Cuesta creer que Virginia Mórtola haya sido tímida y reservada cuando era niña porque tiene una personalidad expansiva y una risa que deben identificar quienes la escuchan en su espacio de literatura infantil del programa No Toquen Nada. Es psicóloga infantil, pero antes de llegar a esa profesión pasó por Magisterio, por Humanidades y por talleres de escritura, y terminó estudiando una maestría en Literatura Infantil y Juvenil en la Universidad Autónoma de Barcelona. Su primera novela para niños fue La ventana de papel con la que ganó el Premio Ópera Prima del MEC y su último libro es Jardín ambulante, que integra la terna del Premio Bartolomé Hidalgo (ver recuadro). Pero este año publicó Ni Dios sabía, un libro para adultos, aunque no abandona el territorio de la infancia. Hay una mirada desde la niñez hacia el mundo adulto que a veces es incomprensible, brutal o desgraciado, y suele estar atravesado por un Dios que siempre está por allí, amenazante. “Me iba a enfermar tanto que ni Dios sabía lo que me podía pasar”, piensa la protagonista de la primera historia al recordar las palabras de su abuela. Cuando se empiezan a leer estos cuentos, se pasa de la inocencia a la realidad más cruda, que también tiene momentos mágicos y disfrutables. El mundo creativo de Mórtola sin dudas que se alimenta en su infancia, donde aparece una tía espiritista, un padre que vivía inventando proyectos, entre ellos la copa automovilística Salud y flora, y una tía que la atrapaba con sus narraciones orales. Sobre algunas de estas historias mantuvo la siguiente entrevista con Búsqueda.
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—En realidad, no. Cuando era chica en mi casa no había biblioteca, nadie leía. Se escuchaba Aquí está su disco. La única biblioteca familiar era de mi tía Mireya, hermana de mi papá, que era directora espiritual de la Escuela Científica Basilio. Como quien dice era una médium, entonces tenía libros de espiritismo y de coquetería, que era lo que ella leía. Y yo leía esos libros de cuestiones místicas que no entendía, y los que más me gustaban eran los de cosmética, que por lo menos tenían dibujos. También la tía Mireya me regaló El Principito y Señor Dios, soy Anna, que por supuesto hablaba de Dios. A mí me atraía porque en la ilustración a la niña no se le veía la cara y, como quería descubrirla, me lo leí en una noche. Pero entiendo que mi fascinación por las historias viene de la narración oral. Tenía otra tía, María Elena, a quien le encantaba contar historias y a mí me encantaba escucharla. Eran narraciones crudas para los niños, pero es ese terror que atrae. También mis abuelos eran muy de narrar. Me acuerdo perfecto de la maestra Tona, que era alérgica a la tiza y por eso faltaba mucho, pero nos leyó Saltoncito y Perico. No me olvido de esas clases, de esos momentos.
—Lo descubrí en un corto documental que me conmovió mucho. Era un señor que vivía en Francia, medio ciego y medio sordo, que había recorrido el mundo con su hermano. En un momento le dieron un lugar en el campo para vivir. Él juntaba chatarra y con ese material fue armando durante 40 años un parque de diversiones, que ahora está en un museo medio alternativo en Francia. No podía creer que alguien que no veía y casi no escuchaba hubiera destinado su vida a hacer un parque giratorio.
—En Estrafalarius también hay un personaje raro por sus patas largas. ¿Te atraen los raros?
—Sí, me atraen, aunque nunca lo pensé así. Capaz que es una manera de mostrar lo posible. Para mí, las patas largas de Estrafalarius, que ya estaba en La ventana de papel, hacen que no entre en la historia. Eso es algo que siempre me interesa: cómo contás una vida, cómo contás un recuerdo, siempre hay algo que no entra, que se pierde. Estrafalarius por sus patas no entra en las fotos. Me gustan los personajes pintorescos.
—Ni Dios sabía es un libro para adultos pero su mundo es el de la infancia. ¿Tiene algo de tus recuerdos de niña?
—Tiene mucho porque tengo un recuerdo muy nítido de las vivencias de infancia, de la mirada que tenía del mundo. Lo tengo muy fresco, como si no lo hubiera abandonado. Creo que lo conservé porque empecé a trabajar en el consultorio con niños y en el taller de expresión escrita con niños. Además fui mamá y mi hija, que ahora es adolescente, era niña mientras escribía todos estos libros. Me fascina la mirada de descubrimiento de los niños, esa lógica de pensamiento inaugural, que después perdemos o cambiamos. Es una mirada muy fantástica, bien de ficción. Mi otro libro, Jardín ambulante, me parece que es para cualquier edad, pero la voz es la de una niña. Siento que estoy mirando desde ese lugar, como si estuviera ahí.
—¿Para escribir Ni Dios sabía pensaste en el público adulto?
—No, porque no pensé en escribir un libro para adultos. Ya tenía cuentos, muchos anteriores a La ventana de papel, el germen de algunos nacieron en los talleres de escritura. Yo no abandono nada, aunque sea una porquería lo conservo. Eso tiene que ver con mi insistencia con la escritura. No abandono lo que me conmueve, lo reescribo varias veces. Vi que en esos cuentos y en otros más nuevos había un mundo común. No son las historias que les quiero contar a los niños, pero me interesa que los adultos escuchen estas voces.
—Es un libro con muchos personajes femeninos, con abuelas y madres terribles, y casi no hay hombres. ¿Por qué?
—Es un libro de niñas y de mujeres. Me di cuenta después de que no hay hombres. Es inconsciente puro (se ríe), todo esto está ambientado en algún lugar de mi interior. Mi familia está poblada de mujeres: tres hermanas, mi madre, mis abuelas. Mi padre y mis abuelos están más laterales. Mi abuela tenía cuatro hermanas y no tuve tíos. Estuve rodeada de muchas mujeres muy potentes, algunas locas, que plagan el universo de esos cuentos. Si hubiera estado la presencia masculina tal vez hubieran pasado otras cosas. La ausencia masculina hace a la ferocidad de las mujeres en estos cuentos.
—¿Cómo era tu padre?
—Era un personaje bárbaro. Él vendía autos, y como éramos cuatro mujeres no quería poner una automotora porque decía que las mujeres no podían vender autos. Entonces puso una herboristería. Pero también corría carreras de autos que nunca ganaba. Inventó la copa Salud y flora, porque había inventado esa yerba y era una forma de ganar algo. Me gustaría mucho escribir una novela sobre mi padre. Mi fantasía es escribirla y publicarla cuando cumpla 50, dentro de tres años, porque él se murió a los 50. Era muy pintoresco, un hombre muy querido, pero era el estereotipo del vendedor de autos y muy machista. Me encanta como personaje porque tiene todo, es un personaje inverosímil. Estaba siempre inventando cosas y todo era posible, no tenía límites. Era muy creativo en los negocios, tenía una gran energía vital. Me descubro muy parecida a él en muchas cosas, en otras tengo miedo de parecerme. Me gusta porque me ayuda a comprender que hasta lo más terrible puede tener beneficios.
—Algunas historias parecen surgir del mundo de las pesadillas. Rosado marchito, por ejemplo, es muy perturbador. ¿Usás los sueños como materia prima de la literatura?
—Hay tres cuentos de este libro que los había publicado en Cuentos de disparate y terror, que es para niños. Entonces me propuse escribirlos de nuevo y ver qué sucedía. Está la controversia de qué es para niños y qué es para adultos, cómo se cuenta para unos y para otros. En Rosado marchito, la historia es la misma, pero le cambié el final y algo del medio. Surgió de un sueño que tuve a los cinco años y con ese sueño comienza: era una niña, tenía un chancho, lo corría por el jardín, lo tocaba y se desarmaba y se volvía a armar. Y cada vez que se armaba volvía en forma más amenazante. Sé que es perturbador, a mí me perturbó escribirlo. En el contexto de este libro ese cuento del chancho es tenebroso, pero en el libro para niños es más disparatado.
—¿Te angustió escribir este libro?
—No podría haber escrito estos cuentos pensando en un libro. Cuando los junté y me puse a corregirlos, me vino una gran angustia y demoré un año en volver a agarrarlos. Por eso necesité escribir un cuento más amable o esperanzador al final. Lo que más me conmueve son las historias de madres terribles. Porque está la madre ideal y la madre posible, y creo que estos cuentos tienen que ver con las madres posibles. No son personas necesariamente malas, sino que hacen lo que pueden. Hace un tiempo me invitaron a participar en una antología de horror que publica HUM. Me pregunté qué es lo más horroroso para mí y me respondí que son los vínculos retorcidos con las madres. En el cuento Es natural me interesaba poner la voz de alguien que está en un núcleo familiar en que se puede llegar a lo más terrible como si fuera lo más natural. No tomo posición en ese cuento, describo una posibilidad de vivir dentro de este mundo. Hay gente que vive con convicciones extrañísimas.
—¿Te parece que la literatura infantil se está adaptando a lo políticamente correcto? Es decir, ¿está tratando de no ofender o de no ser demasiado violenta?
—La literatura infantil es como un caldo de cultivo del análisis de la sociedad. Los libros para niños son lo que los adultos creemos que es lo mejor que les podemos ofrecer. Tiene que ver con la concepción de infancia que manejamos. Cuando estaban los cuentos de los hermanos Grimm, que no eran para niños ni para adultos, sino que venían de la tradición oral, eran violentísimos. Después fueron recopilados y pasó mucho tiempo para que se consideraran para niños. En el siglo XVIII se instaló la corriente didáctica, y el niño pasó a ser un ser distinto al adulto. En los 60 empezó otra corriente, de reivindicar la fantasía, y también una literatura que nombra con cuidado lo que sucede en el mundo, la migración, la muerte, la sexualidad. Ahora estamos en ese movimiento. Es una literatura atravesada por el mercado, por los panfletos ideológicos que queremos impartir y por la literatura.
—Tus cuentos son breves y no siempre tienen un final definido. ¿Es un recurso buscado?
—Las historias son como un momento, como recortes vitales. La vida sigue y no sabemos cómo. Eso con Estrafalarius, no entra todo. Esto me viene de analizarme tanto, durante tantos años. En algún momento me dije: no entra todo en una sesión, tampoco en 20. Me inquieta la edición que hacemos de nuestras vidas. Los cuentos son como esos pedacitos de vidas.
Vida Cultural
2022-11-02T23:51:00
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