—¿Y desde cuándo vas a Rocha?
—Tengo fotos desde los siete años en La Paloma. Hace 80 años que voy, 80 años seguidos. Durante la dictadura trabajé un tiempo allí. Y si sumo los meses, estuve viviendo unos 30 años, por lo tanto me considero, más que rochense, palomense.
—A tus siete años La Paloma sería un páramo…
—Lo recuerdo como un inmenso arenal con casitas sobre la bahía, y otro montoncito de ranchos alrededor del faro. Los ranchos estaban sobre pilotes de madera. Mi padre y sus dos hermanos le habían comprado uno a un tío sobre la playa. Pagaron 600 dólares, en la época en que el dólar estaba a la par del peso. No había ni agua ni luz, hubo que hacer un aljibe que se llenaba con el agua de la lluvia. Por supuesto: no había médico. Hice un libro hace años con entrevistas a mucha gente nativa de La Paloma. Me contaron cómo eran los años 1915-1920. Estaba tan poco habitado que quien se enfermaba ponía una banderita en un mástil, así la veían quienes vivían del otro lado de los arenales. Alrededor de 1937, cuando empecé a ir, llegábamos en un ferrocarril que se llamaba Excursiones Fonoeléctricas, porque pasaban música y la gente bailaba en los vagones, había payadores, cantores. Demoraba siete horas en llegar de Montevideo a La Paloma. Los pasajeros se bajaban entonados porque circulaba el alcohol y cuando llegaban a la playa se quedaban panza arriba hasta que tres o cuatro horas después el ferrocarril volvía a sonar y partía de nuevo a Montevideo.
—Me decías que trabajaste en La Paloma durante la dictadura. ¿Qué hacías?
—Tenía un barco pesquero a medias con un socio. Pescábamos tiburón, que se salaba en un rancho y se colgaba hasta que se convertía en cazón, que es el bacalao criollo. Ese era el negocio: hacer bacalao y vender a mayoristas. Un trabajo muy feo. Me iba a La Paloma toda la semana y estaba solo, aquello era un páramo. Me levantaba a las tres o cuatro de la mañana a la salida del barco para controlar y quedarme de noche hasta altas horas vigilando el lonjeado del bicho, porque si cerrabas el ojo un instante, desaparecían lonjas. Fueron años duros en todo sentido. Después vendí todo eso.
—¿Fue ahí que regresaste al periodismo para sacar El Dedo?
—En los años 80, con la venta del barco, compré la librería Atenea. Pero me fue muy mal. Entonces me vino a buscar Antonio Dabezies para sacar una revista de humor. “Estás loco, nos cierran a los dos días”, le dije. Él me convenció porque decía que se podía. Hicimos un trato y él quedó como redactor responsable. Tuvimos un éxito descomunal que nunca previmos. Ni nos dimos cuenta de lo que estábamos haciendo. De mil ejemplares a dos mil, de dos mil a cuatro mil. Se iban multiplicando hasta que llegamos a 44.000. Entonces el distribuidor nos pidió 55.000 para el número siguiente. Una adhesión impresionante de la gente.
—Era el poder de la caricatura política en época de censura…
—Fue lo primero que salió para caricaturizar a la dictadura. Un día a mí se me fue la mano con algo que no le gustó a (Oscar) Rachetti, el intendente de Montevideo. Yo iba en auto rumbo a La Paloma y me fijé en la mugre de las playas montevideanas. Me puse a pensar cómo caricaturizar aquello. Llegué a La Paloma y llamé por teléfono a Antonio. “Vamos a levantar una página y a hacer esto y aquello”. Faltaban dos días para que saliera la revista y no podíamos esperar hasta el otro mes. Se me ocurrió que Casalás, el dibujante, podía hacer un dibujo como si fuera una especie de anuncio de una película. En ese momento estaba de moda Cousteau y sus películas sobre el mar. “Que dibuje a Cousteau con la cara de Rachetti”, le dije. Entonces la revista salió con el aviso de la película El asqueroso mundo submarino. Le agregamos frases de lo que supuestamente decían diarios internacionales. Casalás dibujó una playa bien sucia, incluso con un preservativo tirado en la orilla. Los empleados de la Intendencia hicieron miles de copias y las largaron por todos lados. Rachetti se agarró una bronca infernal y creemos que fue él quien movió sus influencias para que nos clausuraran. A la semana, Dabezies fue citado al juzgado. Había una denuncia que firmaban el ministro del Interior, Yamandú Trinidad, y el presidente de la República, Gregorio Álvarez. Les preguntaban a los abogados del Ministerio del Interior si la revista incurría en delito de pornografía. Habían marcado el dibujo con tres redondeles rojos: uno en el preservativo, otro en unas zanahorias que tenían dos brotecitos y parecían manitos que se cubrían. El tercer círculo encerraba la palabra “ovario”. Los abogados le dijeron a Antonio que no consideraban que aquello era pornográfico, pero que bajáramos el tono porque estábamos en la mira. Por otro lado, yo conocía a una persona que era funcionaria del Poder Ejecutivo y me había dicho en confidencia que en cualquier momento nos cerraban. Efectivamente, a la semana salió el decreto de cierre por incurrir en el delito de pornografía.
—Y después insistieron con Guambia…
—Dabezies insistió con una revista, pero con otro nombre. Decidimos no poner las firmas de redactores y dibujantes. El redactor responsable era Nelson Caula, quien tenía registrado el nombre Guambia en la Biblioteca Nacional para una revista musical que nunca salió. Fue en los últimos años de la dictadura y tuvo también un éxito impresionante, aunque publicábamos con prudencia. Por ejemplo, sacábamos media cara de Wilson porque estaba prohibido. Hasta que finalmente llegó el Acto del Obelisco y decidimos que aparecieran las firmas. Nuestro fotógrafo, Pepe Plá, había sacado la famosa foto Un río de libertad (que se publicó en el semanario Aquí).
—¿Cuándo habías entrado al periodismo?
—En 1954, cuando estaba cursando Facultad de Derecho. Tuve la fortuna de tener como amigo y compañero de estudio a Daniel Scheck. Cuando había que hacer una despedida o algún homenaje en broma, era yo el encargado de escribir la nota. Un día, Daniel me dijo que yo era ideal para trabajar en El País; entonces escribí una columna humorística sobre el Mundial de 1954 en Suiza. Después los Scheck decidieron sacar una página entera de humor, que se llamó La página de los lunes y duró como un año. Hacíamos un humor zafadito para la época. De ahí salió la revista Lunes, que se publicó hasta 1959. El motor de la revista eran Daniel y Jorge Scheck. Después, se fueron a Canal 12 para hacer Telecataplum, y yo me fui de la revista.
—También trabajaste en Hechos, con Zelmar Michelini. ¿Cómo fue tu relación con él?
—Zelmar me deslumbró. Lo conocí en la esquina de El País, donde íbamos a tomar café. Me cautivó su labia, su fervor, la limpieza y la honestidad con la que pensaba encarar todo. Me propuso sacar un semanario que fue Hechos, que después se transformó en diario. Zelmar era el director y yo el redactor responsable. Pero como Zelmar era un tipo de izquierda dentro del Partido Colorado, algunos avisadores no mandaban avisos. El diario entró en decadencia y lo compró La Mañana. Entonces los redactores fueron a parar allí y a El Diario de la noche. Carlos Manini me pidió que trabajara con él en La Mañana, pero ya no era lo mismo que en Hechos, porque los Manini eran colorados de derecha.
—Estudiaste Derecho con Jorge Batlle. ¿Cómo era cuando joven?
—Iba a su casa cuando el padre era presidente a preparar exámenes. Los milicos me hacían la venia en la puerta. Me atendía el presidente de la República a las 6 de la mañana, con el mate en la mano, y me decía: “Vamos a despertar a ese grandulón”. Tuve la enorme fortuna de haber charlado con don Luis Batlle todos los días, una hora antes de que se levantara Jorge. Lástima que yo no tenía edad suficiente para que me entrara todo. Cuando iba Jorge a mi casa, mis padres estaban de fiesta. Ellos eran batllistas, mi padre en la mesa de luz tenía la foto de Batlle, no de su mujer ni de sus hijos. Cuando terminamos de estudiar Obligaciones, yo le propuse descansar unos días y después repasar. “¿Pa qué?”, me preguntó. Tenía una memoria prodigiosa y no necesitaba leer de nuevo. Yo tenía que estudiar dos o tres veces más. En ese momento, ya era soberbio y altanero. No era amigo de cualquiera.
—Algo que desarrolló con el tiempo…
—La altanería venía de su gran inteligencia. Ahora, de ahí a que fuera capaz de gobernar un país hay un pasito largo. La capacidad de gobernar no se traspasa. Nunca tuvo filtro. Cuando fue presidente, se escondía de los custodios, entraba a un boliche y se comía un refuerzo. “Soy un imprudente”, me decía. “No puedo contenerme, digo lo primero que me viene a la boca”. Tuvo que ir a Buenos Aires a llorarle a Duhalde cuando dijo que los argentinos eran unos ladrones del primero al último. Una cosa horrenda.
—¿Cuál fue la primera entrevista en profundidad que hiciste?
—Fue en 1961 o 1962, en la revista Reporter, que salía con El País, y fue a Zelmar. Me la había pedido él, fue la única que hice por encargo, prácticamente a medias: “Preguntame tal cosa”, “sacá esto”, me decía. Él quería separarse de Luis Batlle de la manera más suave posible para que no se sintiera ofendido. Tenía una amistad muy grande, era su secretario, además de jefe de bancada del batllismo de la lista 15. No quería distanciarse mal de su padrino político y revisaba mucho la entrevista. Pero cuando se publicó, pasó lo inevitable. Batlle le dijo: “Usted o yo, los dos no cabemos”. Pese al cuidado que tuvo, se distanciaron igual. Ese fue mi primer reportaje largo.
—¿Y qué conclusión sacaste de esa entrevista?
—Aprendí la lección rápidamente: que no se pueden hacer reportajes así porque son mentirosos. En Reporter hice otras entrevistas pero no tan largas. Con los años vas adquiriendo un estilo para hacerlas, un estilo que nadie te propuso, que no leíste en ningún lado. Con Guambia tuve un calentamiento, fui agarrando más cuerpo para saber cómo preguntar y qué cosas, cómo ir llevando el diálogo. Cuando me fui de Guambia me llamó (Danilo) Arbilla para que hiciera el reportaje central. Yo lo conocía porque había trabajado en Hechos. Quiere decir que yo había sido jefe de Arbilla y al tiempo él fue mi jefe. Me quedé 12 años en Búsqueda.
—En Oficio de periodista, decís que para hacer una buena entrevista hay que conquistar la confianza del entrevistado. ¿Qué más agregarías?
—La confianza del entrevistado es fundamental, pero tiene otro aditivo. No es lo mismo hacer una entrevista a los 50 que a los 20, por más que tengas gran capacidad. A determinada edad podés preguntar cualquier cosa siempre que tengas atrás un redactor responsable que te banque y que no te elija a los entrevistados. Yo preguntaba de todo, y a veces hasta era maleducado. Arbilla jamás me corrigió nada ni me indicó una persona para hacer un reportaje. Eso es algo inmaterial pero decisivo en el trabajo periodístico, que nadie lo puede valorar hasta que se ejerce el oficio. Desgraciadamente, no es en todos lados que se dispone de esa libertad, ni en los medios de derecha ni en los de izquierda. En general hay controles a las personas: porque es o no es grata, porque es dueño de la inmobiliaria tal que pone avisos o el gerente de tal lado o de tal grupo político. Cuando pasé a El País, me ofrecieron tres veces más de lo que me pagaban en Búsqueda, pero puse mis condiciones para trabajar: “Yo elijo a los entrevistados y nadie me corrige”. Se quedaron medio helados, pero me aceptaron y nunca me dijeron nada. Hice un reportaje a la secretaria de Luis Alberto Lacalle, y como decía algunas cosas que sabía que no iban a gustar, consulté a la Dirección del diario. Me pidieron que sacara una pregunta dura, pero nada más. Y sé que el reportaje trajo problemas. Yo no dejo de agradecer esa libertad.
—¿Cómo seleccionabas a los entrevistados?
—Hubo gente que llamó tanto al semanario para que le hiciera una entrevista que yo, por malo, lo metía en el freezer. Me parece una falta de ética que te llamen para pedirte una entrevista. Los elegía porque me interesaba lo que hacían o por su historia. Nunca los elegí por sus ideas políticas o su posición. Para Oficio de periodista seleccioné algunas entrevistas que había hecho, pero las presenté actualizadas, con un análisis más literario. Una de ellas fue la de la doctora María Mirandette, a quien echaron de Curtina después de la entrevista que le había hecho. El pueblo la echó porque había denunciado que en Curtina había prostitución infantil. Cuando salió el reportaje en 1994, quemaban ejemplares en la calle y la doctora tuvo que irse a la ciudad de Tacuarembó. Ahí la encontré en un suburbio en 2011. Estaba muy mayor, no quería que su nombre saliera nunca más en la prensa. Pero en esos días, todo lo que había denunciado cuando la entrevisté, se supo: que había corrupción de menores en Curtina.
—¿Qué entrevistados te asombraron o te defraudaron?
—Hay personas que te jugás a que son jugosas y resulta que no te dan jugo. Pero hay otras que te asombran, como me pasó con una especie de secretario que tenía Luis Batlle, un hombre negro que hasta le llevaba los apuntes de la quiniela al presidente. Cuando lo fui a entrevistar estaba ya viejo, pero se acordaba de muchos entretelones de la política y me proporcionó un material excelente. Se llamaba Justino García. Fui a entrevistarlo a Salinas, donde vivía en un garage que le habían proporcionado dos señoras mayores al fondo de su casa. Como pago, él les hacía el jardín. Dos semanas antes, yo le había hecho un reportaje a Menchi Sábat, y él pensaba que Justino había muerto. A los pocos días atiendo el teléfono y siento una voz rasposa: “Te llamo desde el Infierno”. Era Justino, que había leído el reportaje. Ahí lo fui a buscar. Lamentablemente, a las dos semanas entraron a la casa y lo mataron a él y a las dos señoras. En otra entrevista, un diputado colorado me contó que había nacido en un panteón. Vivía en el campo, y cuando la madre comenzó con contracciones, se largó a la carretera, pero no llegó y cuando pasó por el cementerio, se acostó en un panteón abierto y ahí lo tuvo. Con otras personas me jugué y no pude sacarles una palabra. Tampoco pudieron otros colegas, como ha pasado con Leo Maslíah.
—Actualmente se critica al periodismo por su bajo nivel o por desvirtuar el lenguaje. ¿Qué opinás al respecto?
—Lo malo es generalizar, pero en varios casos es cierto todo lo que se dice. Hay periodistas, sobre todo por influencia porteña, que son mal hablados porque piensan que es divertido, y hablan de todo sin conocer porque creen que no tienen nada que aprender. Esos existen y le dan una mala imagen a todo el periodismo. En mi época no había academia y existían excelentes periodistas, escribían estupendamente, eran profesionales o habían hecho años de facultad. Pero mirá que también había chantas, como aquel que escribió en una crónica sobre París: “No cambio el Louvre por un buen churrasco”. Obviamente, ese señor era una bestia. Lo lamentable hoy, sobre todo en radio y televisión, es que están muy condicionados, no preguntan con profundidad. La radio te pone los pelos de punta. Pero hay un tema económico fundamental: si el periodista no está bien pagado, se va a trabajar a otro lado.
—¿Y cómo ves el fenómeno de las redes sociales, participás de alguna?
—Para nada. No tengo la menor idea ni ganas de meterme. Lo único que hago es escribir en la computadora, buscar en Internet, mirar en Youtube lo que me interesa y usar el correo electrónico. No quiero saber mucho más porque me voy a enloquecer. Tampoco creo que sea imprescindible entrar en Facebook o en Twitter. La gente ha encontrado en las redes una forma fantástica de manifestarle al mundo su vanidad. Tengo que decirle a todo el mundo lo que hago desde que me levanto hasta que me acuesto. ¿A quién le interesa que me lavé los dientes a las 7:33? No tengo claro qué ha ganado el mundo con eso.
—¿Te equivocaste alguna vez o sentiste que hiciste un trabajo que no estaba bien?
—No recuerdo algo periodístico que me haya causado un gran disgusto. Políticamente seguí a Zelmar, hubo cosas que no me gustaron, enredijos políticos. Pude conocer de cerca la ambición de la gente que rodea a los caudillos, que es terrible, mucho más de lo que yo hubiera imaginado. Me fui desilusionando poco a poco de la lucha política, de eso que existía y existe en todos los partidos. Sin excepción. Del amiguismo, de tratar de sobrevivir agarrados a la tablita del Estado. Es terrible, es un país sin ruedas auxiliares, y la gente sabe que un cargo público lo salva. Cuando se llega a la edad que tengo yo, empieza a picarte el bichito de la desilusión: para qué lo hice, qué gané, a quién beneficié.
—En estos tres períodos de gobierno frenteamplista, ¿qué fue lo mejor o lo peor?
—Lo peor del gobierno del Frente Amplio fue el período de Mujica. No solo por la ordinariez de su personalidad, que indigna en un presidente de la República, sino porque llevó a una exaltación del pobrismo. Mujica vive humildemente y eso es cierto, pero no me gustó su forma de proclamarlo por el mundo. El presidente Gestido, a quien yo conocí, no tenía auto ni televisión. Llegaba de la Presidencia a su casa, agarraba el mate y se iba con su señora a sentarse en una roca. Nadie tenía por qué publicar eso como un mérito porque no es un mérito. Conocí mucho político pobre, que nació pobre, llegó al cargo pobre y murió pobre, y nunca hizo ostentación. Te podría dar muchísimos ejemplos. De las 500 entrevistas que hice, 400 fueron a políticos. Fui a la casa de todos y mirando cómo vivían, por sus muebles, por las manchas de humedad en la pared, te puedo decir que no se enriquecieron. Que se baje el nivel social del que tiene mucho está bien, pero nadie quiere ser pobre. Además, el nivel cultural va en picada. No quiero ser de esos viejos que piensan que todo pasado fue mejor, pero hay que recordar quiénes estaban en las páginas de cultura de los diarios y semanarios: Emir Rodríguez Monegal, Taco Larreta, Homero Alsina Thevenet, Carlos Martínez Moreno, Ángel Rama, Carlos Quijano. Había colas enormes para ver los conciertos del Sodre, yo tuve la suerte de que mis padres me llevaran desde los siete años.
—Pero con el gobierno del Frente Amplio justamente se revitalizó el Ballet y los conciertos en el Auditorio del Sodre.
—Por lo menos se terminó el Auditorio, y lo de Julio Bocca fue un acierto porque transformó el Ballet del Sodre. Reconozco que algo por ese lado se hizo, es muy cierto. Pero también es muy cierto que la gente después de la dictadura, o a causa de ella, se fue desculturizando. No se leen los diarios y semanarios, los tirajes bajaron porque a la gente ya no le interesa lo que dicen. No es que lo cultural tenga que estar estupendamente estructurado, sino que a la gente le interese. El suplemento El País Cultural dejó de publicarse porque el día que salía no se vendía un solo diario más. Se le regalaba eso a los lectores y se perdía plata.
—¿Estás pensando en sacar otro libro?
—Me gustaría, pero no sé, no me quiero repetir. En este momento estoy pasando por un período de sequía. Te tiene que venir la idea, a veces sobrevuela pero no cae arriba tuyo. Quien me impulsó a escribir fue mi padre, que era un frustrado periodista de un diarito de su Rocha natal. No solamente me compraba todos los libros adecuados a mis distintas edades, sino que me leía cuando yo aún no sabía hacerlo. Su tenacidad para que escribiera y fundamentalmente para que leyera, fue fundamental. Hasta me daba libros para mayores. Recuerdo claramente Sin novedad en el frente, la gran novela de la guerra del catorce.Tal vez por eso sea hoy, que tengo tiempo, un lector enfermizo, aunque te confieso que releo y vuelvo a leer algunas novelas del siglo XIX en las que creo que la literatura llegó a la perfección.
Vida Cultural
2016-10-06T00:00:00
2016-10-06T00:00:00