—Desde que ingresó ha pasado por todo tipo de papeles, pero siempre protagónicos. ¿Cómo vive el involucramiento emocional con el personaje de “Molly”?
—Me importa más la parte emocional que copiar los clichés de una profesión. Es un personaje que se desbarranca en un momento de la historia y eso es lo más interesante, el punto de conflicto. Es una adicta que toma una decisión que desencadena un montón de cosas. Margarita Musto (directora artística de la Comedia desde enero pasado), que al ser actriz conoce muy bien el trabajo del actor, siempre nos pide que nos corramos de ese lugar cómodo en el que estamos y transitemos la dificultad, lo que nos cuesta, las zonas oscuras, lo que no se ve, lo que nos desacomoda. Eso provoca una conmoción, un estado de alerta, te obliga a estudiar. Te saca del “ya lo sé” y te coloca en el “tengo que lograr esto”. Pese a lo que puede parecer desde afuera, la Comedia es lo contrario a actuar de oficio.
—¿Cómo trabaja ahora el tema de la religión?
—Calderón está lanzado a la búsqueda de la emoción para saber cómo frenarla y no mostrarla. Es otro camino, muy interesante. Habla de la fe religiosa y la belleza en clave de comedia filosófica. Me enfrenta a mi propia ignorancia. ¿Creés o no creés? ¿En qué tenés fe? Muchas veces no tengo respuestas. Es raro decir “yo creo” o “yo no creo”. Nunca hay una respuesta contundente. Y Gabriel siempre propone el debate.
—¿Es consciente de cómo ha logrado esa actuación tan potente desde lo vivencial?
—Que algo sea vivencial no necesariamente significa que te afecte emocionalmente. Una mano te tiembla porque ponés el músculo de tal manera. Hay mucho estudio y mucho empeño puesto en la técnica corporal y actoral. El cuerpo es mucho más que la cabeza. Sobre el personaje, otros pueden teorizar mejor que yo. Soy muy confusa, no lo puedo explicar. Pero sí tengo algo muy claro que es la relación entre persona y personaje, y no podés sacarle el cuerpo a eso. ¡Mirá lo que te digo! No es que para representar la angustia recuerde las amarguras de la niñez. No se trata de trabajar sádica ni perversamente con las emociones. Esta generación está en esa búsqueda. Yo encarno lo que los directores nos dicen, me quedo callada y siento cómo me pasa por el cuerpo lo que ellos piden. Pero no tengo un método; sí tengo una conciencia clara de que allí hay un espectador y no es un tonto. Es alguien que viene con su historia y seguramente le pasó algo parecido a lo que vive el personaje.
—Habló de su generación. Directores como Mario Ferreira, Mariana Percovich, Roberto Suárez, María Dodera, Marianella Morena, Sergio Blanco, Alberto Zimberg y Alberto Rivero, que comenzaron en los 90 y están instalados en la escena actual. Las viejas generaciones les critican que se pongan delante de la obra y entreguen lo que ellos piensan de esa obra. ¿Cómo lo ve?
—Siempre existió una impronta de directores. Maestros como Eduardo Schinca, Nelly Goitiño y Héctor Manuel Vidal siempre tuvieron su estilo propio. A mí me apasiona lo que ocurre. Lo más interesante hoy es qué tienen ese director y ese actor para decir de esa obra. Cómo y desde qué lugar la vinculan con el presente. Ese es el avance fundamental.
—De hecho, su hermano Sergio entiende al autor como un técnico más que, como el iluminador o el escenógrafo, entrega el texto como un insumo al director…
—Más allá de los distintos estilos de dirección, creo que con la visión del director la obra crece. Eso siempre se vio en el teatro uruguayo y mundial. En la música es fundamental el director de orquesta.
—En “Kassandra” (que adapta el mito griego a la Grecia de hoy encarnado en una prostituta) está la reescritura del clásico, la escenificación de Calderón en un cabaret y su interpretación, que moldean la historia original...
—Esa obra se está haciendo en cinco lugares diferentes del mundo y en cada uno es diferente, de acuerdo a la actriz que lo hace y al director. Los artistas tenemos que hablar sobre la obra. Si no, ¿para qué ver “Hamlet” otra vez? El espectador también va a buscar algo nuevo. No va a ver la fábula. Ya sabe que Romeo y Julieta se matan al final. Quiere saber qué le van a decir este director y estos actores. Es una búsqueda más personalizada. El cuentito importa menos, lo que importa ahora es otro cuento. Las obras son excusas para decir algo nuevo.
—¿“Kassandra” fue un punto de inflexión?
—Sin dudas. Toqué un techo con esa obra. Sentí algo nuevo, llegué a un estado nuevo. No en vano fue lo último que hice en teatro independiente y fue con lo que concursé para entrar a la Comedia. “Kassandra” habla de mí, me siento expresada allí. Merece todos mis respetos y mi amor. Ojalá pueda volver a hacerla en alguna licencia. No son muchos los casos de un texto escrito en un inglés de inmigrantes, un inglés rústico, callejero, una especie de dialecto anglo que cualquiera puede entender. Lo curioso es que ese inglés prostituido ya venía desde la dramaturgia. Gente que no sabía inglés me decía que entendía todo. Después de hacerla fui a visitar a Sergio a París, me llevó a pasear a un barrio y me dejó sola un rato en una esquina. A los cinco minutos me estaban ofreciendo los famosos Marboro con los que empezaba la obra y me hablaban en ese inglés para turistas. Entonces caí que me había dejado ahí para que sintiera la fuerza de la inmigración, la potencia de esos desprotegidos del mundo, esos desclasados. Aquí, eso aún no lo he sentido. “Kassandra” es el último escalafón de la discriminación.
—¿Qué otros espectáculos la marcaron con esa fuerza?
—“Ágata”, dirigida por Nelly Goitiño me marcó a mí y a toda mi generación. “Las reinas”, el último trabajo de Eduardo Schinca. Se enfermó durante los ensayos, llegó a ver el estreno y falleció enseguida. “Roberto Zucco”, con Taco Larreta. Los que más me influyeron son los pilares. Vengo de esa escuela. Esos maestros que ya no están. Por eso me encanta estar en este cambio, y adhiero a esta cosa de los directores que ponen su impronta. Creo que hay que estar alerta al presente.
—¿Por ahí pasa la originalidad que puede ofrecer el teatro ante las pantallas, que son capaces de lo inimaginable?
—Alguien dijo que el cine evolucionará tanto que un día vamos a poder tocar al actor. Eso es el teatro. Por eso está bueno que el teatro busque su lugar donde es irremplazable. Si no, marchamos.
—Ahora que volvió al teatro, ¿qué le dejaron los años en el cine?
—Es raro, no te das cuenta de que tu imagen trasciende y llega a sitios insospechados. Estoy tan acostumbrada a actuar para diez o veinte espectadores y es tal la fuerza de ese momento donde se encuentra el cuerpo presente del actor con el cuerpo presente del espectador, que lo otro me sigue siendo ajeno. Hago una película y es como tirar una botella al mar: no sabés quién la va a recoger. Perdés el control.
—Pero la actuación en el set es siempre para muy pocas personas…
—Lo tomo como un momento teatral. En cine trabajo con mis resortes teatrales, la adrenalina del momento del escenario. Es distinto porque no te están mirando directamente. Están atentos a los monitores. Es un momento mágico el de la toma, está todo el mundo pendiente. No vuela una mosca. ¡Acción! Mirá qué palabra, viene del teatro griego. Se genera un silencio, una concentración. Son todos recursos teatrales.
—¿Qué demonios fueron vencidos para actuar en cine?
—Muchos. En “Alma Máter” el tema, justamente, era el demonio en el cuerpo de Pamela. Transité mucha angustia con Álvaro Buela, el director. Yo quería controlar mi imagen, quería mirar todo y estaba muy nerviosa. Me daba pánico lo que iba a quedar guardado en una cinta en la estantería de alguien.
—El cine uruguayo se nutre básicamente de actores de teatro. ¿Cómo es la relación de los actores con los cineastas?
—Así es, aunque ellos renieguen de nosotros y nos peleen tanto (ríe). Hay una gran evolución aunque sigue siendo bastante ingrato el trabajo en cine. La gente va a ver poco cine uruguayo. Los números son fríos. Afuera, en el circuito de festivales, sin embargo es muy respetado, valorado y esperado.
—¿Ha mejorado la dirección de actores, que hace diez años era un problema serio?
—Se ha avanzado mucho. No sé si ha mejorado la dirección de actores. Lo que sí ha mejorado es la confianza de los cineastas en nosotros. Creo que el cine es un tema de confianza, y no mucho más. Hay que confiar en que el que está ahí poniendo el cuerpo sabe, y nosotros debemos confiar en que el que está mirando también sabe. El cine es un ejercicio de amor y de confianza. Lo aprendí con Rebollo. En la sala de montaje, con una música, con texto o con un efecto visual, pueden hacer lo que quieran con tu imagen. Me gustaría sentir que ellos confían y a veces no percibo esa mirada. Hay una pelea entre el equipo técnico y los actores. Hay cuidados superfluos al actor, que vienen de los divismos.
—¿El teatro en pequeñas dimensiones puede ser una buena escuela para la actuación en cine?
—Es fundamental para la historia y la evolución del cine. Salas como La Gringa y espacios nuevos de experimentación abren un camino y ahora estamos en otro lugar. La palabra “teatral” ya no debería ser una mala palabra en cine. Pero aún sigue siendo complicado. El actor pasa por una escuela donde investiga y entrena con su cuerpo durante cuatro años. Por lo general, los directores pasan por una escuela donde sobre todo trabajan con máquinas. No tienen ni idea de lo que es el trabajo con el actor. Eso lo percibo y lo digo desde mi crédito de haber trabajado en cine. En las nuevas escuelas de cine hay mucha ignorancia sobre el trabajo del actor. Falta una unión ahí.
—¿Cómo ve el reciente cine uruguayo?
—Creo que es acertado el camino de historias pequeñas como “La vida útil”, puertas adentro, porque es lo que puede hacer, por su idiosincrasia y porque los presupuestos no dan para historias más grandes. Es lo que para mí sucede con “La demora” (su último protagónico nacional, del uruguayo Rodrigo Plá). Es una pequeña historia universal bellísima. ¿Quién no se pregunta qué va a pasar con uno o con sus padres en la vejez? Es tremenda, y ahora cuando la veo me sigue doliendo. Es la belleza del horror, como “Las flores del mal” o la reciente “Amour” (de Michael Haneke). Fue muy duro hacer “La demora”. Se trabajó con mucho rigor y lucidez y se logró una actuación impresionante de un señor que no era actor (Carlos Vallarino). Padecí mucho el frío del rodaje nocturno y la falta de un espacio de descarga, entre pares. Fue muy inhóspito. Tuve que dejarme ojeras de verdad. El director me pedía que durmiera poco y mal para lograr una decrepitud creíble, una cara cansada y gastada. Fue duro como mujer ver esa imagen en primer plano. Por eso digo que el cine es un acto de valentía y confianza.
Vida Cultural
2013-07-04T00:00:00
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