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    “Los músicos uruguayos suben a recoger un premio y piden disculpas”

    Aún no había cumplido 15 años y ya era disc jockey de fiestas, en tiempos en que los DJ debían arrendar fletes para acarrear sus baúles llenos de discos de vinilo. A los 18 era todo un veterano de las perillas: operaba la consola en una radio y estaba harto de los bailes. Puso uno de los primeros videoclubes de Montevideo y poco después, casi sin proponérselo, era el mánager de una de las bandas de rock más populares del país, Los Tontos. El primer día les prometió al menos tres cumpleaños de 15 y en dos años hicieron 200 conciertos y hasta tuvieron un programa propio de televisión. Una cosa lleva a la otra, y este veinteañero muy bien aspectado para los negocios fue, junto a Alfonso Carbone y Cacho de la Cruz, uno de los productores de los dos primeros Montevideo Rock. Tuvo programas de radio, incursionó en el turismo y fue editor de la guía de viajes En foco y responsable del proyecto Expoviajes. En 2003 fundó junto a María Noel Marrone los Premios Graffiti, los principales galardones de la música popular uruguaya, que esta semana tuvieron su 17ª edición (ver recuadro). En esta charla con Búsqueda, Miguel Ángel Olivencia cuenta cómo pasó de poner Abba en casamientos a entregar 35 aerosoles por año.

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    —¿Cómo te vinculaste con la música?

    —Nací adentro de Canal 12 porque mi viejo, Miguel Olivencia, era el gerente comercial. Siempre me gustó la música y siempre estuve vinculado a los medios porque después mi padre pasó a trabajar en Radio Ariel (CX 10, hoy Radio Continente). Empecé a los 13 o 14 años. Era el disc jockey del Country Club de Atlántida, a mitad de los años 80. Y a los 18 me pudrí de no salir los sábados. También había empezado a trabajar en Radiomundo, a los 15, como operador. Empecé a conocer gente. Me gustaban los videos. En 1986 puse un videoclub, Video Music, de los primeros que hubo, y un empleado era primo de Renzo Teflón (Renzo Guridi, excantante de Los Tontos, fallecido en 2018). Un día me dijo que el primo tenía una banda nueva y que estaba buena. Yo quería dejar los bailes y nos juntamos. Les prometí tres cumpleaños de 15, me hice productor de Los Tontos y terminamos haciendo 200 shows en dos años, un programa de TV propio (La cueva del rock, en Canal 4), un contrato en Argentina, discos editados en Chile y Ecuador, giras…

    —¿Qué tuvieron Los Tontos para lograr esa popularidad?

    —Algo que me parece que sigue en falta: eran la versión más pop del rock uruguayo. Acá la generación previa a la dictadura se acabó porque tuvieron que rajar. La salida está marcada por Los Estómagos y Los Traidores, que tenían el componente político de la revolución punk, eso de que “está todo mal”, y por Los Tontos, que eran lo más pop. Los primeros pegaron en un público mayor, pero Los Tontos abarcaron hasta a los niños. Una vez tocamos en el Palacio Peñarol para cinco mil niños que deliraron.

    Quiero Puré (Himno de los Conductores Imprudentes) abrió todas las puertas…

    —Siempre necesitás una canción que te lleve. Pero además había cosas buenísimas que ayudaron, como los nombres inventados, los personajes. El baterista, Leo Baroncini, también tocaba en Los Estómagos y le pusieron la condición de que no se llamara igual en las dos. De ahí salieron los nombres Trevor Podargo, Calvin Rodríguez y Renzo Teflón. Al principio, en los shows grandes siempre tocaban últimos Los Estómagos hasta que un día nos dijeron: “Bo, tendrían que cerrar ustedes”. El público de Los Tontos era más masivo y teníamos un esquema mucho más comercial. Hoy sigue pasando. Una cosa es La Vela Puerca y otra No Te Va Gustar. Son las dos caras de la moneda: No Te Va Gustar tiene una carrera comercial gigantesca y capaz que La Vela Puerca tiene una carrera artística gigantesca. Ese sonido más pop sigue faltando en Uruguay.

    —Pero también tenían una veta oscura, con temas como El asesino de viejas

    —Y las letras del segundo disco, que por un montón de razones no fue tan popular, eran más duras. Ese tiempo fue mi escuela. Y por ahí, en 1986, surgió el primer Montevideo Rock.

    —¿Cuál fue tu tarea ahí?

    —La licitación del Montevideo Rock estuvo a mi nombre. Estaban Alfonso Carbone, su socio, Cacho de la Cruz. Éramos cinco o seis productores. Fui a todas las reuniones en Buenos Aires a negociar con Fernando Moya, el mano derecha de (el productor) Daniel Grinbank, para que vinieran los que vinieron: Sumo, Fito, La Torre, Paralamas. EMI puso a Los Prisioneros, de Chile.

    —¿Y cómo engancharon a Legião Urbana?

    —Esa es otra historia. Un día estaba en la oficina y entra una chica y me dice: “Mi novio tiene la banda más importante de Brasil y yo quiero que venga a tocar al Montevideo Rock”. Viste cuando decís: “¿Y esto?”. Así. Abrió la puerta: “¿Quién es Miguel Olivencia?”. Se llama Lalia Amorín y consiguió que viniera Legião Urbana solo por los pasajes. Fue la única salida al exterior de esa banda. Era un momento recontrafermental. Valía todo, y la Rural del Prado estuvo llena en todos los shows.

    Quiero puré, un cómic de Leo Lagos sobre aquellos años plantea que el Partido Colorado fomentó el rock para capitalizar políticamente el cruce entre el rock y el canto popular…

    —Sí, de hecho Leo me consultó para ese relato y le dije que nada que ver. El Partido Colorado al rock no le dio absolutamente nada. Es simple: el canto popular se cayó porque terminó su misión.

    —¿Fue importante el aporte de la Intendencia de Montevideo para el festival?

    —Muy poco. La intendencia llamó a licitación, fuimos los únicos que nos presentamos, ganamos, y el aporte de la comuna fue la Rural y habitaciones en hoteles municipales como el Parque Hotel y el Carrasco.

    —Ahí se quedó Luca Prodan...

    —Claro. Luca Prodan, que era una persona normal y no jodió. Los de Paralamas a los 18 minutos de estar en el Parque Hotel empezaron a patear las puertas diciendo que si no se iban de ahí, no tocaban.

    —¿Ganaron dinero con los Montevideo Rock?

    —En el primero, muy poquito, y en el segundo, más o menos. Ahí fue que hice un click y dije: “Llenamos dos días el Estadio Franzini, hicimos el show más grande que hubo hasta este momento en el país y ganamos, creo, mil dólares cada uno. No sigo”.

    —¿Y qué hiciste?

    —A esa altura ya no estaba más con Los Tontos, que después del rechazo del público en el Franzini, se vinieron abajo. Yo estaba saturadísimo, desgastado. Y había una bomba a punto de explotar que era la pelea de Renzo con los otros dos miembros. La relación entre ellos no era la misma. Éramos todos muy chicos. Todo fue demasiado.

    —¿Cómo era el vínculo de esa movida con las drogas?

    —Drogas siempre hubo. La generación del 70 fue durísima, con drogas muy fuertes. No hablo por terceros. El acuerdo que teníamos con Los Tontos era que mientras laburábamos, cero drogas. Después… yo no soy babysiter de nadie. Igual creo que la droga no fue un problema grave en la música uruguaya. Ahora, hay bandas que estaban para mucho más. Traidores podrían estar a la misma altura de Los Buitres.

    —¿Cómo viste los años de implosión que vinieron después del 88, 89?

    —Ese movimiento se cayó cuando se separaron Los Tontos y Los Estómagos. También influyó la calidad de las canciones. En esta generación, el primer disco siempre es el mejor. Después fue bajando el nivel, casi invariablemente. A la salida de la dictadura lo importante era hacer. Renzo tocaba con un bajo que se había hecho él. Muchos decían: “Vamos a hacer una banda”… y ahí empezaban a aprender a tocar (ríe). También coincidió con la implosión del Palacio de la Música y el sello Orfeo. Y el péndulo: la música va de un lado al otro, y así pasamos del rock a Mayonesa.

    —Hablemos de los premios Graffiti: ¿cuándo surge la idea?

    —En los 90 empezó la tercera etapa del rock uruguayo, con Buitres, Peyote Asesino, Plátano Macho, el éxito del Cuarteto con Otra Navidad en las Trincheras, Abuela Coca, La Trampa, Buenos Muchachos, Trotsky Vengarán. A fines de los 90 empezamos un programa de radio con María Noel Marrone en Océano FM, llamado Anochecer de un día agitado. Por esa época arrancaban La Vela Puerca y No Te Va Gustar y empezamos a tirar ideas con María Noel sobre hacer algo para marcar el crecimiento del rock. Un día de invierno de 2002 estábamos en una tanda y nos dijimos: ”Hagamos un premio”. En seguida entró un productor con la cara desencajada, a los gritos: “¡El dólar se fue a 30 pesos, se viene la hoguera, se acaba el país!”. Y nosotros pensando en hacer unos premios.

    —¿Por qué tomaron el nombre del famoso boliche de Carrasco?

    —Estaba la idea de llamarlos Mateo, era un filo. Si hoy empezáramos de cero y abarcáramos toda la música, capaz que se llamarían Premios Mateo. Pero entonces pensábamos solo en el rock. Después le íbamos a poner Premios Tito, estaba todo armado, la Sala Zitarrosa confirmada, la fecha, un martes 13 (de mayo de 2003). Y una semana antes le dije a María: “¿Y si los llamamos Graffiti?”. Por el boliche, por aquel famoso disco (una ensalada de varias bandas que fue fundacional en aquella movida) y el recordado recital del teatro de Verano (Navidad de 1985). Era el símbolo ideal del rock uruguayo. Llamamos a Josacho Sassón, el propietario de la marca Graffiti, exdueño del boliche de Carrasco, y nos ofreció hacer el lanzamiento de los premios en W Lounge. No pensábamos en nada más que esa entrega. Hicimos que fueran muchos famosos, lo que nos legitimó. Cuando (Alberto) Kesman entregó un premio, se cayó la sala. Nunca más hubo una ovación igual. Después nos empezaron a preguntar si se repetía, nos enganchamos para el siguiente, y van 17 años.

    —¿Cómo armaron ese primer jurado?

    —El primer jurado eran 12 periodistas. Desde ese año está Alfredo Rosso. El sistema era muy cómico. Los sellos nos daban dos discos y para evitar copiarlos teníamos un amigo que los llevaba casa por casa de los jurados, de a tandas. Igual, claro, eran muchos menos discos que ahora, que hay más de 300 inscriptos por año. Para ver los videoclips, que el primer año fueron nueve o diez, nos juntábamos en W Lounge, poníamos un televisor, hacíamos una torta en un VHS y los 12 jurados llenaban sus planillas frente a esa tele. Cambió el mundo en estos 17 años. Después se fueron incorporando no solo críticos y periodistas sino también programadores, musicalizadores de radios, divulgadores y otros oficios vinculados a la música. Siempre nos reclamaron que incluyéramos músicos, pero eso nunca se logró.

    —¿Por qué?

    —Porque los músicos no quieren votar músicos. Dicen que no les gustaría juzgar a alguien que después los pueda juzgar. Hubo un único año en que participó un músico: Popo Romano. Fue a dos reuniones de jurado, nunca votó y después dijo que no podía votar porque no quería hacerlo contra sus colegas. Nos faltan músicos y estaría bueno tenerlos.

    Miguel Olivencia

    —Hoy los premios abarcan todo el espectro de géneros. ¿Cómo se procesó ese cambio?

    —Los premios fueron cambiando. Primero dejó de ser un premio exclusivo de rock, después pasamos de diez videos a 50, luego a 100, 200. ¡Este año fueron 370!

    —¿Además de la calidad artística, entró a tallar la popularidad de las canciones?

    —Siempre se busca un equilibro. Creo que el crecimiento de los premios generó un cambio de cabeza. Los primeros jurados estaban totalmente enfocados en lo artístico. De hecho, el primer año, el principal rubro del presupuesto fue el teléfono, para convencer a la gente de que era viable, de que el jurado era sano, de que se iba a votar solamente la parte artística y no la popularidad. La idiosincrasia del uruguayo va en contra de los concursos.

    —¿Por qué?

    —Porque no nos gusta competir entre nosotros. Los músicos uruguayos suben a recoger un premio y piden disculpas. No lo digo mal, lo digo bien. Lo que hay que entender es que los premios no son una competencia; es una foto de un momento. También hay algo no tan advertido: el premio es una herramienta de marketing para lograr que el jurado te escuche, para poder hacer prensa si sos nominado y, por supuesto, tener una chapa si sos ganador. Es una oportunidad. Hay bandas que eran una cosa hasta que ganaron y otra después. Aunque no ganen, el premio da visibilidad a un montón de artistas nuevos.

    —¿La independencia de los Graffiti radica en que la industria musical es ajena al premio, a diferencia, por ejemplo, de Argentina, donde los premios Gardel son de Capif?

    —Creo que parte del crecimiento de los premios se debe a que a la gente le empezaron a gustar los shows. Siempre pasaba que el espectáculo de entrega era un embole, que no se podía hacer algo dinámico con varias bandas, que fuera por TV y que los resultados del jurado coincidieran generalmente con lo que la gente pensaba que eran los mejores. El hecho de ser un premio concebido desde la dimensión artística de la música y no desde la industria, creo que le dio otro fundamento.

    —Vos sos el productor artístico y ejecutivo. ¿Asumís todo el riesgo comercial?

    —Sí, claro. El riesgo que asumo es llegar a cero. Nunca se gana un peso. La gran lucha de los Premios Graffiti es juntar la plata y lo desgastante es empezar de cero cada año durante estas 17 ediciones. De cero con las instituciones, con los auspiciantes…

    —¿Entonces no vivís de los premios?

    —No vivo de los Graffiti, vivo de otras cosas que hago en el plano de la cultura y el turismo. Lo que sí me han dejado los premios es una colección de más de 2.500 discos uruguayos inscriptos desde la primera edición.

    Vida Cultural
    2019-08-29T00:00:00