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Mauricio Bergstein es un hombre múltiple, al que le gustan al mismo tiempo tanto algunas disciplinas tradicionales como los viajes en clave de aventura de descubrimiento. Esa inquietud personal, que reconoce en parte como herencia de su padre, el jurista, ex senador y ex diputado colorado Nahum Bergstein, lo llevó a escribir varios libros que han sido premiados y que lo han llevado desde la India a Nepal y desde Indonesia hasta Inglaterra, el Sahara y África meridional. Ahora, Bergstein ha lanzado “Adiós, Niassa. Trece días a través de Mozambique”, un éxito de ventas editado por Fin de Siglo.
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Además, este economista montevideano de 51 años de edad, que trabaja en el área de finanzas y vive en Miami, estará en Uruguay para la presentación, el 30 de octubre, de un libro sobre su padre. El trabajo se llamará “No estamos solos - Semblanzas de Nahum Bergstein”, y reunirá más de 30 testimonios que recuerdan episodios de la vida del recordado abogado, entre los cuales se cuentan los de Rodrigo Arocena, Julio María Sanguinetti, Gonzalo Fernández, Lincoln Maiztegui Casas y Ope Pasquet.
Bergstein dice que quiere volver a vivir en Uruguay junto a su esposa, que se dedica a la psicología forense, y a sus dos hijos. Y del recorrido que hizo por Mozambique, según asegura, tiene gratos recuerdos e impresiones angustiosas aunque apasionantes, como la de la amenaza de toparse con una de las 250.000 minas terrestres diseminadas por el territorio y la posibilidad de encontrarse con “bandidos” en la carretera o de tener que dormir en aldeas de incierto destino. El siguiente es un extracto de la entrevista que mantuvo con Búsqueda.
—¿Cuándo comenzó a sentir la necesidad de emprender viajes largos y escribir sobre ellos?
—Cuando era chico, mis padres viajaban mucho. Cuando yo tenía siete u ocho años, ellos hicieron un viaje de tres meses. Y cuando estábamos en el aeropuerto les escribí una cartita, una esquela demoledora que decía: “Queridos papá y mamá: ustedes se van, pero aquí se quedan Miriam, Mauricio y Jonás: no lo olviden”. Un día volvieron y todos los amigos se congregaron en la casa a escuchar las historias. Habían vuelto locos de la vida, fascinados. Mis hermanos escuchábamos impresionados lo que había pasado al otro lado del mar en un lugar llamado Europa. En ese momento, me di cuenta de que la felicidad está en otra parte. Y que los viajes tienen algo de salir a buscarla.
—Del viaje al que se refiere el libro, ¿cuál es el momento que recuerda como más angustiante?
—Las minas terrestres son un tema que genera mucho miedo, porque uno tiene muy poca experiencia con eso. Y no sabe ni cómo luce una. Uno puede pensar: bueno, pero la guerra terminó en el 92 o el 93 y viajamos en el 2004. ¿Pero qué hace uno cuando está en medio de la carretera, que no es más que un camino de tierra, y tiene que meterse dentro de la vegetación sin saber lo que va a pasar? Ese es un momento de verdadera angustia.
—En esas situaciones de riesgo, ¿cómo se lidia con el miedo a la muerte?
—Uno nunca piensa que se va a morir: todo lo contrario. A medida que van pasando los días se va bajando la guardia, aunque la primera noche en una aldea siempre da miedo. Nosotros teníamos una camioneta que arriba llevaba carpas, y dormíamos ahí arriba pero sin saber lo que pasaba a nuestro alrededor. También tuvimos una especie de flirteo con el vudú. Fuimos a una isla perdida en el norte, donde todavía poseen un fuerte arraigo estas creencias. A uno de mis compañeros de viaje se le ocurrió ir de noche a un cementerio donde se practicaba vudú. Por suerte, no lo encontramos. Hubo también situaciones de desconcierto, porque llegábamos a lugares que no deseábamos cuando nos equivocábamos de camino. Y también nos desconcertó mucho pasar por sitios donde la gente nos veía venir despacio y huía de nosotros. Bajábamos de la camioneta y era como si lleváramos la peste. En un momento, había unos niños que nos miraban de lejos, tratamos de ser amistosos y, cuando se acercaron, les preguntamos por qué la gente rajaba cuando nos veía. “Porque son blancos”, nos respondieron. “¿Y cuál es el problema? Debés haber visto miles de blancos”, decía. “Sí, pero ahora vienen y se te llevan las partes, las manos, los órganos, los ojos”, contestaban. Por si fuera poco, había mucha corrupción y mucho robo: se robaban las baterías de los autos.
—Usted ha dedicado el libro a su padre, quien le alimentó la curiosidad. ¿Cómo se dio esto en su familia?
—Era una persona ávida por aprender y nos transmitió una forma de viajar. Él viajó muchísimo: vivió un año en París, viajó por Europa, conoció muy bien América Latina, Estados Unidos, Alaska, la Unión Soviética, China, Japón, India, África y Egipto, entre otros lugares. Él siempre decía que yo viajaba porque él lo había hecho y puede ser que tuviera razón. Ahora me acuerdo, además, que cuando yo tenía un año y medio, mis papás fueron a Buenos Aires en el Vapor de la Carrera. Había mucha niebla, el barco naufragó y se incendió y murieron más de cien personas. Mi mamá estaba embarazada de siete meses de mi hermano, no sabía nadar y tuvo que tirarse con mi padre y con otras personas al agua helada de julio, de noche y con niebla, para agarrarse de una tabla. Por eso mi hermano se llama Jonás King. Jonás porque es el profeta bíblico que naufraga, y King porque fue el barco que lo rescató. Después de cinco horas en el agua, los socorrieron.
—Más allá de esto, ¿usted en sus años escolares ya mostraba interés por la historia y la geografía?
—Recuerdo que, cuando era niño, había un álbum que era de lugares diferentes y toda mi vida traté de conseguirlo. Recuerdo algunas fotos que me quedaron marcadas. En uno de los viajes que hicieron mis padres, volvieron con una foto de cuatro mujeres en un atardecer, bailando. Y los colores que había allí eran tan fantásticos que yo tenía la fantasía de que estaban en una isla de la Polinesia y que yo algún día viajaría a buscar los colores de esa foto. Hasta que finalmente los encontré.