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Usaba sombreros de ala ancha que hacían juego con su sobretodo negro, y tenía un rostro pálido y de mirada triste detrás de sus anteojos redondos. Así aparece Fernando Pessoa en las fotografías y en el trazo de varios caricaturistas que lo tuvieron como modelo. Su figura bien podría componer el cuadro de la saudade portuguesa, porque Pessoa era un hombre solitario y consternado que deambulaba por las calles de Lisboa a comienzos del siglo XX, mientras fumaba y pensaba en sus versos.
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Pero en realidad, Pessoa no estaba solo. En su interior convivían una multiplicidad de personalidades y de voces que lo convirtieron en uno de los escritores más singulares de la lengua portuguesa, y en uno de los poetas más reconocidos de la literatura. Es difícil explicar las varias identidades que nacieron de Pessoa y que tuvieron nombre y vida literaria propia. El fenómeno lleva el nombre de “heterónimos”, que a veces pueden confundirse con un seudónimo, aunque son mucho más que una firma inventada. En el caso de Pessoa, sus heterónimos tuvieron una historia de vida y un carácter y estilo literario definidos. Tres de ellos son los más recordados, porque con esos nombres surgió el grueso de la producción poética del escritor: Álvaro de Campos, Ricardo Reis y Alberto Caeiro.
“Fue el 8 de marzo de 1914, me acerqué a una cómoda alta y, cogiendo un papel, empecé a escribir de pie, como escribo siempre que puedo. Y escribí treinta y tantos poemas de un tirón, en una especie de éxtasis cuya naturaleza no conseguiré definir... Y lo que vino a continuación fue la aparición en mí de alguien a quien di el nombre de Alberto Caeiro”. Así narró el propio Pessoa la aparición de su primer heterónimo. La anécdota la incluyó Álvaro Crespo, uno de los primeros traductores de su poesía al español, en el libro “La vida plural de Fernando Pessoa” (2007).
Un año antes de aquella aparición, Pessoa había publicado un texto en la revista “A Águia” titulado “En la floresta de la enajenación”. El poeta consideraba ese relato como el origen de una obra narrativa mayor que surgiría en 1914 y que llevaría como nombre El libro del desasosiego. Este diario íntimo, elaborado durante 25 años con una escritura intermitente, tuvo como autor a otro de sus heterónimos, el más nihilista y atormentado: Bernardo Soares. Fue el más parecido a Pessoa, el que pudo mostrar sin dobleces su arte poética, sus ideas sobre escritura, religión o política, pero también sus observaciones de la ciudad de Lisboa y su gente.
La extrañeza que sentía Pessoa frente a sus desdoblamientos está explícita en este diario que se fragmenta en diferentes momentos, situaciones y sentimientos: “Encuentro a veces, en la confusión vacía de mis gavetas literarias, papeles escritos por mí hace diez años, hace quince años, hace quizá más años. Y muchos de ellos me parecen de un extraño; me desreconozco en ellos. Hubo quien los escribió y fui yo. Los sentí yo, pero fue como en otra vida, de la que hubiese despertado como de un sueño ajeno”.
Cuando Pessoa murió en 1935, a los 47 años, dejó innumerables textos que pertenecían a El libro del desasosiego, junto a la indicación de cómo debían organizarse. Pero esas indicaciones no fueron de mucha ayuda para los editores porque habían sido escritas en diferentes momentos y eran tan desordenadas como los propios fragmentos que querían ordenar. Sin embargo, esa estructura aparentemente caótica es una de las virtudes de este libro, que se puede leer de continuo o de forma salteada, dejarlo descansar por unos días o por varios meses, retomarlo en cualquier parte o volver a iniciarlo. Lo que interesa en El libro del desasosiego no solo es lo que dice Soares-Pessoa de sí mismo, sino su reflexión filosófica y su narración poética acerca de la vida.
En ese sentido, poco tiene esta obra de autobiografía o de diario tradicional, con fechas y registro de acontecimientos más o menos lineales. Y así lo explica el autor en el mismo libro. Con cerca de 500 fragmentos, Pessoa fue elaborando un libro interminable y lleno de sabiduría e imágenes memorables, muchas veces concentradas en pocas palabras. Pero sobre todo lo que pesa en sus páginas es una filosofía que se despega de la vida tangible, como si Pessoa hubiera sido pura conciencia y pensamiento.
Son continuas las frases sobre el sentido de la vida y su fugacidad, como si fuera un viaje de destino incierto: “Considero a la vida como una posada en la que tengo que quedarme hasta que llegue la diligencia del abismo. No sé a dónde me llevará porque no sé nada”. (...) “Nosotros nos encontramos navegando sin la idea del puerto al que deberíamos acogernos. Reproducimos así, en la especie dolorosa, la fórmula aventurera de los argonautas: navegar es preciso, vivir no es preciso”.
Pessoa había nacido en Lisboa en 1888 y tuvo una infancia marcada por la muerte: primero la de su padre por tuberculosis cuando él tenía cinco años; poco después la de su hermano pequeño de un año. Su madre, que había tenido que vender los muebles de la casa para sobrevivir, se casó de nuevo en 1895 por poderes con el cónsul de Portugal en Durban, Sudáfrica. Allí Pessoa vivió varios años de su juventud y estudió inglés, lengua con la que trabajaría como traductor.
Las menciones a su generación, que presenció la gestación y el desarrollo de la I Guerra Mundial, son frecuentes en El libro del desasosiego: “Cuando nació la generación a la que pertenezco, encontró el mundo desprovisto de apoyos para quien tuviera cerebro, y al mismo tiempo corazón. El trabajo destructivo de las generaciones anteriores había hecho que el mundo para el que nacimos no tuviese seguridad en el orden religioso, apoyo que ofrecernos en el orden moral, tranquilidad que darnos en el orden político. Nacimos ya en plena angustia metafísica, en plena angustia moral, en pleno desasosiego político”.
En 1905, el poeta decidió regresar solo a Lisboa, donde vivió con su abuela Dionisia y dos tías. En ese momento ya había comenzado a escribir poemas, pero además trabajaba como traductor comercial. “¿De qué sirve llamarme genio si soy ayudante de contabilidad?”, escribió en su libro. Y aquellos días monótonos de oficina en la Calle de los Doradores, aparecen mencionados con cierta ironía, sobre todo hacia uno de sus jefes: “El patrón Vasques. Veo hoy desde allí, como le veo hoy desde aquí mismo. (...) Le veo, veo sus ojos de vagar enérgico, los ojos que piensan para dentro cosas de fuera, recibo la perturbación de la ocasión en que no le agrado, y mi alma se alegra con su sonrisa ancha y humana, como el aplauso de una multitud”.
Pessoa fue un hombre retraído y de escasa vida social. Cuando tenía 31 años tuvo una novia, Ofelia Queiroz. Pero la relación con aquella joven burguesa de 19 años no prosperó. En ese hombre ensimismado no parecía haber lugar para un romance terrenal, aunque sí para su amor por la lengua. “Mi patria es la lengua portuguesa”, escribió en su libro, y en otros pasajes abunda en su obsesión por la palabra: “Me gusta decir. Diré mejor: me gusta palabrear. Las palabras son para mí cuerpos tocables, sirenas visibles, sensualidades incorporadas. Tal vez porque la sensualidad real no tiene para mí interés de ninguna especie —ni siquiera material o de ensueño—, se me ha transmutado el deseo hacia aquello que crea en mí ritmos verbales, o los escucha de otros”.
Pessoa falleció debido a complicaciones derivadas de la cirrosis que padecía. Durante toda su vida, había sido un gran bebedor de aguardiente de la marca “Águia Real”. Según sus biógrafos, en sus últimos momentos pidió sus lentes y llamó a sus heterónimos. Había escrito por última vez en inglés: “No sé lo que traerá el mañana...”. Pero tal vez su último pensamiento ya lo había escrito hacía años en El libro del desasosiego: “Dios mío, Dios mío, ¿a quién asisto? ¿Cuántos soy? ¿Quién es yo? ¿Qué es este intervalo que hay entre mí y mí?”.