“La explicación mata todo: no le permite al otro aventurarse en las zonas desprovistas de la razón”

escribe Javier Alfonso 
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“Si hay algo que tiene este tiempo es que se terminaron las certezas”, dice Marianella Morena en una mesa de café. “Así como la crisis del Covid es una oportunidad para potenciar la ciencia, esto que está pasando tiene que ser una oportunidad para potenciar la creación”, agrega. Prácticamente en cada oración que pronuncia, Morena suelta un concepto fuerte, profundo, bien elaborado y muy bien fundamentado. Morena no para. Escribe una o dos obras de teatro todos los años. En enero estrenó una obra que se sumerge en la amarga realidad que viven las personas trans. No había pasado una semana con los espectáculos suspendidos y las salas cerradas que ya estaba empezando a subir a YouTube el ciclo Conductas en cuarentena, con sus monólogos sobre el confinamiento interpretados por varias actrices uruguayas y extranjeras, además de una bailarina y un director de orquesta. Ahora desliza que está escribiendo un proyecto basado en la Operación Océano. No da más detalles, pero uno presume que en breve veremos en escena varias de esas historias de abuso de menores. Mientras tanto, el miércoles 16 y el viernes 18 (la función del jueves 17 se suspendió por el paro general fijado para ese día) se repone en la sala mayor del Solís Ella sobre ella, el unipersonal en que Mané Pérez encarna a Carlota Ferreira, la musa, modelo y amante de Blanes, la mujer libertina y desprejuiciada que desafió la moral de su época y escandalizó a la decimonónica Montevideo. La obra se estrenó en Uruguay en 2018, luego se presentó en Chile, Bolivia, Portugal, España y tenía una temporada en Buenos Aires prevista para este año, suspendida por obvias razones.

—La puesta en escena de Ella sobre ella es de lo más rockero que has hecho en tu carrera, con la actriz convertida en una estrella de rock, con todo ese desborde, sus desnudos, ese exceso de fluidos, comidas, bebidas, pinturas que caen sobre ella. ¿Cómo se vincula esa explosión plástica con la figura de Carlota Ferreira?

—Sí, es muy performático lo que hace Mané. Cuando empezamos a pensar en cómo llevar a esta mujer al escenario de un modo contemporáneo, para que dialogue con el presente, rápidamente concluimos que Carlota era todo eso: la abundancia, el desborde del cuerpo, la gula por el sexo, las orgías que hacía en su casa con tipos muy jóvenes y de todas las edades. Quise trasladar esa lujuria a una especie de tenedor libre de la escena, quise traducir ese descontrol en un lenguaje de sentidos explotados. Con esa metáfora visual interpreto a Carlota como una devoradora de vida. Tenía una fruición por el consumo y en esa forma en que consumía la vida reflejó una gran vitalidad. Tenía la constante necesidad de alimentar sus sentidos y tenerlos saciados, en un estado permanente de alta adrenalina. El erotismo era un eje esencial en su forma de vincularse. El desafío era componer eso sin decirlo, sin caer en un relato ilustrativo. No quería contarte: “Ella hizo esto, ella fue así”, sino lograr que el espectador tenga la vivencia de cómo fue esa mujer, quería provocar ese choque, ese impacto con la mayor cercanía posible, sin que fuese algo intelectual. Que tu cuerpo se sienta medianamente procesado por ese ser. Por eso en un momento ella baja a la platea, toma a alguien y lo descarta. La puesta es una producción constante de estímulos, como fue Carlota.

—¿Qué tanto aportó Mané con su impronta actoral y corporal?

—Escribí esta obra en forma muy caótica, quería que este discurso no fuera ordenado para que el personaje no quedara encorsetado ni encasillado. Que no fuera un relato lineal ni una biografía con coherencia temporal sino que fuese algo más impulsivo, impredecible. Como un cuadro impresionista, como tirar pintura sobre el lienzo. Ella hace eso todo el tiempo. La actriz va pintando el escenario, literalmente, como un lienzo, y termina todo enchastrado.

—Cada función puede generar un lienzo nuevo, como un cuadro de Pollock...

—Bueno, originalmente quería hacer eso, pero no nos dio el presupuesto (ríe). Quise trasladar su libertad a la escritura. No solo en el contenido sino en el procedimiento de la escritura, para dotarla de ese caos y anarquía del personaje. Eso me permitió tomar las decisiones con gran libertad. En los ensayos íbamos alterando las escenas, le cambiábamos el orden, procesábamos el texto de manera fragmentaria, a partir de consignas que iban cambiando. Lo pude hacer así con Mané por la confianza enorme que nos tenemos, porque nos conocemos desde hace mucho tiempo. Con una actriz que no me conociera podría haber sido enloquecedor.

—Con Mané son como un dúo, ya van varias obras juntas.

—Con ella y el resto del equipo somos una familia. Yo puedo decir “taza” y Mané conecta. Tenemos una química que trasciende la explicación y el entendimiento. Y eso es muy bueno a nivel dramático porque no matás el misterio, puede aparecer lo onírico, lo salvaje, desde un lugar comprometido y contundente sin tener que explicarlo. Cuando estamos ensayando, me mata tener que explicar. La explicación mata todo: no le permite al otro aventurarse, sumergirse en las zonas más desprovistas de la razón, en su componente más salvaje e intuitivo, donde el instinto pueda también permitirte resolver una escena.

—La exploración de la femineidad atraviesa toda tu dramaturgia. ¿Cómo dialoga Ella sobre ella con obras como Trinidad Guevara (retrato de la actriz pionera del Río de la Plata), Clandestina (sobre la prostitución), Huele a fiera (inspirada en Las sirvientas, de Genet) o No daré hijos, daré versos (fusión teatral de vida y obra de Delmira Agustini)?

—La injusticia y el dolor en determinadas áreas me atraen de un modo muy fuerte, esas vidas complejas, conflictuadas, la relación entre lo público y lo privado, especialmente en momentos históricos de grandes divorcios entre ambas esferas; esa separación se ha ido desdibujando hasta casi desaparecer en el presente. Nunca me lo planteo como un alegato a favor de generar conciencia sobre esos temas, nunca me planteo los temas como enunciados, como una pancarta o una proclama. Lo siento como algo que me atraviesa, se empieza a instalar en mi cabeza y tengo que hacerlo. Evidentemente tiene que ver con mi sensibilidad y mi reflexión política. Por eso ahora estoy explorando con la Operación Océano. Más allá de la diversidad de los textos y de las puestas en escena, me rebela lo que me toca de cerca y por lo general está relacionado con las mujeres y con el abandono y desamparo que han sufrido a lo largo de la historia. Me tiene que pasar algo así de fuerte como para poder involucrarme con un tema.

—Bueno, te pasó algo muy fuerte hace pocos años: casi te morís...

—Sí, casi me desangro por un problema en el útero y escribí algo relacionado con los 12 donantes de sangre que tuve. Pero tengo pendiente hacer algo en escena con eso. Estuve al borde de la muerte, llegué a tener cinco de presión. Y me salvé por mantenerme consciente, contando a los médicos y enfermeras lo que sentía. Como me dijo una nurse que estaba conmigo: “Vos te salvaste a vos misma, contando lo que te pasaba”. En un momento, al salir de la segunda operación en la misma noche sentí que me elevaba de mi cuerpo y dije: “Siento que pierdo espesor, me hundo al infinito”. Y eso activó las alarmas, me hicieron otra ecografía de urgencia y se dieron cuenta de que el útero estaba perforado y me estaba desangrando. Luego de 10 días en el CTI empezaron a desfilar por la habitación todos los que me habían tratado y me decían que nunca habían tenido un caso igual. Una enfermera me dijo: “Gracias a las cosas que nos decías entendimos lo que te pasaba”. Y le contesté: “Y bueno, trabajo con la palabra”. Cuando les dije que me iba al infinito y que estaba helada de frío, literalmente me estaba empezando a morir. ¡Pero nunca perdí el conocimiento! Recuerdo haber escuchado cosas como “todo esto que se ve acá en la pantalla, es sangre”. Nadie entiende cómo no me desmayé. Luego, conversando con ellos me decían: “Qué importante saber expresarse”. Tuve un viaje en ese CTI, seguramente fue la cantidad de morfina que me daban. ¡No me quería ir más! (ríe). Tuve un viaje con la piedad, me bajó una cosa mística y espiritual con los enfermeros. Sentí que estaba en estado de paz espiritual. Fue muy fuerte.

—¿Cómo reaccionaste emocional y creativamente tras recuperarte?   

—Después de dos meses de recuperación me fui a Europa con No daré hijos, daré versos (ríe). Y me quedó pendiente un proyecto audiovisual con esas 12 sangres diferentes que recibí. No me quedó ningún impacto negativo. Pese a que fue un accidente médico, no me enojé ni me victimicé. Fue un error humano. Sí, me podía haber muerto, puede pasar, pero por suerte acá estoy (ríe). Me pegó rebien, nunca me afectó y hasta me dio un buen entrenamiento con la vanidad. Venía enojada con boludeces, con esto y con lo otro, con la crítica. Y de un día para el otro me encontré con esos seres maravillosos que te salvan la vida sin que nadie los aplauda. Bueno, hasta antes de la pandemia (ríe). Los artistas nos pasamos todo el tiempo necesitando el elogio y esto fue un cachetazo de humildad. Es una relación un poco perversa, porque sin el elogio no existimos también. Si tu obra no es aceptada, desaparecés del mapa. El problema es cuando queda solo la vanidad en primer plano y la obra siempre en segundo plano.

—En aquel lejano enero de 2020 vino otro viaje, Naturaleza trans, donde pusiste en escena a tres mujeres transgénero, sin experiencia escénica que, básicamente, cuentan su vida...

—Sí, de una precariedad general, no solo que no tenían formación artística. Fue un viaje al centro de la naturaleza humana. La creamos en Campo Abierto, el espacio de residencias creativas de (la coreógrafa y bailarina) Tamara Cubas, en una chacra en las afueras de  Rivera. Fueron tres residencias. Tuvimos un primer encuentro de seis días, sin tener un lugar adonde llegar. No había una meta concreta. Nos conocimos y afloraron sus historias. Si bien yo tenía el lugar de “la creadora” y de establecer las pautas, la convivencia generó una complicidad que diluyó la jerarquía, el miedo, la presión de “lo que tengo que hacer”.

—Entonces, ¿lo que importó fue que contaran sus vidas, sin impostar?

—Exacto. Quise enfrentar al espectador con su propia mirada, con su ojo francotirador, el ojo que define los prejuicios. En esa convivencia descubrí un montón de prejuicios míos, mi propia frontera, mis propios límites. Uno siempre cree que el malo, el discriminador, el culpable es el otro. Y me propuse rastrear mis debilidades en ese sentido porque eso me habilitaba a trabajar desde un lugar más honesto y con menos postura, porque es un tema muy delicado.

—Y cómo resolviste el tema de la actuación, porque se presenta más bien como un testimonio performático...

—Sí, estás viendo al ser humano real, bien en el presente. Trabajo cómo pararse y moverse, el orden de las escenas y poco más. Ellas no actuán: están. Fue un trabajo que me permitió una conexión con la naturaleza, casi quiroguiana. Si bien vengo del campo (es oriunda de Florida), soy recitadina y allí logré salirme de ese lugar de turismo rural que hacemos los ciudadanos, eso de ir a buscar el pájaro para que nos cante, que el mar me dé paz, eso de que la naturaleza tiene que estar dándome servicios todo el tiempo.

—Se estrenó en enero y cuando iban a empezar a girar lo trancó la pandemia...

—Empezaron a pasar cosas increíbles, presentamos un avance en el Fidae y lo vio el director del Festival de Buenos Aires y nos dijo: “Lo quiero en el FIBA”. Lo presentamos allí, tuvo una repercusión increíble y en enero terminé presentando el proyecto en Nueva York. Estábamos invitados al Festival de Otoño de Madrid para octubre, que obviamente se cayó. Apenas se pueda, la haremos en Europa.

—Apenas se suspendió la actividad en los escenarios saliste muy rápido con el ciclo Conductas en cuarentena, un monólogo breve sobre el impacto del confinamiento, filmado por las actrices con sus celulares desde sus casas.

—Sí, viví una especie de euforia creativa. Se me disparó el chip y sentí la necesidad imperiosa de que no se rompiera el puente con la gente, con el público. Y más allá de que se suspendiera la presencialidad física sentí que había que mantener la presencialidad espiritual del teatro entre creadores, intérpretes y público. También me movió la idea de que por más que el edificio teatral no estuviera siendo ocupado, el teatro sigue viviendo en nosotros. Las teatralidades nos habitan. Las personas tenemos teatralidades y los artistas la tenemos bastante exacerbada. Entonces sentí que teníamos la obligación de producir un material que mantuviera ese encuentro, que no se disolviera ni se disipara. Que la gente atenuara esa sensación de estar encerrada en su casa durante esos meses. Me sentía privilegiada por tener más aceitada la expresión cuando las personas estaban pasando un momento de gran debilidad psicológica. Tuve un gran impulso, días en que dormía poco porque me despertaba en la mitad de la noche y me ponía a escribir. Escribía durante todo el día, a cualquier hora. Ese monólogo fue una síntesis de esos escritos, y se lo pasé a varias actrices de Uruguay. Me interesó porque me permitió ensanchar los límites de la ficción y de lo real, generar una frontera difusa entre lo real y lo ficcional. Después, la discusión de si es teatro o no, o qué es, no me interesa en lo absoluto.

—Fue el momento estelar de las pantallas.

—Claro, eso ya pasó, ya volvimos al escenario. Ahora el teatro por Zoom no me interesa. Es como cuando en una relación, después de conocerte por Internet, un día te conocés en persona, descubrís cómo es tocarte, olerte, y decís: ¡Ya está, no nos vemos más por WhatsApp! Por eso tenía la sensación de que tenía que ser en ese momento de incertidumbre y miedo total. Tuve ese sobregire, pero ahora eso ya fue. Después vino el bajón (ríe). Fue una tristeza lenta que me tomó durante varias semanas. El virus menos contemplado que se metió en las personas fue el del desasosiego.

—Es cierto que la sacamos muy barata hasta ahora, el Covid casi no entró a Uruguay. ¿Cómo viste el proceso político de la salida cultural, la polémica entre el teatro y el MEC?

—No lo vi en forma dramática, soy una persona muy proclive al diálogo, creo en él y por más que sea muy apasionada trato de defenderlo siempre. Ahora, a veces para llegar a ese diálogo hay que pasar por una etapa radical o extrema. No siempre el diálogo empieza en forma amable, ordenada y organizada. A veces hay que llamar la atención, y fue la forma que se encontró para dialogar. Al principio no encontraban los canales para comunicarse y los terminaron encontrando. Hay que tener en cuenta el contexto de altísima sensibilidad, susceptibilidad y hasta irritabilidad. La incertidumbre fue determinante. Mucha gente no sabe qué va a pasar con su trabajo. A mí se me cayó el año entero, funciones, giras internacionales y una temporada en Buenos Aires. Y es de lo que vivo, yo de Uruguay no vivo. Y las perspectivas son complejas para todos los que estamos en la escena. Lo peor, creo, es cómo se construyen las prioridades, lo que es útil y lo que no es útil. Y la apertura de la cultura claramente quedó para atrás. Es algo infantil y hasta necio desconocer la evolución de la cultura en la sociedad. Que se siga diciendo que esto o aquello siempre es más importante que la cultura. Es hasta inmoral, porque la cultura somos todos. Nuestra higiene diaria es eminentemente cultural. No nos podemos fragmentar entre educación, salud, trabajo y cultura. Eso es un retroceso. Después, el ocio y el entretenimiento, ¡también forman parte de la salud! ¡Por algo la gente sale de trabajar y se enchufa! ¡El consumo de productos de creación aumentó en forma exorbitante durante la pandemia! Llámese audiovisual, música, libros, museos en línea o creación dramática por pantalla. Ahí hay un divorcio extraño en el discurso del gobierno. ¿Y seguimos cuestionando si es importante o no el trabajo de los creadores que crearon esas ficciones que estás consumiendo?

Vida Cultural
2020-09-09T20:03:00