Debutó en un escenario a los 16 años en la Antimurga BCG, el elenco conducido por Jorge Esmoris que unió como ningún otro los mundos del carnaval y el teatro, hasta que abandonó el primero y se instaló en el segundo. En 2004 actuó por primera vez ante una cámara, en el corto 8 horas, de Adrián Biniez. En 2009 debutó en un largometraje, en Gigante, del mismo director, quien lo volvió a convocar en El 5 de Talleres. En 2013 llegó su primer protagónico: Tanta agua, de Ana Guevara y Leticia Jorge. Después encarnó varios papeles centrales en Mr. Kaplan, Mi mundial, Otra historia del mundo, Los últimos románticos y Alelí. La lista de sus actuaciones en pantalla es acalambrante: una decena de cortometrajes, secundarios en Acné, La demora, 3, Zanahoria y Clever, y roles centrales en las series televisivas Rec, El mundo de los videos y Todos detrás de Momo, en la que interpretó a un policía montevideano con pasado de carnaval que se infiltra en una murga para resolver un crimen mafioso. En Argentina actuó en las series El hipnotizador y El reino, además de Porno y helado y Barra brava, ambas de próximo estreno.
– ¿Cómo describís a Lucien en el marco de este trío?
–Es un tipo que, a diferencia de los otros dos, alguna vez tuvo la oportunidad de estar sobre un escenario de carnaval. Y si bien en el trío es el que tiene menos herramientas lingüísticas y para dar la discusión. De hecho, en muchos momentos él es espectador de las discusiones intelectuales entre Américo (Esmoris) y Ferrón (Temponi), y él aporta su mirada más inocente, descarnada, sin mucho razonamiento. Sin embargo, pese a sus límites, los otros dos respetan mucho el hecho de que Lucien haya estado en el escenario. Lo viven hasta con cierta, no digo envidia, sino alegría, esa que se vive a través del otro. Como diciendo: “Uno de los nuestros llegó a ese lugar”. Si ves algo de carnaval en cualquier parte del mundo, es un momento donde las escalas sociales parecen difuminarse por unos días. Ese es el carnaval que está de fondo en esta obra. Y en el fondo, no dejan de ser tres tipos intentando construir algo, una quijotada. No se sabe bien si están ahí por placer, si están encerrados, si están obligados o si realmente están convencidos de alcanzar esa meta. En definitiva, precisan una excusa para seguir estando, para seguir viviendo. Si no tienen algo para hacer, algo para concretar, ¿qué queda de ellos? También hay algo de “alcancemos esta meta, pero no tan rápido, no del todo, porque... ¿qué nos queda después?”
– Detrás de esa máscara de humor surrealista la obra revela este trasfondo existencial y reflexivo, un sello de Esmoris...
–Para mí fue todo un descubrimiento conocer a Federico Silva, coautor de la obra con Esmoris, que muestra toda su genialidad. En la puesta en escena tratamos de no hacer hincapié en esa angustia ni en cuestiones filosóficas o trascendentales, pero tampoco nos propusimos evitarlo. Los personajes están angustiados y por cómo se dio el proceso de ensayos, con la pandemia, un poco lo vivimos así también. Ensayamos meses con tapaboca, con ensayos que se caían todo el tiempo. No digo que haya sido una epopeya pero más o menos (ríe).
– La obra se transformó en ese carro a construir...
–Totalmente. Mi hijo de nueve años me dio una definición muy exacta de lo que vio cuando fue a uno de los primeros ensayos: “Son tres soldados que están ahí en un pozo, peleando” (ríe). Es perfecto cómo logró captar esa cuestión de sobrevivencia que tiene la obra. Es un pozo. También, sabiendo que es una comedia, y que nunca deja de serlo, el Flaco como director trabajó la idea de que los personajes no se enteraran de eso, que quedaran afuera de la comedia; están muy lejos de reírse de lo que les pasa; pero por otro lado hay un ritmo y un tono, que es lo más difícil de lograr, que no es nada costumbrista, está un poco corrido del naturalismo. El Flaco le dio un brillo especial a los personajes.
– Hay bastante de absurdo en ese tono...
–Claro, porque a diferencia del cine, donde todos los gestos están superamplificados y tratás de ser lo más natural posible, en el escenarios te podés permitir un vértigo mayor en las respuestas y reacciones. Cuando empezás a hacer las funciones te das cuenta cómo funcionan los silencios en la comedia.
– El silencio lo rellena el cuerpo y el público muchas veces. Julio Chávez dice que el actor debe aprender a habitar los silencios...
–Totalmente. En el teatro es una maravilla percibir cómo el público reacciona en los silencios. Están llenos de gestualidad. Son momentos preciosos. Cuando se recrea el tablado, el Flaco me empezó a decir que disfrutara de ese silencio que se genera, y que buscara la respuesta de la gente, que está recordando ese tablado contigo. Eso está buenísimo. Por más que de a ratos la narración la lleven uno o dos, los tres personajes están siempre presentes y activos. Por eso es una obra que nos exige mucho y también disfrutamos al máximo. Estamos muy contentos y por eso volvemos.
– En la pantalla por lo general transitás una cuerda bastante naturalista. ¿Volver al teatro te permite jugar con libertad en esos mundos corridos del realismo?
–Todo es una cuestión de tono. Ojo, en el cine también me puedo correr. Los directores uruguayos son muy dedicados al actor. Hay una tradición de respeto al actor, que creo tiene que ver con el gran desarrollo que tuvo y tiene el teatro, que siempre fue muy fuerte. El audiovisual se empezó a construir mucho después y por suerte los directores de cine uruguayos heredaron esa dedicación al trabajo en la actuación.
– Sin embargo en los años 90, cuando se empezó a construir una continuidad en el cine uruguayo se solía criticar la exagerada teatralidad de las actuaciones en cine...
–Bueno, eso es un proceso natural que se ha dado en muchos lugares. Ese cambio en la tonalidad de las actuaciones es una cuestión de costumbre que está superada hace mucho. Sobre esa cuestión del naturalismo, en Mr. Kaplan Álvaro Brechner puso énfasis en que los dos personajes protagónicos no eran surrealistas, pero la foto tenía que estar un poco movida de la realidad. No eran personajes fácilmente reconocibles. Con Leticia Jorge y Ana Guevara, entre Tanta agua y Alelí el tratamiento cambió mucho. En Tanta agua se favorecía una alta empatía con ese padre que hacía lo que podía con sus hijos, y al que todo le salía mal, con una hija adolescente muy difícil de descifrar desde su punto de vista, no del de la hija, que tiene miles de cosas para decir de ese padre. Sin embargo, en Alelí hubo que humanizar un poco a este personaje bastante abusivo, que no respetaba los límites del otro y se inmiscuía en la vida de su hermana menor, y que como representante de la figura de su padre ya ausente quería dominar toda la escena. Hubo que buscar esa empatía, tuvimos que mostrar su lado querible para que no fuera un personaje linealmente pesado.
– En varios pasajes de esos trabajos tenés la cámara clavada en los ojos y claramente la procesión va por dentro...
–Totalmente. Mirá, en la serie Todos detrás de Momo, que dirigieron Stoll y Biniez, necesitábamos que fuera un tipo más visceral, menos reflexivo, más de acción. En mi forma de trabajar, cuando agarro un texto y voy a los primeros ensayos, tengo una tendencia a poner mis palabras en el personaje, a adueñármelo, y gracias a la generosidad de los directores, muchos de esos parlamentos terminan quedando. Y acá precisábamos un personaje con mucho menos proceso en las palabras, que estuviera más expuesto, más intuitivo. A este tipo la vida y las situaciones le pasan todo el tiempo por arriba y no domina nunca nada. Entonces, esas diferencias entre los personajes son muy ricas. Volviendo a tu pregunta, sí, la vuelta al teatro y después ir y venir entre el teatro y la pantalla, y estas dos formas de actuar, es una maravilla para el actor.
– Y se suma el carnaval como un mundo aparte, en el que te formaste, donde la extroversión y el repertorio de recursos gestuales y corporales es casi rockero...
–Es así. Porque la manera que teníamos en la BCG de vivir el carnaval era muy rockera. El ambiente en el tablado para nosotros era una parte fundamental del espectáculo. Muchas veces eso juega a favor, pero también en otras era un territorio inhóspito porque teníamos que mantener el control. No se trataba de dominar al público, sino aprender a jugar con el público. Y eso a mí, en mi oficio de actor, me quedó muy presente gracias a la BCG. Ya sea en cine, televisión, teatro, esa huella está siempre. Las herramientas para construir mi oficio de actor en el audiovisual vinieron de ahí. La BCG fue mi escuela durante 20 años. Empecé a trabajar en esto de la actuación atrás de un tipo que ya era una figura aunque él no se lo propusiera. El Flaco Esmoris era un personaje en carnaval. Un personaje en sí mismo. Lo vivíamos desde el escenario, era increíble. Pero por más que nosotros dijéramos “tranquilos, está Esmoris adelante”, siempre nos quedó claro que si nosotros, que éramos su soporte, ahí atrás, no funcionábamos, no estábamos con la energía bien puesta, no estábamos bien presentes, la BCG no funcionaba. Porque además de ser un personaje, él era el director, siempre transmitió el placer de dirigir. Y esa forma de trabajar, esa vivencia del poder del colectivo en la actuación, es algo que tengo grabado desde los 16 años.
– ¿Y cómo influye esa formación carnavalera en el cine, donde la actuación es más solitaria?
–Bueno, actuar en cine requiere una preparación más solitaria, más interna, algo que vas viviendo fuera de los ensayos, que incluso en el rodaje, que obviamente es colectivo, se vuelve solitario cuando volvés a tu habitación y seguís trabajando el personaje. Pero el resto del trabajo del actor en el cine es súper colectivo. La construcción de lo que finalmente ves en pantalla es producto de la mano del director, el montajijsta, el director de fotografía y muchos más. Y también te nutrís mucho de los otros intérpretes, aunque no compartas escena con ellos. Volviendo a Alelí, con Mirella Pascual, si bien no teníamos muchos diálogos en la película, yo siento que los dos fuimos referentes uno con el otro para construir nuestros personajes como antagónicos. Otra cosa importante del armado del personaje en el cine es que terminás de conocer al personaje mucho después de los ensayos, cuando llegás al rodaje y ves la locación, el vestuario, la luz; recién ahí te ves ubicado en tu lugar, en cómo te pensaron, y eso te termina de definir al personaje. Por lo general hay cosas que ves mejor como espectador que en el medio de un rodaje. Cómo se muestra al personaje al inicio de una película antes de que diga una palabra es clave. Es como en la vida, uno mucha veces desde el prejuicio define personalidades y formas de ser mucho antes de conocer a una persona (ríe). Además en el set es difícil ver todo con claridad, porque mucho de lo que ves se agrega después de las escenas con los actores, tenés que intentar estar atento a esas referencias.
– Sos un intenso consumidor de series y películas. ¿Estás todo el tiempo pescando a ver qué podés incorporar?
–No. Casi todo lo que veo es con María, mi esposa. Nos da mucho placer verlas juntos. Por suerte logro abstraerme por completo y lo vivo como cualquier espectador. Es verdad que a veces, inevitablemente, hay una mirada de actor. Y sobre todo desde el placer. Disfruto de ciertas maneras de decir, de los juegos de miradas o de ciertos personajes que aparecen poco. Es cuando decís: qué lindo esto.
– ¿Qué actuación te impactó recientemente?
–Matthew Macfayden, el yerno de Logan Roy en Succession. La serie es una maravilla. Están todos brillantes, pero ese personaje, bastante lateral, es un tipo absolutamente despreciable. Moralmente, éticamente, en su vínculo sexual con su pareja, no le encontrás un mínimo vestigio de humanidad que te permita empatizar un segundo. Pero al final, en el último capítulo, muestra cinco segundos de humanidad y te dan ganas de abrazarlo. El actor logró algo muy difícil: me mantuvo agarrado durante tres temporadas, pidiéndole algo que recién me lo dio al final. Bien, loco, la clavaste en el ángulo, sos un crack.