial sino lo cotidiano, los lugares donde vivimos y trabajamos. Esa alusión excepcional a la arquitectura la va descolocando y alejando de la cultura, la convierte en algo raro. Entonces, uno se horroriza cuando se ataca el Palacio Legislativo pero no se acuerda de valorar los espacios cotidianos. Queremos orientar los festejos de este centenario de la facultad a la idea de restituir la arquitectura como algo central en la cultura. Que aparezca en la prensa, que se hable más del tema.
—¿Cuáles son las observaciones principales del relevamiento edilicio?
—Ellos trabajaron en un parque edificado que llegó hasta 1985 más o menos. Llamó la atención la dispersión de arquitectura de calidad en el interior del país. Hubo arquitectos en el interior capaces de producir al mejor nivel mundial, y hubo una sociedad y una cultura que exigió esa arquitectura y la reconoció como buena. Había tipos que acompañaban la vanguardia y tipos que estaban dispuestos a pagar por ello. Que eso les gustaba y lo pedían. Había más publicaciones, más presencia y divulgación de la arquitectura. Necesitamos recuperar ese círculo virtuoso.
—Se estaban construyendo las ciudades, era una época más fundacional…
—Sí, en dos épocas muy marcadas como los años 20 y los 50. Se hicieron obras muy importantes que definieron la Montevideo que hoy conocemos, como la Rambla, una obra de los años 20 que dio vuelta Montevideo, volcó una ciudad introvertida hacia la costa y la puso de cara al mar. Pero esa ciudad se construyó en base a condiciones socioeconómicas muy particulares, con una renta bastante pareja y una inversión privada de pequeño porte, que generaba pequeños conjuntos de casas que dieron forma a barrios de altísima calidad. Las grandes inversiones fueron públicas, los grandes edificios públicos. Hacia los años 50 empiezan a cambiar las cosas, la inversión privada se empieza a concentrar en edificios de propiedad horizontal, son los años de explosión de Pocitos y la arquitectura se regenera sobre el modelo norteamericano. Pero el volumen de edificación actual es inmenso, y en altísimas concentraciones, de mucho porte, de alta gama, y que se aíslan bastante del espacio urbano. Generalmente están cerrados. Y también hay nuevas zonas como el entorno de la Ciudad de la Costa, donde las edificaciones están ajenas al contexto urbano. Pero hay un mercado dispuesto a eso.
—¿Cuáles son las necesidades arquitectónicas de la sociedad y cómo actúa la FARQ?
—No hay que caer en el error de desvincular la arquitectura de los contextos socioeconómicos y culturales. La arquitectura es agente de cambio pero también está sujeta a esas presiones. El mayor problema de la arquitectura de hoy es la fragmentación social. La sociedad se ha estirado. Entonces debemos trabajar fuerte en los espacios públicos, para que colaboren en suturar esa fragmentación. Tampoco nos podemos engañar con que solo con eso arreglamos el problema.
—¿La Plaza Seregni es un buen ejemplo?
—Lo es, y la Plaza Casavalle es otro. Son ejemplos que demuestran que el espacio público es capaz de regenerar el tejido social. Otra herramienta fundamental es la vivienda de interés social. Ahora, la solución no pasa solo por la casa. También es necesaria la cultura de uso y mantenimiento. ¿Cómo construye ciudad la vivienda? Últimamente se generan viviendas de interés social en terrenos grandes y periféricos, como el Plan Juntos. Se genera una expansión de la ciudad que coloca gente lejos de los trabajos, de los servicios y genera mayores costos de transporte, agua y otras redes. Lo que prima es el costo de la tierra. En paralelo hay sectores muy grandes de la ciudad que se están vaciando, barrios bien ubicados, de arquitectura muy buena, porque la gente se va a los conjuntos de alta gama o si se empobrece a la periferia. Por un lado crecemos y nos superconcentramos y por otro lado la vivienda está abandonando zonas magníficas.
—Está plagado de carteles de “Se vende” y “Se alquila” en zonas céntricas. Ese era el tema de una obra en la muestra Ghierra Intendente. La ciudad se transforma en un queso…
—Es una buena imagen. Hay mucha gente de la FARQ que participó en la muestra de Ghierra. Yo encontré varias ideas muy viables, como el espacio público en la zona de la Rambla portuaria. La casas vacías abandonadas generan muchos problemas, incluso sanitarios. La academia tiende a reconocer este problema. Nos preocupa revertir ese proceso, rellenar esos huecos, dinamizar esas zonas. Se está cuantificando el problema y se está investigando en ámbitos de posgrado de la facultad. Una posible solución para fortalecer los espacios urbanos puede ser un modelo de “cooperativa dispersa” en el espacio urbano, diferente del complejo único habitual.
—¿Cómo mejoramos ese desmadre llamado 18 de Julio sin perjudicar el comercio?
—Es un espacio super simbólico, muy sobrecargado, con problemas que se realimentan y que son cada vez peores. Se está tratando de revertir algunos, hay un mayor respeto por los edificios, se sacaron marquesinas, se está mejorando la iluminación de la calle y de algunos edificios. Es un aporte. Pero es una calle saturada de tráfico, de ómnibus y autos, muy poco amable para el peatón. Hace poco colaboramos en un proyecto que la Intendencia tiene con un grupo de Dinamarca que estudia el espacio urbano, con cien estudiantes de facultad trabajando sobre 18 de Julio. Hay que atacar el ingreso vehicular al Centro, pero si sacás los ómnibus de 18, ¿dónde los ponés?
—¿Le haría bien un subterráneo al Centro?
—Claro, le haría muy bien, pero los que saben dicen que no es viable. Entonces se puede pensar en el tranvía, más silencioso, menos contaminante y más organizado, para evitar el humo y las cuatro filas de ómnibus.
—¿Debería seguir siendo un espacio comercial?
—Debería seguir siendo un eje comercial, pero puede que mi opinión esté afectada por mis vivencias. En lo comercial ha habido una concentración muy fuerte en las grandes superficies. Pero estos procesos no son irreversibles, sino que son tendencias. En Buenos Aires, Palermo es un buen ejemplo de dispersión.
—Cordón y Parque Rodó se han rejuvenecido gracias a los reciclajes. De hecho, existe una novela llamada Cordón Soho …
—Exacto. Allí se han instalado muchos negocios de diseño y gastronomía. Es un buen ejemplo de cómo una ciudad recupera con el tiempo lo que perdió. Allí abundan las viviendas de estilo italiano, la típica casa con claraboya, muy flexibile, con una capacidad increíble de reconversión. Eso es maravilloso, un fenómeno sin dudas saludable.
—Ese barrio les ha dado de comer a muchos arquitectos…
—Absolutamente. Otra tendencia que se aprecia ahora es que las grandes superficies empiezan a ceder terreno a los pequeños mercados que están apareciendo. Luego de la hiperconcentración se está dando un rebote. Es muy sano que se recupere la ciudad como soporte de la vida.
—En este período la facultad incorporó al Centro de Diseño (industrial y textil) y recuperó la revista. ¿Se quiere recuperar la dimensión artística de la arquitectura?
—Anexar el Centro de Diseño era una necesidad. El concepto de arquitecto excede largamente al que solo proyecta edificios. Desde hace mucho tiempo trabajamos el equipamiento urbano y el territorio. Está muy bueno que convivan arquitectos y diseñadores, ese vínculo los enriquece. Con la revista pudimos concretar el proyecto editorial de la facultad, que además de la Revista incluye libros, el portal web Patio, publicaciones como Mapeo e iniciativas como La Noche de los Fallos, que consolidan la comunidad académica. En pocos días saldrá el número 2.015 de la Revista y también un libro del Centenario, con unos 130 artículos que repasan año por año la arquitectura uruguaya del último siglo. En este período también completamos el sistema de formación, con todo el arco posible de posgrados, cursos y diplomas, hasta un doctorado. Restauramos la Casa Vilamajó y la convertimos en casa museo. Enfrente está la Casa Cravotto donde vive su viuda, con la que estamos en contacto. Hay equipos de facultad investigando en ese material que allí se conserva. Estamos buscando generar una red de casas museo en la región, con la Casa Curutchet de La Plata (de Le Corbusier) y otras. Es una casa de nobleza y calidad maravillosas. Está abierta, tenemos guías de la facultad, dos veces por semana. El 27 de noviembre celebraremos los 100 años acá, en casa, con toda la comunidad arquitectónica.
—Episodios como la demolición de Assimakos pusieron en el tapete el tema conservación. ¿Cuál es el valor de conservar ese tipo de lugares? ¿Todo debe ser conservado?
—Creo que hay un proceso de ampliación del concepto de patrimonio. Entendemos de valor patrimonial cosas que antes no estaban en esa categoría. Antes era patrimonial exclusivamente los edificios excepcionales. Hoy lo son tramos de ciudad o conceptos intangibles. El reciclaje es admisible en una enorme cantidad de casas patrimoniales, que lo siguen siendo luego del reciclaje porque incluso quedan mejor. No hay que pensar que toda renovación es fatal. En la medida en que la cultura es insensible a ciertos valores porque no los hace propios, la defensa patrimonial tiene un carácter de prohibiciones y normas a cumplir. Esto no se puede tirar ni modificar. Ese criterio autoritario debería ser sustituido por la convicción sobre el valor. Las cosas pueden renovarse y sustituirse siempre y cuando lo que venga sea mejor.
—¿La Estación General Artigas es un caso paradigmático del abandono patrimonial?
—Es un edificio de un valor extraordinario, hecho por un arquitecto importantísimo, un pionero, Luis Andreoni. Cuando entrábamos a la facultad era un croquis obligatorio, todos íbamos a dibujar la estación. El efecto de ese abandono es el deterioro de todo el barrio. Ahora está saliendo de un limbo jurídico. Quien tenía el derecho de trabajar ahí lo había perdido por incumplimiento. Está en un estado del que tiene que salir.
—¿Cuál sería su mejor destino?
—Debería ser un espacio colectivo orientado a la cultura, en una estructura mixta. La cultura no es incompatible con oficinas, comercios o locales de comidas. Ese mix supone también una gestión público-privada. No pienso en un espacio sacro, aislado, sino bien mezclado, que se recupere aquel espíritu diverso y ruidoso, tan increíble.