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    “Me encanta tocar en marzo pero no me llames solo en marzo”

    Es hija de Lilián Zetune, una de las grandes directoras de coros uruguayas, con décadas de trayectoria en el Sodre y en la música sinfónica coral, y Renzo Pi Ugarte, uno de los principales antropólogos e investigadores sociales y culturales del país. Fruto del exilio, Carmen Pi Zetune nació en Lima, se crio en Quito y vive en Montevideo desde sus 11 años. Se formó como pianista, directora de orquesta, arregladora y directora coral y docente. Al frente de Coralinas, es una de las responsables de la renovación del canto coral en los últimos años. El grupo vocal de mujeres formado hace 15 años se conectó desde sus inicios con un público joven, proveniente de ámbitos diferentes a los tradicionales “coros vocacionales”. Este sábado 12 llega a su primer Solís, donde presentará Corteza, un espectáculo íntegramente autoproducido, en el marco del ciclo organizado por el colectivo Mujeres y Disidencias en la Música Uruguaya.

    Seis de las cantantes cantan con Carmen desde que estaban en sexto de escuela, en el colegio San Juan Bautista. Después siguieron juntas en el coro del liceo y en el coro juvenil, hasta que un día le propusieron: “Che, queremos seguir cantando contigo”. Así nació Coralinas. El resto de las integrantes surgieron de los diferentes cursos y talleres de canto de Carmen. A su creciente popularidad, Coralinas suma otro fenómeno peculiar: de sus filas han surgido al menos media docena de solistas con sólidas carreras en Uruguay y el exterior, como Papina de Palma, Belén Cuturi, Inés Errandonea, Josefina Martino, Camila Ferrari y Eugenia Mosca. Un verdadero semillero de cantautoras que en buena medida es fruto del estímulo que Pi ejerce en sus dirigidas para que se animen a asumir el protagonismo.

    Además del grupo, Pi lleva adelante su carrera solista, como cantautora, y varios proyectos donde se consagra al rol de intérprete, como De espinas y flores, junto con el archilaudista Gustavo Reyna, que fusiona el repertorio popular uruguayo con la estética barroca, y Canciones encendidas, el dúo con su colega Mariana Lucía, en el que reinventan piezas propias y ajenas.

    Lo que sigue es, una síntesis de la entrevista que Pi concedió a Búsqueda esta semana, en la que repasó parte de su vida en clave de voz.

    —¿Cómo te llevaste con el canto en la escuela? 

    —Hice quinto y sexto en Uruguay porque hasta 1986 con mi familia estábamos en Ecuador. Fui a la escuela Japón, la escuela pública del Buceo, mi barrio. No recuerdo el nombre de la directora del coro, pero era bien formal. Cantábamos todos parados, bien formaditos, bien derechitos, como era usual en aquella época. Los himnos y canciones patrióticas como Clavel del aire, Oh, juventud uruguaya. Recuerdo que cantábamos Canción con todos, la famosa canción en la que Mercedes Sosa cantaba “Todas las manos, todas”, en la que nos hacían cantar un arreglo imposible, dificilísimo para un niño de 10 años. Se machacaba mucho con la repetición hasta que te saliera bien. Era 1987, y al venir de afuera, lo veía como una herencia de la dictadura, que estaba muy fresca. De hecho, la maestra de quinto era muy miliquera, muy ortiba. Y después en el liceo la materia Música, que era muy teórica, no me interesó nunca, no me entusiasmó. Nunca tuve buena nota en esa materia. La salvé porque con lo que sabía por mi madre no me podía ir mal (ríe).

    —¿Sufriste aquella fatídica separación entre “voz A” y “voz B”?

    —Como era sopranito y afinaba, era voz A, pero nunca tuve idea de con qué criterio elegían. Mucha gente me ha contado cómo por haber sido calificado como “voz B” se sintió discriminada y perdió el interés en la música. Fue algo muy nefasto, que traumatizó a mucha gente. Muchos niños entendían que no eran buenos para cantar y abortaron esa posibilidad expresiva de por vida. Hay mucha gente en Uruguay que dice “yo no sé cantar”, cuando en realidad podría cantar y no lo sabe. Muchos piensan que no tienen buena voz. Y les digo: “No hace falta tener buena voz. Hace falta tener oído”. Está lleno de cantautores uruguayos que no tienen lo que se puede entender como una buena voz, pero tienen oído y personalidad para interpretar, son tremendos compositores y defienden muy bien su música.

    —La voz se trabaja, ¿pero cómo se trabaja el oído? 

    —Es más difícil. Si lo trabajás desde edades tempranas, es mucho mejor. Cuando he tenido que hacer pruebas de voces he notado que mucha gente no tiene conciencia del sonido que emite, no logra distinguir qué sonido es más grave o más agudo entre dos notas. Los más chicos son los más permeables, he notado evoluciones sorprendentes en un niño, en poco tiempo. Enseñando música en niños, jóvenes y adultos, te das cuenta de que hay millones de maneras de percibir el sonido y la música. Y cuanto más adulto, más rígido para aprender. Además de los contenidos técnicos y teóricos siempre escucho a los alumnos para ver para dónde van, y dependiendo de su voz les puedo recomendar algo a su medida. Cualquier buen docente sabe que si vos estimulás bien a un niño y celebrás sus logros y avances, el resultado es maravilloso, todo florece y crece.

    —En Uruguay la movida coral es enorme. Sin embargo, para mucha gente que no canta, pero sí gusta de la música, el cine y los libros, ver a un coro es un embole… 

    —La tradición coral en Uruguay es muy fuerte, y a su vez hay un gran prejuicio con los coros. Los coros del litoral son legendarios. Y por supuesto las murgas. ¡Son coros! No debemos olvidarlo. Y es una pasión de masas. Todo el mundo opina sobre el coro de tal conjunto o de tal otro. La gente está acostumbrada a escucharlos. Tan es así que por eso Coralinas es un coro de mujeres. Porque en el coro de niños de la escuela yo siempre tengo muchos varones, me adoran y adoran cantar. Pero llegan al liceo y se van todos. Se borran. Es el prejuicio. El coro sigue siendo algo de mujeres, mientras que la murga para muchos murgueros sigue siendo algo de varones.

    —Tu trabajo, junto con el de otros referentes de la unión entre música coral y canción popular, va en la línea de combatir ese concepto. ¿Te lo has propuesto? 

    —La verdad que no, hago pero no pienso mucho en lo que hago. Solo me guío por el gusto por el sonido combinado de las voces. Una maravilla indescriptible. Un instrumento hermoso, que me es natural y me apasiona. Simplemente transmito esa pasión. Me siento honrada porque no muchos docentes tienen el privilegio de empezar con niños y seguir haciendo música con ellos ya como adultos. Ahora Inés (Errandonea) sacó su primer disco (La vida real, Graffiti 2021 al Artista nuevo) y al escucharlo sentí una conmoción.

    —Ya salió media docena de solistas de Coralinas. No es normal…

    —Es fantástico. Además muchas de ellas siguen al firme en el grupo, son muy amigas y colaboran entre sí en sus proyectos solistas. Belén (Cuturi), por ejemplo, empezó en mis cursos de canto. Y cuando me mostró algunas de sus canciones le sugerí que fuera con (el pianista, arreglador y productor) Dani López. Ahí empezó a grabar sus temas y recién ahí la convidé a venir a Coralinas. Y le aportó un color hermoso. Algo similar pasó con Euge Mosca y Jose Martino.

    —¿Cómo definirías la sensibilidad musical del grupo?

    —Hemos ido cambiando, porque al principio era yo la que llevaba la dirección artística. Siempre estuvo la veta latinoamericana pero también estuvo desde el inicio la impronta spiritual, la música negra norteamericana, el góspel, el soul, el blues. Me gusta mucho cantar con ese sonido poderoso. Me gusta mucho el jazz y el soul. La música vocal en esos géneros tiene una profundidad y un sentimiento que solo es igualable, para mí, a la música folclórica de esta región, la zamba, la milonga, que me permite conectarme con mi alma. Son músicas muy verdaderas, del ser humano solo con sus lamentos. El poderío del góspel levanta los techos. Me enamora, me puede. Pero las generaciones van cambiando, y en este momento no es algo tan demandado. Con los niños y jóvenes voy tanteando (ríe). Claramente la sensibilidad de Coralinas no es la de hoy. Ellas fueron muy receptivas. Yo llevaba una de Cabrera y ellas la absorbían. Llevé a Lenine y lo pasaron por su filtro. Les mostré a Caetano y lo asimilaron a su manera. Lo que les llevara ellas lo hacían carne. El ensayo ya era la felicidad. Lo sentían y lo gozaban de una manera única. Esa química que queda en el aire en un ensayo es una sensación que solo entienden los que han cantado en grupo.

    —¿Cantar es, además de tu trabajo, tu terapia? 

    —Exacto. Nos pasó eso durante años. Para mí era un trabajo, pero el grupo no proyectaba nada. Y lo disfruto tanto que no me hago lugar para hacer cosas como yoga porque yo me relajo cantando y dirigiendo. La paso bien. Disfruto, es mi meditación. Y al terminar me doy cuenta de que hace tres horas que no pienso en los problemas de la vida, estoy feliz, llena de las famosas endorfinas. Entraste con un mood y te vas con otro. Tanto yo como las cantantes. Es muy singular, no pasa lo mismo cuando canto como solista. Porque esa vivencia compartida, esos corazones latiendo al unísono, esas respiraciones sincronizadas, esos suspiros y miradas en simultáneo provocan una emoción única. Nos miramos y se nos llenan los ojos de lágrimas. Cantando en grupo aprendés a escuchar mejor, a afinar el oído y a percibir cosas a las que antes no prestabas atención. Es como ir abriendo el oído. Por eso me gusta tanto trabajar con los niños, porque siento que mi métier es habilitar sensibilidad, abrir una puerta para la escucha.

    —Una de las grandes víctimas de la pandemia fue el canto en grupo. ¿Cómo lo viviste?

    —Fue muy triste. Se frenaron algunas de las instancias que los niños más disfrutaban. Fue difícil. Volvimos con tapaboca, distancia y ventanas abiertas. Después fuimos sacándoles el tapaboca y en muchos casos era el único momento en que se lo podían sacar en toda la estadía en la escuela. Pero lamentablemente el tapaboca se ha metido tanto en la cabeza de muchos gurises que algunos ya no quieren sacárselo ni cuando están en un parque. Se sienten cubiertos, protegidos, se esconden ahí. Después están los pícaros que no quieren cantar nunca y aprovechan para dejárselo (ríe). Se hacen los vivos. ¡A esos se los mandaba sacar! Pero también cambió la sensibilidad en los niños. Puedo equivocarme pero siento que muchos se hiperconectaron y en algunas cosas se adelantaron a su edad; sin el juego y otras instancias presenciales es como si hubieran madurado de golpe. Al volver de la pandemia llevé canciones que siempre me habían funcionado y me encontré con quintos y sextos de escuela que estaban para otras cosas.

    —Bueno, está esa percepción extendida de que la música lenta es aburrida y la movida es divertida…

    —Claro, se va calibrando todo a una hipervelocidad, y ahí radica para mí la diferencia entre el entretenimiento y el arte. No es que todo lo que es bueno artísticamente tenga que tener un beat lento. Pero tengo que decirles que mi misión no es entretenerlos. A veces me piden temas de moda a los que les digo que no porque no quiero ser complaciente con ellos. Tengo que mostrarles otra cosa. “Eso lo van a escuchar igual en todos lados”, les digo. Pero en clase vamos a ir a otros lugares. En la época en que Color esperanza sonaba hasta en la sopa, yo me resistía, eso ya lo tenían. Además, sin pretender desmerecer a Color esperanza, ese tipo de contenidos se agotan en seguida y agotan a los niños. A los dos minutos no la quieren cantar más. Ojo, a veces le erro y les llevo una canción que no prende. Entonces me esmero en conquistarlos, en el arte de la seducción. Hace poco un grupo me rechazó una de Spinetta y la cambié por Mi revolución, de 4 Pesos de Propina, que es una canción poderosa, muy fuerte. Cada grupo tiene su cauce por el que transita la canción, y mi tarea es ir viendo para dónde nos lleva ese río.

    —Y teniendo en cuenta cómo la temática de lo femenino fue ganando terreno en Coralinas, ¿para dónde te lleva Corteza?

    —Bueno, en Coralinas siempre hubo cantantes que se destacaron como intérpretes solistas y que fueron asumiendo roles protagónicos naturalmente. Así fue apareciendo la prestancia de algunas voces y también se daba que otras cantantes evitaban ese lugar y así le daban solidez al colectivo. Como directora tengo que cuidar esos equilibrios grupales. Entonces, en Corteza se manifiesta esa sensibilidad femenina y esa madurez de ellas, que ahora ya están casi todas en torno a los 30 años, y viven otras problemáticas más adultas. Y el espíritu de Corteza es lo que nos atraviesa como latinoamericanos. Ir al Solís a cantar estas canciones, en un espectáculo tan pensado, tan cuidado, nos genera una emoción muy especial porque es la primera vez que hacemos un Solís nosotras solas y producido por nosotras en forma independiente. Tenemos tres coralinas muy cracks trabajando en la producción: Inés, Magui y Lucho. Y todas trabajamos en todos los rubros, incluyendo vestuario, escenografía, puesta en escena y trabajo corporal. Y yo veo todo esto y se me caen las lágrimas. Son mis hijas (ríe, y se emociona). Y son mis colegas. Y son mis amigas. Y ahora yo me apapacho en ellas también. Tenían ocho años cuando empezamos y ahora me están dando un taller para enseñarme a usar el cuerpo para cantar.

    —¿Tuvieron en cuenta algún criterio para elegir la lista final?

    —Al armar este repertorio varias cantantes ya habían publicado discos como solistas y nos propusimos inicialmente hacer un repertorio solo de mujeres uruguayas y luego viramos; lo ampliamos a mujeres latinoamericanas. Demoramos bastante porque cada una presentó su lista, escuchamos todas y votamos varias veces. Partimos de más de 50 canciones y la lista quedó en 18. Hay muchas que no están por razones de tiempo y espacio. Había que elegir. Tratamos de que hubiera compositoras de distintas edades, desde las más icónicas, como Violeta Parra y Chabuca Granda, o las consagradas más recientes como Marisa Monte, Mon Laferte, Julieta Venegas y Natalia Lafourcade, a las más nuevas como Nathy Peluso. Y de Uruguay están, entre otras, Laura Canoura, Mariana Ingold, Samantha Navarro, Ana Prada.

    —¿A qué atribuís esa gran marea de cantautoras solistas que ha inundado la música uruguaya en los últimos años?   

    —Uruguay tiene desde hace un buen tiempo un gran movimiento de mujeres compositoras que interpretan sus propias canciones. Desde las pioneras como Estela, Laura y Mariana, siguiendo con la generación de Rossana Taddei, Samantha Navarro y Ana Prada a las más nuevas como Rodra, Ona y Patricia Robaina o talentos como Cecilia de los Santos, la directora del coro Panambí (también femenino), que además es tremenda cantante. Hay figuras que fueron muy influyentes, como Samantha, cuya manera de cantar y fraseo están muy presentes en la voz de Papina o Inés, por ejemplo. Esto es lo más importante que está pasando en la música uruguaya, no tengo dudas. En todos los estilos, proponiendo cosas muy diferentes, desde Mocchi a Eli Almic. Además cada vez hay más instrumentistas, más bajistas, bateristas, guitarristas. Junto con la lucha feminista, lo verdaderamente novedoso en el movimiento musical uruguayo del presente pasa por las mujeres, un fenómeno que no para de crecer. Por eso es muy frustrante que las grillas de los grandes festivales sigan con los mismos de siempre. Ahora en marzo la grilla explota de mujeres, pero también pasa que se satura todo. Entonces saltan y me dicen que no me sirve nada. Bueno, loco, no somos compositoras solo en marzo. Me encanta tocar en marzo pero no me llames solo en marzo. ¡Estamos disponibles todo el año!