—¿Y tus padres cómo tomaron ese viraje?
—Mi familia siempre me apoyó para buscar aquellas cosas que me dieran felicidad personal. Vengo de una familia laburante. Mi viejo se levantaba a las tres de la mañana, de lunes a sábado. A las ocho de la noche ya estaba frito, durmiendo. Mis padres tenían un negocio familiar de distribución de productos lácteos que venía de mis abuelos. Ellos pusieron todo ese esfuerzo para que yo pudiera estudiar. Me decían: “Dedicate al estudio pero a un estudio que a vos te haga feliz”. Yo alguna vez pensé que como músico me iba a morir de hambre, pero mis padres siempre me apoyaron.
—Más allá de tu decisión final de volcarte a la música, ¿en qué momento aparece por primera vez en tu vida el interés por la música?
—Cuando tenía seis años fui a un campamento de la Asociación Cristiana de Jóvenes y allí en un salón grande con un piano vertical un compañerito se puso a tocar Para Elisa de Beethoven. Volví del campamento muy impresionado y se lo conté a mis padres. Mi casa no era totalmente ajena a la música porque mi padre tocaba algo de guitarra y mi madre el acordeón a piano. Cuando vieron mi interés por el piano al retorno del campamento, mi madre acostaba el acordeón sobre la mesa para que el teclado quedara horizontal, lo sostenía con una mano y le daba aire con la otra mientras yo tocaba las teclas. Era una época en que había apagones muy seguido y cada vez que había uno se armaba uno de esos conciertos caseros al que se agregaba mi padre con la guitarra. Como mi interés no decaía me mandaron a una profesora de barrio y compraron un piano. Con esa profesora estuve un par de años y luego fui durante 10 al Conservatorio de María Angélica Piola. A los 18 años ya había terminado el Conservatorio y el Ciclo Básico.
—¿Y después del conservatorio para dónde rumbeabas?
—Siempre fui un pésimo alumno de piano, pero en realidad el rumbo musical me lo marcó algo que me ocurrió cuando tenía 15 años. Mi abuela me invitó a ver la ópera Carmen en el Teatro Solís. Dirigía Federico García Vigil y cantaban Graciela Lassner, Julio Balbi, Josefina Costa, Alberto Cazes y Carlos Colman en una puesta en escena que creo era de Jorge Curi. Esa noche no podía dormirme. Esa escena final en que matan a Carmen me provocó una noche de insomnio. Ese impacto era lo que precisaba para cerrar el paquete de mi ubicación en la música.
—¿Qué otra formación musical tuviste?
—En la Escuela Municipal de Música asistí a clases de armonía con Beatriz Lockhart mientras terminaba liceo. Cuando terminé el liceo fui a la Escuela Universitaria de Música y me anoté en tres carreras: Dirección Orquestal, Dirección Coral y Composición. Lo hice porque tenían varias materias comunes y me pareció que eso facilitaba el hacer las tres. Lo que no sabía es que por cada carrera tenía que dar un examen de admisión (risas). Así que tuve que rendir tres pruebas, una con García Vigil a quien miraba como un ídolo, otra con Héctor Tosar y Antonio Mastrogiovanni y la de Dirección Coral con Sara Herrera, una de las personas que más me abrió la cabeza.
—¿Cuándo te estrenaste como director frente a una orquesta?
—Cuando le dije a García Vigil que iba a asistir a sus clases de oyente me dijo: “Está bien, sentate y no hables” (risas). Un día planteó en la clase quién quería ser su asistente para La flauta mágica de Mozart, en una puesta de Stefano Poda para Pro Opera. El único de sus alumnos que tenía tiempo disponible era yo y allí fui. Estábamos en los ensayos, y un día se da vuelta y me dice: “Vení a dirigir al podio que yo voy a la sala a escuchar cómo suena”. Ese fue mi debut. Me temblaba todo. Después de eso estuve por España e Italia varios años y allí completé mi experiencia.
—¿Cómo llegás a la Banda Sinfónica?
—Me presenté a un concurso de oposición y méritos en diciembre de 2014, quedé primero y estoy al frente de la banda desde enero de 2015 con un contrato que puede llegar hasta 2021.
—¿Qué diferencias hay entre una banda sinfónica y una orquesta sinfónica?
—Originalmente las bandas eran agrupaciones de instrumentos de viento sin cuerdas, que tocaban desfilando por las calles. A mediados del siglo XX sobre todo en Estados Unidos aparece la concert band, donde los músicos tocan sentados y donde a los instrumentos de viento, que incluyen una fila de saxofones, se agregan violoncellos y contrabajos. Esta es la conformación de nuestra Banda Sinfónica. Para las bandas hay un repertorio más específico, con colores únicos y con una gran versatilidad. Berlioz compuso su Gran sinfonía fúnebre y triunfal para banda sinfónica, con la opción de poder agregarle violines y violas.
—¿Es correcta la percepción de que la banda siempre estuvo en un segundo plano?
—La banda es un elenco estable al igual que la Comedia Nacional y la Orquesta Filarmónica. Es cierto que ha estado casi siempre relegada. Creo que hemos hecho hasta ahora una tarea de divulgación en los barrios que le dio más visibilidad y conseguimos nuestro lugar en el Teatro Solís.
—¿No te parece que el pluriempleo de los músicos de nuestras orquestas conspira contra su rendimiento y que habría que unificar o reducirlas?
—El Ballet del Sodre probó que público hay para todo. Bocca mostró algo que era impensable y es que un auditorio de dos mil personas se llenara varias veces con un mismo espectáculo. Eso quiere decir que público hay. Montevideo necesita más orquestas que las que tiene porque el público responde cuando se le ofrece algo bien hecho y bien comunicado. Los otros días (fines de 2017) hubo ballet en el Auditorio y zarzuela en el Solís con salas repletas. Creo que hay necesidad de tener una orquesta más y al mismo tiempo de acabar con el pluriempleo. Desde el Sodre, que es la institución nacional, tiene que salir una orquesta más que cumpla las funciones de foso para el ballet y la ópera y también de llegada al interior. Los ámbitos nacional y departamental están separados y deben seguir estándolo. Quizás lo que falte es una mirada política que facilite el tránsito fluido entre esos dos ámbitos y permitan, por ejemplo, que una sinfonía de Mahler hecha por la Filarmónica de Montevideo se pueda presentar en el Sodre, de acústica más adecuada para esa obra que la del Solís. Y a la inversa, que algunas óperas montadas por el Sodre se hagan en el Solís, que es de ópera.
—¿Cómo ves hoy las escuelas de dirección?
—Hoy está primando la mirada docente norteamericana que sostiene que todo se puede aprender, todo se puede enseñar. El director italiano Riccardo Muti siempre fue muy crítico de esa postura: sostiene que hay algo que no se aprende, que ya viene con uno y el docente de dirección orquestal, más que enseñar técnica, debe ayudar al alumno a canalizar y expresar ese interior suyo e intransferible. Creo que está habiendo un cambio en el gusto, en la forma de hacer música clásica, en la forma de sonar. Quizás sea por un exceso de profesionalización. Al escuchar hoy grabaciones de hasta los años 60 o 70 tú sentís la mano del director, podés individualizar quién dirige por cómo suena, cómo frasea o por los tempi utilizados. En cambio, en las grabaciones actuales las orquestas tienen un sonido más internacional, suenan más a sí mismas y no al director. Sonido redondo de los alemanes, sonido generoso y más brillante de las cuerdas en las mediterráneas, sonido lleno y pesado de las norteamericanas.
—¿Y entonces los directores dónde quedan?
—Cuando Riccardo Muti se muera, se acaba la generación de los grandes directores del siglo XX. Quedan pocos directores que se “reconocen” al escucharlos en una grabación. Podría agregar a Riccardo Chailly y a Antonio Pappano.
—¿Y en los jóvenes?
—Daniel Harding (director de la Sinfónica de la Radio Sueca) y Vasily Petrenko (director de la Sinfónica de Liverpool).
—¿Cómo te sentís más cómodo, de acompañante de un solista o solo con la orquesta?
—A mí me gusta estar en el foso. Ese es mi mundo, es mi lugar más natural. Cuando entro allí me envuelve como una magia. Tuve la oportunidad de ver a Pappano en el foso y ahí comprendí cómo la dramaturgia de una ópera la marca el director musical.
—¿El día del concierto te queda espacio para improvisar o ya está todo ensayado?
—Hay algo sobrenatural en todo esto. Te contesto con dos frases, una de James Levine que decía: “Hay noches que los ángeles pasan y hay noches que los ángeles no pasan, pero tenemos que seguir esperando que los ángeles pasen”. Y otra de Colin Davis, que frente a un pasaje difícil decía: “Hay música que solo sale con zapatos negros puestos”. Hay que ser profesional y serio con el trabajo, hay que tener mucho control de uno mismo para no pasarse en la emoción y esperar que los ángeles pasen.
—¿Qué piensa de las diferencias de tempo con que distintos intérpretes encaran una misma obra?
—Primero hay que ir a la partitura. Bela Bartok indicaba todo con máxima precisión. Pero en el otro extremo, por ejemplo, en Mozart no hay indicación metronómica alguna. Más allá del respeto a lo escrito hay algo de condimento que uno pone de sí, con el fin de encontrar la retórica correcta del discurso musical.
—¿Tiene compositores preferidos?
—Donde funciono mejor como director es en la ópera verista. Puccini es para mí muy especial. A través del vuelo de su música llegué a compositores como Ricardo Strauss. También disfruto mucho haciendo un repertorio del siglo XX de ritmo y de pulso como Stravinsky. Hay compositores que necesitan respeto y distancia como Beethoven y Brahms, de quienes dirigí sus ciclos de conciertos para piano, y cuando terminé tuve la sensación de que debía revisitar esas partituras después de dejarlas descansar unos años. Y para dirigir Mahler o Bruckner creo que todavía me falta vivir más.
—¿Algún pianista de tu preferencia?
—Me impresiona mucho Glenn Gould, aunque a veces también me parece demasiado abstracto. Un monstruo musical de otro planeta para mí es Martha Argerich. Una fuerza de la naturaleza.
—¿Una película?
—Muchas, me gusta mucho el cine. Una que me pegó muy fuerte fue La strada, de Fellini. Salí del cine tan conmovido que no sabía muy bien dónde estaba.
—¿Lecturas?
—Leo de todo. Ficción, novela histórica, biografías. Últimamente disfruté una magnífica novela: Patria, de Fernando Aramburu, sobre una historia de conflicto entre dos familias vascas enfrentadas por el terrorismo de ETA. Tuve una época proustiana, leí 4 tomos de En busca del tiempo perdido y paré. Descubrí después a José Saramago. Me parecieron notables Memorial del convento y Todos los nombres. Por otra parte ya leí tres veces Cien años de soledad y en cualquier momento empiezo la cuarta (risas).
—¿Ves televisión?
—Miro muchas cosas baratas en Netflix para distraerme, pero me da vergüenza confesar cuáles (risas). Me sirve para desconectarme.
—¿Sos creyente?
—Soy agnóstico y respetuoso de todas las creencias.
—¿Hincha de algún cuadro?
—El fútbol no me interesa mucho. Tuve en un momento simpatía por Nacional en los años 80, pero no soy un apasionado. Con algún partido de la celeste me entusiasmo un poco.
—¿Hacés deporte?
—Tengo poco tiempo libre pero algo hago, porque tengo que bajar el colesterol y los triglicéridos (risas).
—¿Qué planes tenés para el futuro inmediato?
—Yo por contrato podría seguir al frente de la Banda Sinfónica hasta 2021, si las autoridades están de acuerdo. En 2018 tenemos de todo (ver recuadro).
—¿Es difícil dirigir una orquesta?
—Diría que no sé hacer otra cosa en la vida. Además de hacer música he aprendido algo que es gestionar, no solo cuestiones administrativas y artísticas sino también humanas. Porque algunos aspectos de gestión son de trámite, pero muchos otros son humanos. Es imposible no involucrarse humanamente con los setenta músicos de la banda. Cómo nos relacionamos y cómo comulgamos todos juntos para lograr que brote la emoción en esa música a tracción a sangre.
Vida Cultural
2018-03-08T00:00:00
2018-03-08T00:00:00