“Me he dedicado a retratar a quienes estuvieron en la mala, a ponerle rostro a las historias duras”

entrevista de Silvana Tanzi 
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Al paraje lo llaman “el abrazo de los muertos”, una forma inquietante de referirse al escenario de un brutal y triple asesinato. El 2 de enero de 1920, en la Isla del Infante, a 10 kilómetros de Villa Soriano, aparecieron flotando en el río Negro, y atados uno con otro, los cuerpos asesinados a machetazos de Sebastián Soria y de su pareja María Rodríguez. La mujer, que había sido mutilada con una saña feroz, tenía una hija de seis años, María Luisa, cuyo cuerpo nunca se encontró. Desde entonces, los lugareños llevan juguetes y muñecas a ese paraje agreste para ahuyentar el fantasma de la niña. La extensa isla privada de 900 hectáreas y abundante vegetación era a comienzos del siglo XX refugio de montaraces y de cazadores furtivos argentinos y uruguayos. Los asesinatos tuvieron en vilo a Villa Soriano, hasta que un hombre se declaró culpable del triple homicidio en una confesión llena de contradicciones. Durante todo un siglo se tejieron leyendas e intrigas alimentadas, entre otras cosas, porque no se sabía dónde estaban enterradas las víctimas. En 2019, el buzo Alfonso Quián y Emilio Hourcade, investigador del río Negro y en particular de este hecho, decidieron ir hacia el lugar para buscarlos. Después de días de exploración y de cavar la tierra, encontraron enterrados los restos de la pareja, pero no los de la niña. En Muñecas en el río (Planeta, 2021), el periodista Sebastián Panzl (Montevideo, 1986) reconstruye toda esta historia que lo llevó a recoger testimonios de lugareños y de los investigadores, a hurgar en documentos y en la prensa de la época y a navegar por el río Negro. Panzl es egresado de la Universidad Católica y trabajó como periodista político en El Observador, donde ahora es colaborador. Antes de este libro, escribió otros tres sobre historias que quedaron a un costado de la gran historia: ¡Tiren, cobardes! (2015), Fusilados y verdugos (2016) y Cartas desde las trincheras (2017). “Hoy estoy alejado del periodismo político y no tengo interés por las primicias. Elegí un camino de tiempos lentos, de miradas lentas, y es el que disfruto”, dice el escritor a Búsqueda al explicar su intención de continuar por el camino de la crónica histórica.

—En tu primer libro investigaste sobre acontecimientos de la II Guerra Mundial. ¿Cómo surgió tu interés por la historia?

—Siempre me interesó la historia, pero enmarcada en el periodismo. Me pasa seguido que me presentan como historiador, y de inmediato hago la aclaración de que no lo soy. Por supuesto que leo a historiadores para ubicarme en un contexto y para entenderlo, pero después escribo crónicas periodísticas, sin el propósito de hacer un análisis de causas y consecuencias históricas. En Tiren cobardes hay dos historias que ocurrieron en 1942. La primera es la de un buque mercante que salió de Montevideo hacia Nueva York con una carga de productos de exportación. Ese barco fue interceptado en marzo por un submarino que al principio se pensó que era alemán y décadas después se descubrió que era italiano. Ese día murieron 13 uruguayos y un español que formaba parte de la tripulación. Meses más tarde, un segundo barco mercante hizo la misma ruta, increíble porque sabían del peligro, y fue hundido por un submarino alemán. Esa vez no hubo muertos, pero al capitán lo hicieron prisionero. Hubo mucha indignación en Uruguay por estos hechos. En el puerto de Montevideo hay una placa con los nombres de quienes murieron. Es una historia poco conocida, a pesar de que los diarios de la época hablaban todos los días de ese tema. Me enteré de esta historia a través de Luis Chabaneau, que había sido mi profesor en la Universidad Católica y estaba vinculado con la Armada. Por él llegué al Museo Naval, donde hay información muy sistematizada, incluso carpetas con cada uno de los barcos, y me puse a investigar.

Fusilados y verdugos es una historia de la pena de muerte en Uruguay. ¿Por qué ese libro?

—Me interesaba contar la historia de los condenados a la pena de muerte, desde los esclavos que eran ahorcados en la plaza Matriz hasta los fusilados a fines del siglo XIX en la cárcel de Miguelete. El libro repasa esta historia que llega hasta 1907, cuando la pena de muerte fue abolida en el gobierno de Claudio Williman, aunque Batlle y Ordóñez le había puesto todo su peso político y firmado el proyecto de ley en 1905. Pero más allá del orgullo vanguardista que significó esa abolición, faltaba contar quiénes habían sido los condenados. Quise mostrar la crueldad de los tiempos bárbaros. En Montevideo hubo esclavos que fueron asesinados y descuartizados, y después se colocaban trozos de sus cadáveres en diferentes caminos como forma de amedrentar a los delincuentes. Hasta se llegó a usar el garrote vil, ese invento español terrible para los condenados a muerte. También encontré historias curiosas, como la de un hombre, Benito García, a quien iban a ahorcar en un campo un día de lluvia y, cuando lo estaban subiendo, la escalera se rompió. El abogado de este hombre presentó una solicitud de perdón que recogía el sentir de la gente que creía que había sido una señal divina. Pero cuando examinaron la escalera, vieron que se había roto por la lluvia y Benito terminó ejecutado.

—¿Cómo descubriste la historia del triple asesinato en la Isla del Infante?

—Llegué por el ejercicio periodístico, siguiendo fuentes. Hace muchos años que converso con Alejo Cordero, integrante de la Comisión de Patrimonio, que tiene experiencia en trabajos arqueológicos en varios países y muchas historias para contar, muchas más de las que yo puedo registrar. Un día me llamó por teléfono y me contó que estaba en Villa Soriano con un grupo de investigadores que seguían nuevas pistas de un crimen muy atroz y removedor para la zona. Un crimen que había ocurrido hacía un siglo. Me di cuenta de que ahí había algo. Me reuní con él y me habló de quiénes estaban tras la investigación, me llevó al pueblo y ahí comenzó todo.

—Villa Soriano es un lugar importante desde el punto de vista histórico. ¿Te parece que ha quedado un poco olvidado ese aspecto?

—Me da curiosidad saber por qué Villa Soriano no tiene un protagonismo mucho mayor en nuestra historia. Allí vivió Artigas, allí tuvo sus hijos y están enterrados sus descendientes. Además, tiene un pasado indígena importante. En 1527 estuvo Gaboto en el río San Salvador y convivió dos años con los indígenas. Medio siglo después estuvo en el mismo sitio Juan Ortiz de Zárate y fundó la ciudad Zaratina. También la historia de Hernandarias confluye en esa zona entre los ríos Negro, Uruguay y San Salvador. Más allá del debate de cuándo se fundó la ciudad, la zona es rica en símbolos, además de un lugar hermoso por el río Negro y su paisaje increíble. Es un refugio al que voy habitualmente. Me alquilo un ranchito y paso allí leyendo, escribiendo o tocando la guitarra.

—En el libro contás algunas tradiciones, como la visita de la Virgen por las casas…

—El pueblo tiene tradiciones españolas muy marcadas, la de sacar a La Virgen de los Milagros de la iglesia y llevarla a las casas de los vecinos es una. La gente la hospeda un tiempo y después sigue hacia otra casa. Eso me lo contaron el primer día que fui y después lo pude ver. La tradición de doblar las campanas cuando muere un vecino es otro vestigio de muchos siglos, aunque ahora está en desuso. Pero no hace tantos años doblaron las campanas cuando murió la mamá del dueño del boliche de campaña, y en 2019, cuando murió el diácono que cuento en el libro.

—Cuando estabas con unos parroquianos en el boliche de campaña y se mencionó el triple asesinato, se hizo un silencio. ¿Después de un siglo perdura la incomodidad por este hecho?

—Ese día estábamos en el boliche en una charla muy divertida y fluida. Me había presentado como periodista y cada uno contaba una historia más increíble que la otra. Cuando Alfonso Quián dijo que yo estaba allí para investigar los asesinatos del abrazo de los muertos, la conversación se quebró. Pero no solo fue ese día. Cuando conversaba informalmente con otras personas sobre varios temas, y de golpe le preguntaba qué sabían sobre lo ocurrido en la Isla Infante, notaba esa inquietud. La verdad es que nadie sabe exactamente qué pasó y la leyenda se fue retroalimentando. Por eso fue tan importante el trabajo de Hourcade sobre el destino de los cuerpos. Durante años se pensó que habían sido desenterrados.

—Los investigadores volvieron a tapar el pozo donde encontraron los restos y no quisieron removerlos. ¿Qué te pareció esa actitud?

—Me pareció muy sensato. Hubo un debate entre ellos, que también se dio con parte del pueblo, sobre la posibilidad de desenterrar los restos para llevarlos al cementerio de Villa Soriano. Se habló de que es una historia del río y de que allí tiene que quedar, se habló de hacer un monolito, de doblar las campanas. Yo creo que Quián y Hourcade actuaron con responsabilidad. No tenían relación directa con los asesinados y no podían adjudicarse el derecho de desenterrarlos. Ellos me decían que no son saqueadores de tumbas. Fue algo muy humano darse tiempo a ese debate.

—¿Y sobre el destino de la niña qué se piensa?

—Es un misterio. La Justicia dio por cierto que la niña había sido asesinada, pero no hay pruebas. Se basó en la confesión del asesino, que fue muy confusa y contradictoria.

—Esa zona con cabezas de muñecas en los árboles debe ser tétrica. ¿Qué sentiste cuando estuviste allí?

—Navegué con los investigadores desde Villa Soriano hasta esa zona de paisajes vacíos. Después caminamos con mucho cuidado por los montes nativos. Hay una energía negativa en ese lugar. El palo de algarrobo que fue una cruz sigue allí. Estuvimos largo rato y me pasó algo similar a lo que ellos sintieron cuando encontraron los restos: se sensibilizaron mucho. A mí sobre todo me impactó la historia de la niña que tenía seis años cuando supuestamente murió. Sabemos que vivía ahí con su mamá y con su padrastro, que las maltrataba a las dos. Eran una familia de montaraces que a nadie les importaba en vida. Es muy duro también pensar en la horrible muerte de la madre. Quedó muy claro que el asesino le dio al hombre los machetazos suficientes como para matarlo, pero a ella la destrozó con una saña inexplicable. La misma energía negativa de ese lugar la sentí cuando entré a la cárcel de Miguelete. Me doy cuenta ahora mientras conversamos de que me he dedicado a retratar a quienes estuvieron en la mala, a ponerles rostro a las historias duras.

Foto: Nicolás Garrido / Búsqueda

—El libro trae muchas citas de los diarios de la época. Algunos periodistas se burlaban del jefe de Policía, incluso hasta lo retaron a duelo. ¿Cómo analizás el papel del periodismo en ese momento?

—Era una prensa netamente partidaria y la información se mezclaba todo el tiempo con la opinión. Se mostraban muy temperamentales tanto los periodistas como las autoridades. El honor estaba a flor de piel y cualquier comentario que pudiera rozar ese honor despertaba enfrentamientos. Para recibirme, hice una tesis sobre el suicidio de Baltasar Brum en respuesta al golpe de Estado de Terra y lo analicé a través de la prensa. Encontré que la prensa partidaria cubrió ese episodio con notorias apreciaciones políticas. Es curioso que ahora me reencuentro con esas mismas figuras, pero con otro rol. Siempre que se habla de Brum y Terra es con relación a su enfrentamiento. Pero en este libro hablo de una época de entendimiento entre los dos, incluso de admiración y aprecio mutuo. No quise en este trabajo hacer ninguna referencia a sus discrepancias posteriores.

—También aparece un cuestionamiento a la actuación policial en los interrogatorios para obtener confesiones…

—Era una justicia penal que se descansaba en la confesión como prueba, lo cual despertaba suspicacias. En este caso, se tuvieron dos confesiones contradictorias con 24 horas en el medio. La pregunta es qué pasó en el medio. Los interrogatorios eran larguísimos, pero también los sospechosos eran muy pillos declarando. Al final todo era un laberinto confuso, la gente que iba a declarar vivía de una forma muy anárquica y declaraba de forma anárquica. Cuando parecía que no había salida, los policías argentinos trajeron la solución.

—¿Qué fue lo que más te costó para escribir esta historia?

—Cuando empecé a escribir el primer borrador, sentía una tensión entre la historia del asesinato y la historia de Villa Soriano. Entonces consulté con Carlos María Domínguez para que me orientara. La primera vez que hablamos, me preguntó qué libro quería hacer. Ahí me di cuenta de que había una etapa y una pregunta que me había salteado. Descarté el borrador que tenía y empecé de cero. Tuve una relación muy buena y provechosa con Carlos, de un aprendizaje continuo. A partir de sus consejos pude aplicar sobre un texto concreto lo que vengo tratando de entender desde hace muchos años, y me hice preguntas que nunca me había hecho. Por eso adopté la crónica, que no es ficción, pero sí recrea momentos a través de la narración. Para mí el ejemplo más claro está en una escena en la que hacen desfilar con grilletes a tres cazadores de nutrias, acusados de los asesinatos, por el centro de la ciudad. Todos los diarios hablaban de ese episodio, y yo en vez de reproducirlo con las citas, lo conté con mis palabras como si lo estuviera viendo.

—Le dedicaste el libro al periodista Claudio Romanoff, que murió en 2018. ¿Por qué?

—Claudio fue mi jefe en El Observador, era editor de política cuando yo ingresé al diario. Disfruté mucho haciendo periodismo político con él. En ese momento yo cubría Presidencia y tenía que seguir a Mujica. Claudio era uno de los periodistas que conocía más los entretelones del Frente Amplio, uno de los tipos que más entendía a la izquierda. Para mí fue un gran respaldo. Era un periodista lúcido, de los más capaces que he conocido. Ser periodista con él no era fácil porque le ibas a contar algo y él ya lo sabía. Por más que Muñecas en el río se vuelca a la narrativa, no deja de ser un trabajo periodístico, con la misma rigurosidad que predicaba Claudio. Todos quienes lo conocimos lo extrañamos mucho. Me hubiera gustado pila conversar esta historia con él.

Vida Cultural
2021-06-09T19:16:00