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    “La libertad no es una panacea, sino una alternativa desafiante y difícil”

    El escritor chileno Mauricio Rojas presentó en Uruguay su libro Diálogo de conversos

    Visitó Uruguay para presentar en la Feria del Libro de San José el libro Diálogo de conversos(Debate), escrito en coautoría con su coterráneo, autor de novelas policiales y ex integrante de la Juventud Comunista, Roberto Ampuero. A ambos los une el haber creído en las ideas revolucionarias en su juventud, para luego pasarse a filas liberales. El historiador económico chileno Mauricio Rojas militó en el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) de Chile, se exilió en Suecia en 1974, donde abandonó los ideales de izquierda, y en 2002 llegó a ser parlamentario en representación del Partido Popular Liberal Sueco, puesto que ocupó hasta 2008. Rojas vivió también en España, donde dirigió la Escuela de Profesionales de Inmigración y Cooperación de la Comunidad de Madrid y el Observatorio para la Inmigración y la Cooperación al Desarrollo de la Universidad Rey Juan Carlos. Actualmente integra la Junta Directiva de la Fundación Internacional para la Libertad (FIL), dirigida por Mario Vargas Llosa y es senior fellow de la Fundación para el Progreso (FPP). Rojas es autor de Pasión por la libertad. El liberalismo integral de Mario Vargas Llosa.

    —¿Cómo se gestó el pasaje de su militancia comunista hacia el liberalismo?

    —Fue un largo proceso, pero la pregunta decisiva que me guio fue la siguiente: ¿Por qué cada vez que movimientos inspirados en mis ideas han llegado al poder han terminado, cuando han podido, instaurando terribles regímenes totalitarios? Esto no se debía a un accidente o a condiciones adversas, sino que este destino trágico estaba determinado por los fines deslumbrantes del sueño revolucionario, que no son otros que la creación de un mundo paradisíaco y la reinvención del ser humano, transformado en ese “hombre nuevo” del que nos hablaba Che Guevara. La grandeza de ese sueño hace que cualquier medio sea aceptado para lograrlo: mentir, morir o matar, encarcelar, depurar, lo que sea, ya que, como dijo Guevara: “Qué importan los peligros o los sacrificios de un hombre o de un pueblo, cuando está en juego el destino de la humanidad”. Así han razonado todos los revolucionarios mesiánicos y por ello se han transformado en esos criminales políticos perfectos de los que hablaba Albert Camus: aquellos que matan con buena conciencia ya que creen hacerlo en nombre del progreso y el paraíso venidero.

    —¿Cómo era el Rojas joven, que creía en “el sueño de la revolución” como define el libro, y cómo es hoy en día?

    —Era un joven que, como miles más, se encandiló por la promesa de la Revolución cubana. Parecía que bastaba con un acto de valentía para redimir a nuestra América Latina de todos sus males y en ese camino terminamos, en nuestro caso, incluso siendo parte de la destrucción de la vieja y respetada democracia chilena. Predicamos el odio fratricida y la solución armada para nuestros problemas en un Chile que terminó, antes del golpe militar, profundamente dividido y en una verdadera guerra civil mental. Y ninguna democracia resiste la muerte de la amistad cívica y la destrucción del sentido de comunidad. Cuando pasa, siempre se termina mal: con una revolución totalitaria, un golpe de Estado o, en el peor de los casos, una guerra civil. El Mauricio de hoy es una persona que no solo ha reflexionado mucho sobre todo ello sino que, además, ha tratado de asumir su responsabilidad por lo ocurrido. Por ello defiendo las ideas liberales, que se centran en la defensa irrestricta de la dignidad y libertad del ser humano tal como es.

    —Con los pies en el presente y la vista puesta en los años que han pasado, ¿qué efectos tuvieron en usted los países en los que vivió exiliado?

    —Fue algo fundamental. Especialmente en Suecia, donde aún resido, si bien de manera intercalada con Chile. Encontré un pueblo muy realista y pragmático, que aprecia profundamente el sentido de comunidad y solidaridad, de mantenerse unidos ante la adversidad y de darse una mano cuando es necesario. Fue toda una lección que marca profundamente mi manera de ser liberal, que incorpora de manera clave las nociones de comunidad y solidaridad, que tanta falta hacen en nuestra América Latina. Pero también incorpora el realismo, alejándose de todo utopismo y, no menos, de esa idealización infantil de la libertad de la que hacen gala algunos liberales. La libertad no es una panacea, sino una alternativa desafiante y difícil, que implica grandes avances, pero que también conoce riesgos y responsabilidades pesadas, y que en su avance conoce perdedores y suscita temores.

    —En el libro hablan del comunismo como una “religión atea” y cuestionan el postulado de que “se trata de una visión absolutamente científica, despojada de todo elemento de fe”, ¿podría explicar esto?

    —El mito del Marx que después de largos estudios en la Biblioteca Británica llega a sus conclusiones “científicas” no es más que eso, un mito. Ya muy joven y antes de sus célebres estudios, Marx había llegado a todos aquellos postulados que son la base del marxismo y su propuesta mesiánica. Esos postulados no son más que una versión atea, terrenalizada, de las grandes ideas matrices del cristianismo. La Providencia se transforma en Marx en “las leyes inexorables de la Historia”, el paraíso venidero en la sociedad comunista, el valle de lágrimas bíblico en la historia de las luchas de clases, el Edén perdido en el “comunismo originario”, la segunda venida de Cristo y su lucha apocalíptica contra el Anticristo en la revolución violenta que le abrirá las puertas al mundo comunista, los santos del milenio cristiano en los hombres nuevos prometidos y, finalmente, los guías de la humanidad hacia el reino de Cristo en la vanguardia revolucionaria, que por cierto tiene su teología y sus teólogos, los que saben lo que “la Historia” quiere de nosotros y que se atribuyen el derecho de mandar, corregir, castigar o lo que sea necesario para que la Historia llegue a su puerto paradisíaco. El llamado del marxismo tuvo tanto impacto porque apela a viejos arquetipos mentales y da una nueva solución a nuestra búsqueda ancestral de la perfección y la trascendencia.

    —¿Qué le produjo enterarse de la muerte de Fidel Castro y qué efectos históricos considera que tendrá?

    —Me recordó la muerte de tantos tiranos que murieron en el poder, como Stalin, Franco o Mao. Fueron llorados por un pueblo que había crecido y vivido bajo su sombra, adoctrinado y disciplinado, acostumbrado a marchar y a decir al unísono “¡Viva!”. Pero luego viene el despertar. A veces más lento, cuando el tirano deja una sólida estructura de poder tras de sí, como en Cuba, pero finalmente inevitable. Un día los cubanos de Cuba y sus hermanos de Miami se abrazarán, y juntos construirán una Cuba democrática, próspera y en paz consigo misma. Pero también me acordé de mi juventud. De esas interminables horas escuchando la voz de Fidel gracias al vinilo que tenía con la Segunda Declaración de La Habana. Y de lo que todo ello implicó, en ilusión y ceguera. Fue un tiempo terriblemente maravilloso y embriagador: las ideas revolucionarias, como las drogas, te invitan a un viaje inicialmente fascinante, pero al final terminas en la ruina y la tragedia.