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Un techo altísimo del que penden sogas y roldanas con ganchos de los que cuelgan grandes estructuras de metal y una obra hecha con troncos grandes y gastados por el tiempo. Acumulación de piezas y trozos de objetos que se amalgaman formando un conjunto peculiar, inquietante y sugestivo. Podría ser, tranquilamente, la locación para una película policial: secuestran a alguien y lo encierran en ese galpón con vida propia. Nadie sabe dónde está. Afuera, sobre Monte Caseros, los buses pasan distraídos y los niños salen de la escuela con la moña deshecha. Pero este lugar no forma parte de una película, sino que es la casa del prestigioso escultor Octavio Podestá, quien hizo de su vida su obra, o viceversa. Entonces, su morada es su taller. O viceversa.
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Hace pocos días, la Fundación Prosodre inauguró en el Auditorio Adela Reta una muestra del artista, y ayer, miércoles 5, abrió otra exposición de Podestá en la Fundación Unión (Plaza Independencia 737).
Este uruguayo, que nació el 19 de abril de 1929, recibió la formación tradicional de la Escuela Nacional de Bellas Artes, donde más tarde dio clases, y se formó con maestros como Severino Pose y Eduardo Díaz Yepes. Obtuvo varias becas para viajar a países como Italia, Líbano, Egipto o Francia, donde estudió en L’École Supérieur des Beaux-Arts. De espíritu didáctico por naturaleza, tan pronto como comienza a responder las preguntas de Búsqueda, empieza a graficar lo que dice con cosas que tiene a mano y, uniendo un lápiz con un vaso, asegura que sus esculturas son puzzles que ensamblan distintas partes sobre las que él trata de intervenir poco.
Muchas veces, esas obras tienen grandes dimensiones. Y han pasado a formar parte del paisaje urbano (el Hospital de Clínicas, el Cementerio Israelita de La Paz, el Museo Nacional de Artes Visuales, etcétera).
Cuando trabaja con grandes dimensiones, Podestá se asesora con un ingeniero que se encarga de hacer los cálculos y las previsiones necesarias. Subraya que le gusta mucho el trabajo en equipo y la posibilidad de que sus piezas integren, por ejemplo, una escenografía teatral.
Fue durante la adolescencia que el maestro supo que quería ser escultor. Y tuvo el apoyo de sus padres. Se crió en el barrio donde vive hoy, y de chico le gustaba ir a mirar cómo la gente trabajaba en oficios como la fragua o la fabricación de corchos. “Toda esa cosa manual siempre me atrajo”, afirma. Del modelado tradicional que se enseñaba en Bellas Artes, pasó al hierro, atraído por la posibilidad de abandonar el volumen y de jugar con el espacio y con el plano de la chapa. “Le preguntaba a amigos del barrio que eran chapistas cómo hacían, y algo me explicaban. Siempre lamenté no haber sido herrero. Lo que pasa es que después uno se vuelve ‘un siete oficios’, pero no puede saberlos todos”, explica.
“He pregonado que la escultura tiene que estar en espacios públicos, en los grandes sitios por donde pasa la gente: en los parques, en las escuelas. Porque en una época veíamos las figuras ecuestres de Artigas o el gaucho, pero no éramos conscientes todavía de que la escultura tenía que salir del taller o de la exposición de salón”, opina.
Para concretar esta idea, en una oportunidad hizo una exposición itinerante con 70 piezas que recorrieron 14 departamentos del país. “Fue interesante porque caía en una plaza y escuchaba que decían ‘esto no es escultura, escultura es Artigas’ y ahí empezaba el diálogo con la gente, que dudaba. Yo quería que vieran que hay cosas diferentes”.
No sin pena, Podestá reconoce que el cuidado de los espacios públicos decayó notablemente. “En otra época había jardineros franceses que traían esculturas. Y después pasó un tiempo de años y años en los que no se ponía nada salvo alguna figura ecuestre de algún héroe. Después empezó lo de Punta del Este: quedaron solo los cinco dedos, debido al vandalismo. Y se hizo otra instalación de piezas grande en el Parque Rivera, de la que tampoco quedó nada. Y, claro, en la Casa de Gobierno se hizo el Parque de las Esculturas”. Este último dio que hablar debido al impresionante deterioro que sufrieron las obras (ver Búsqueda Nº 1.653).
“Lamentablemente”, reclama, hay esculturas en la ciudad que no fueron colocadas con suficiente tino: “Si se va por la Rambla está la estatua de Iemanjá o ese buda verde (Confucio), al que sacaron de un recinto y lo pusieron ahí sin que tuviera nada que ver”.
Uno de los compradores de obra de Podestá fue un colega que lo admira y que no necesita presentación: Pablo Atchugarry. “Él está haciendo una obra fenomenal, abrió el juego, compró obra a varios uruguayos y a gente joven. Además, tiene tanta actividad que en verano es el centro de Punta del Este, invita a artistas extranjeros y trae piezas de gran valor para la Fundación, lo que le permitirá dejar un acervo fenomenal. Pero a Atchugarry eso le costó 25 años de su vida: quemó las naves cuando se fue a los 20 años”. Es que este es un ambiente muy chico y “no hay consumo”, reconoce Podestá con algo de amargura.
El creador cuenta que no llegó a vivir del arte exclusivamente. “Viví siempre alrededor del arte, un poco por mi temperamento. Se puede vivir del arte, pero es muy poca gente la que puede hacerlo realmente, un poco por el ambiente y otro poco porque hay que saberse vender, en el buen sentido. Yo preferí siempre quedarme en el taller y no salir por ahí, y eso tiene un precio”.
Sin embargo, el escultor no tiene remilgos en que su arte se integre a un edificio de vivienda o a una empresa “comercial”. “He expuesto hasta en las cooperativas, en fin, en cualquier lado. Hubo motivos políticos con los que no estuve de acuerdo, eso sí. Una vez, en la dictadura me convocaron para hacer algo y dije que no. Ahí fue donde yo me cuidé siempre. Y esa conducta me fue aislando un poco también”, dice.
—¿Pero usted habría podido ser otra cosa si no hubiera sido escultor?
—Sí, de todo: bailarín, cantante (ríe), arquitecto, yo qué sé. Yo iba al teatro y me parecía que estaba bailando o tocando el piano… pero claro, no estamos en el Renacimiento, cuando todos hacían de todo.