Nació en Londres hace 52 años. Se crio a ambos lados del Canal de la Mancha en los años 70, entre la capital británica y Bélgica, donde se instalaron sus padres. Fue pupilo en Winchester, estudió Literatura y Filosofía en una universidad de York, después volvió a Londres y a los 26 años escuchó por primera vez la palabra Uruguay. “No tenía idea”, dice. “En el Anglo pedían un director inglés para venir a dar talleres de teatro y dirigir obras en inglés a Montevideo. Me enteré por una amiga de Londres y me vine sin saber una palabra de español”, recuerda en un castellano fluido, repleto de expresiones bien nuestras como “ta” y “todo bien”, pero con esa distorsión fonética de los angloparlantes, que deja todas las erres a medio camino. En 2009 se radicó en Uruguay y dirigió su primera obra, Pelea de osos, un texto de su autoría sobre el vínculo entre un psicólogo y una paciente, en el Anglo. Allí conoció a Claudia Sánchez, la diseñadora de iluminación y otros rubros, su pareja desde entonces. Poco después mostró su garra para adaptar un texto ajeno cuando hizo Traición, de Harold Pinter, en El Galpón, una puesta en escena electrizante. En el Circular dirigió Ellos, un trabajo colectivo sobre la discriminación en Montevideo y versionó Coriolano, de Shakespeare. No demoró en llamar la atención de la Comedia Nacional, con la que dirigió dos obras británicas contemporáneas: Molly, del irlandés Brian Friel, y Harper, del inglés Simon Stephens. Más acá en el tiempo, en 2015, se atrevió, también en la Comedia, con otro texto de un inglés, pero muy distinto: La tierra purpúrea, el icónico trabajo del naturalista William Henry Hudson que describe la vida a medio camino entre la civilidad y la barbarie en el interior rural uruguayo a mediados del siglo XIX. En los últimos tres años fue y vino a Londres porque se consagró a escribir el guion de una película producida por el British Film Institute llamada Censor, aún sin estrenar, sobre una censora de los años 80 que tiene que lidiar con el cine de terror en el auge del VHS. “Los videos le comen el cerebro y ella piensa que su vida se ha transformado en una película de terror”.
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El viernes 1º estrenó en Sala Verdi Dados tirados, obra en la que un solo actor, Luis Pazos, interpreta los tres personajes: Andrés, un treintañero promedio montevideano del presente, recién separado, con un hijo chico; Sedley, un viejo rockero inglés de los años 60, desbarrancado y decadente, y la amante de ambos. Más allá de sus avatares, en esencia a los dos hombres los llevó allí lo mismo: la búsqueda del amor, el deseo del encuentro, el ansia de trascender. “Ese sueño de libertad del rock and roll que en algún lugar todos tenemos”. Con toques de fantasía y abundante psicodelia, el texto reúne a los tres en una noche de tormenta... en las escalinatas del Templo Inglés. Para conocer mejor esta historia inspirada en la fuerte influencia de la cultura rock británica que Fletcher le atribuye a Montevideo, es mejor presenciar alguna de las cuatro funciones que quedan de esta primera temporada, de diez noches consecutivas, en el marco del festival Temporada Alta (las entradas se venden en Tickantel). A continuación una síntesis de la charla que Fletcher mantuvo con Búsqueda, en la que definió la dirección como “dejar que los talentos florezcan”.
—Exacto. Porque el mundo hoy es más grande. Y aquí está lleno de historias interesantes para contar no solo a los uruguayos sino para afuera. El cine lo ha entendido, y ahora está empezando a pasar en teatro, con Sergio Blanco, Gabriel Calderón y Marianella Morena. Fui a ver Tebas Land en Londres y a los ingleses les encantó. Estuvo en Buenos Aires, en Japón y en todos lados.
—¿Cómo llegás a la síntesis de estos dos personajes?
—Me impactó la beatlemanía y rollingmanía que se vive en el Río de la Plata. Siempre fue para mí muy curiosa la potencia de la cultura musical inglesa que hay aquí. Es fortísimo. Cuando en un momento el personaje habla de bandas que ya están olvidadas, es por ese fenómeno de escuchar aquí en cualquier lado música muy vieja, de los 70 y 80, que en Inglaterra no se escucha más. Encuentro recuerdos de mi juventud a cada paso.
—Quizá esa movida bien montevideana de la nostalgia influyó mucho en eso...
—Puede ser, pero también hay algo de que hemos logrado, y hablo como inglés, una forma de comunicar que hizo que mucha gente común de todo el mundo se identifique. Es bueno recordar que en general esas bandas no surgieron de las universidades, sino de sectores deprimidos del país. Desde los Beatles en Liverpool y los Stones en las márgenes de Londres, Roxy Music, hijos de mineros de Newcastle. Defiendo mucho eso, es la mejor parte de mi país, la capacidad de transmitir algo muy humano y universal con la música. Me gustaba mucho ese universo para llevarlo al escenario. El choque entre un uruguayo y un inglés que muestra la obra es lo que yo encontré acá.
—Una cosa es el rock como estilo musical y otra como concepto, como actitud. ¿Dónde ves el rock hoy?
—Para muchos, Beethoven es rock and roll. Y de alguna forma el tango también lo fue. No sé bien cómo contestarlo. Creo que la industrialización de las artes perjudicó al rock. La llama se fue apagando. Es una gran paradoja, por eso creo que hoy hay más rock and roll en Montevideo que en Londres, donde todo es un producto. El problema es cuando la gente en las oficinas decide lo que van a tocar las bandas. Cada tanto algo explota de la nada y aparece Nirvana u Oasis. Pero es cada vez más normal un tipo en una oficina pensando cómo vamos a armar algo de música para vender. Y eso no es rock and roll. No tiene nada que ver con eso. Ahora, no es nada nuevo, pasó en los 60 también.
—¿Qué bandas te marcaron en tu adolescencia y juventud?
—Los Ramones fue una de las primeras bandas que vi, y también recuerdo muy bien a The Jesus and Mary Chain, que eran geniales. ¡Tocaban 20 minutos de espaldas al público! Se armaban líos en los conciertos. Mucha gente se enojaba pero lo que hacían era furor. También todos escuchábamos a los Smiths, fueron muy importantes para mi generación.
—¿The Cure?
—The Cure era un poco más gótico, más pop. Me sentía más lejos de eso. Pero The Smiths generaban mucha empatía con sus letras. Esa cosa feliz-triste de tener 18 años cuando toda la vida está por delante pero también ya dejaste atrás la niñez. Morrissey (líder y cantante de los Smiths) venía de una vida muy complicada, con una adolescencia muy conflictiva. Pero es un bicho muy raro, es muy triste lo que le ha pasado, se transformó en una cosa muy derechista. Me decepcionó, pero igual fui a verlo cuando vino acá (ríe).
—¿Cómo se une en tu sensibilidad ese rock que corría por tus venas con el teatro?
—Nunca actué pero sé muy bien que lo que busco en el teatro es la trascendencia que tiene un buen concierto de rock. No me interesa el homenaje, sino el teatro como una cosa viva, como dice Peter Brook: “Donde no sabés lo que va a pasar”. En un buen concierto nunca sabés qué está por suceder. Cuando todo va por sus carriles es aburrido. Sorprendeme, llevame a otro lugar. Pero mucha gente no quiere eso en el teatro, sino ir a ver Chéjov o Shakespeare, encontrar exactamente lo que ya conocían y decir “¡qué bien!”. Brook no habla de rock and roll pero lo propone cuando pide sorpresa y peligro en la escena.
—¿Esa hoguera de interacción típica del rock es posible en el teatro?
—El teatro de Shakespeare, que es la base del teatro inglés, era todo un evento de tres o cuatro horas, con mucha música y el público gritando, vibrando. Y nosotros en el proceso de hacer Dados tirados fuimos a ver a Nick Cave en el Teatro de Verano. Quedamos... ¡pa!, nos llevó adonde quiso. ¡Eso no fue solo música, fue teatro! Es un performer con mayúsculas. Yo no era muy fan suyo y ahora estoy escuchándolo más. Me impactó su manejo del vínculo con el público. Fue algo casi religioso. Eso es superimportante: si salís del teatro y no te conmovió, no te afectó... lo olvidás rápido.
—¿Cómo trabajaste con el Pato Pazos la transición de los personajes, de uno al otro?
—La obra estaba escrita desde hace años. Lo conocí hace cuatro o cinco años en un taller sobre Shakespeare que di en el INAE. Después hice un corto con él. Es un actor nato, con polenta y gran poder en la mirada. Sabía que él podía hacer ese juego entre los tres personajes y ponerle rock a su actuación. Pato aportó esa capacidad de irse al carajo. Es algo que no se puede ensayar. Nunca llegamos a ese lugar. Nos fuimos acercando con el trabajo en la música de Martín Buscaglia, pero solo podíamos tocar ese sitio en performance, en vivo. Sabía que él era capaz de ir solo ahí. Confiaba en él. Y eso para mí es muy necesario. Puedo sugerir algo, pero sobre todo jugamos. Para mí ensayar es jugar con el actor, intentar, ir en una dirección y voltear el timón. A los actores uruguayos les encanta volcar mucha emoción, y la obra permite contrastar emociones. Al principio muy chiquito y al final desbordado. Para mí, la dirección es más que nada dejar que los talentos florezcan. El director no debe ser la estrella sino rodearse de gente con mucha capacidad artística.
—¿Cómo concibieron ese sótano lleno de espejos y ese juego de luces con las maderas de la platea de la Verdi como techo?—Quisimos reconstruir ese espacio donde tocaban las bandas inglesas en los 60. Tenía que ser un sitio medio desquiciado y no muy lindo y ese lugar nos había encantado cuando hicimos Harper y Molly. Nadie lo usaba para hacer obras, y ahora cuadró.
—La tierra purpúrea fue una jugada difícil. Otro inglés dando vueltas por aquí... ¿Cómo le encontraron la vuelta?
—Margarita Musto me propuso hacer la adaptación y al principio no lo veía viable. No quise hacer una representación del pasado sino algo relevante para hoy en día, porque eso es lo fascinante de ese libro: cuando habla de los blancos y los colorados y la forma en que los uruguayos pensaban en 1870, te das cuenta de que hay muchas cosas que no han cambiado tanto. Podría haber sido algo muy aburrido porque la obra en sí no tiene mucha trama, un tipo que va caminando por ahí. No fue fácil, a veces aquí hay muchas resistencias para asumir ciertos riesgos. Hay mucha fuerza en el teatro uruguayo, mucha creatividad, mucha imaginación, pero a veces ese potencial se tranca en una visión de teatro que para mí tiene mucho más que ver con el siglo XX que con el XXI. La palabra clásico para mí ya es una mala palabra. Creo que todo tiene que ser algo vivo, no va más reproducir vestidos de 1880. ¿Cómo imaginar que esa obra aún tiene vigencia? Conozco Uruguay hace ya 25 años y creo que uno de sus problemas es que mira demasiado hacia atrás. Eso también pasa en mi país. Acá se sigue hablando del maracanazo y de la época de oro de esto y de lo otro. Hay gente en la vanguardia cultural, que impresiona en todo el mundo pero se siguen haciendo cosas como en 1975. ¿Por qué?
—El último gran escándalo del teatro uruguayo fue en 2008 cuando Mariana Percovich puso a dos actores travestidos en Bodas de sangre, con la Comedia...
—Hace más de diez años. Hay que tener más escándalos. Es importante que haya controversias. Hacen falta más artistas que no complazcan al público. El rock and roll es escandaloso, y eso está bien. Si no, la cultura se tranca, se estanca y se muere un poquito. Obvio que no estoy criticando todo y que no tiene que ser todo escandaloso porque también sería aburrido. Hay muchas cosas buenísimas pero en los teatros más establecidos hay muy poca gente joven sobre el escenario. Me gusta mucho trabajar con los jóvenes y acá es común que los personajes de 25 años sean hechos por actores de 40. Y en la dirección pasa lo mismo. Y la generación de Calderón ya está llegando a los 40.
—En tu obra el actor dice que Keith Richards es un falso porque si no, estaría muerto. ¿Por qué te vibra más la música de los Stones que la de los Beatles?
—No lo sé. Siempre me pegaron más fuerte los Rolling. Me gustan los Beatles pero no voy todo el tiempo a sus discos, en cambio a los Rolling...
—¿Los viste en Montevideo?
No. Nunca los vi. Ni allá ni acá. Y no quiero verlos porque ellos ya no son lo que a mí me enamoró. Hace diez años vi a Bob Dylan, que también me encanta, en Londres, y fue una de las experiencias más tristes de mi vida. Él no estaba ahí. Sigue haciendo muy buena música pero en esa arena gigante estaba todo muerto. Su actitud era la nada. Y los Rolling... todo bien, pero no quiero verlos. Son de una época que ya fue. Hasta los 70 fueron auténticos. Eran algo peligroso, buenísimo, que no existe más. Creo que los que envejecieron bien fueron los cantantes de blues, sentados ahí en su sillita, tocando lo que tienen ganas, pim pum pam, sin tanto circo. Es muy difícil tener mucho dinero y seguir siendo rockero.
—¿Por qué elegiste Tumbling Dice para titular la obra?
—Es la que más me gusta de los Stones. Está en Exile on Maine St., de 1972, mi época favorita de la banda. Antes del declive, cuando aún eran rock and roll de verdad. Esa canción encapsuló la filosofía de jugarse la vida: Cariño no tengo dinero/ Soy todo seis, sietes y nueves/ Nena, soy el menos apropiado/ Puedes ser mi socia en el crimen/ Hazme rodar/ Y llámame el dado tirado.