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    “Me maté toda la vida estudiando, pero no quiero demostrar nada”

    Faltan tres días para abordar el avión que lo traerá a tocar en su ciudad natal y Gustavo Casenave está estresado. No tanto por los hisopados y demás desafíos logísticos y burocráticos que implica un vuelo internacional en estos tiempos, sino porque tiene la casa en obras. “¡Nos metimos a hacer tres baños y se nos vino este viaje encima!”, se lamenta entre risas. El pianista uruguayo, ganador de dos premios Grammy Latino en 2019 y 2020, radicado desde fines de los 90 en Nueva York, tomó una decisión radical en plena pandemia: con su esposa, la artista plástica Vicky Barranguet, también uruguaya, y sus dos hijas, dejaron su casa en Astoria, barrio situado en Queens frente a Manhattan, para irse a vivir a una cabaña en el medio de un bosque, en Connecticut, a una hora y cuarto de Times Square. Sentado en las escaleras de madera, en el apacible fondo de su nueva casa, el músico distinguido como Steinway Artist por la firma líder mundial en pianos de concierto, habló con Búsqueda por videollamada, durante 35 minutos, el viernes 15 por la mañana. Detrás suyo, como escenario, una alfombra de hojas y un frondoso telón de árboles pintados por el otoño boreal de tonos verdes, amarillos, ocres y marrones. Como música de fondo, el canto de los pájaros. El músico, que fue tecladista de Kongo Bongo, se formó en la Berklee, tocó con capos del jazz de todo el mundo y hoy integra la élite musical de la Gran Manzana, se presenta en formato piano solo, el martes 26 en el Solís (entradas en Tickantel de $ 300 a $ 1.200). A continuación un resumen de la charla en la que describió el concierto y contó cómo el doble gramófono dorado le abrió infinidad de puertas, mejoró su cotización y le permitió comprar una casa por primera vez en sus 25 años de vida en Estados Unidos.

    —Volvés a tocar en Montevideo tras tres años de la última vez y dos suspensiones por la pandemia. ¿Qué vas a presentar?

    —Iba a ser en el Sodre con invitados (en formato trío, con Jorge Trasante en percusión y Jorge Pi en contrabajo), pero ahora eso no pudo ser; queda para el futuro. Voy a presentar mi piano solo, que es siempre diferente y a la vez siempre lo mismo porque toco mis composiciones, pero con abundante improvisación, por lo que lo que resulte se va a dar ahí. Me imagino que será parecido al que di el otro día en Manhattan, en la America Society, que fue el primero tras la pandemia. Mis conciertos son parecidos cronológicamente, de acuerdo a las ideas que voy trabajando y experimentando en la improvisación.

    —Te vas de la partitura y volás...

    —Eso. Y lo puedo hacer mucho más si estoy solo y no tengo que seguir a nadie. Me doy libertad total. Porque con mi cuarteto o mi trío, si bien estamos tocando jazz, hay que medirse más. Igual disfruto de todos los formatos, cada uno en lo suyo. Al estar solo me encanta mezclar segmentos de improvisación pura, en los que puedo inventar un tema entero en ese momento, con otros pasajes completamente escritos y matizar con una impronta más jazzera, que combina los dos formatos. En los discos pasa lo mismo. El último, de tango, es todo música escrita, está todo partiturado para cada instrumento. El violinista con el que grabé, Nick Danielson, es el concert master del New York City Ballet, tocó en Orpheus, la famosa orquesta de cámara de Nueva York, donde fue primer violín durante 15 años. ¡Es una bestia! Pero te dice: a mí dame todo escrito, no improvisa una nota. Es otra cabeza, músico clásico de pura cepa. Pero en el anterior, Balance, de piano solo, que se podría definir como música clásica mezclada con jazz, la enorme mayoría de lo que quedó fue creado en el estudio, en el momento de la grabación. Es un disco muy espontáneo.

    —No es habitual ganar dos años seguidos un premio como el Grammy, en tu caso después de cuatro nominaciones...

    —Esa misma mezcla de lenguajes se había reflejado en las nominaciones: tres eran por discos de música clásica, una de tango y dos de jazz, encasillado dentro de la categoría música instrumental. La última la perdí con Michel Camilo y Tomatito. Ese camino refleja lo que soy: empecé como músico clásico, después en mi juventud me metí a fondo con el jazz, fui a la Berklee y todo eso, y cuando me afinqué en Estados Unidos me sumergí en el tango. Esas tres cosas van y vienen y se juntan en toda mi música. Eso es lo que respondo cuando me preguntan: “¿Y qué hacés vos?”. Pero la verdad es que no me importa la etiqueta ni lo que salga en vivo ni lo que diga nadie. Un mismo tema puede ser un blend de aires nostálgicos tangueros y swing jazzeros. Porque en ese mismo disco de tango, junto a los dos músicos clásicos está John Patitucci en el contrabajo, que es de otro mundo, que cuando quiere se larga al vacío. Me gusta esa mezcla de músicos también.

    —¿Cómo influyó este doble logro en tu carrera?

    —Y... después de venir tocando la puerta tantas veces finalmente se dio y fue una explosión. Empezó a sonar el teléfono todo el tiempo y salieron conciertos uno detrás de otro. Lo sentí muy fuerte. Directamente, empecé a cobrar más. Me llamaban de lugares que antes era muy difícil que me contrataran. Me impresionó mucho. Me llamaron de Poison Rouge, que es un club de jazz muy bueno de Manhattan, que antes me pedía un depósito muy alto para tocar. Así es el sistema acá: si te tenés fe de llenar, te la jugás. Si llevás gente, cubrís y sacás plata para vos. Así lo hice varias veces y me fue muy bien. Pero a los pocos días del Grammy ellos me ofrecían no cobrarme el depósito y me daban un porcentaje mayor que antes. Al final de cuentas es una estupidez, porque yo soy el mismo entre un año y el otro. Ahora ellos me decían “quiero que estés acá”. Se venía con todo, yo estaba muy embalado, la agenda era una bomba... y llegó el 2020.

    —Y se te desarmó el tinglado...

    —Tenía arreglada una gira por Europa durante un mes y medio con Eddie Gómez, otro monstruo. Me gusta tocar siempre con buenos bajistas, y Gómez es una leyenda del jazz que tocó con Miles Davis, Chick Corea, Bill Evans. Pero con la pandemia se nos cayó todo, como a todo el mundo. La verdad, no te puedo mentir. Por más que en Nueva York estaba todo muy mal, en la pandemia no pasamos nada mal porque yo normalmente tengo una vida muy hogareña y de familia. Ya sabíamos lo que era estar encerrados. Cuando salía de gira siempre íbamos con mi esposa y mis hijas, los cuatro juntos, o cuando vamos a Uruguay, lo mismo, como ahora. Hablo con la escuela y las sacamos por los días que sea necesario. Así viajamos por todo el mundo. Además, con Vicky trabajamos y gestionamos nuestros trabajos juntos. Ella me ayuda a mí con la producción de mis conciertos y yo a ella con las exposiciones y la venta de sus cuadros. También hacemos un show juntos en el que ambos improvisamos en base a lo que hace el otro, yo en el piano mirando lo que ella pinta y ella en el lienzo escuchando lo que toco. Es un formato que empezamos en 2005 en la sala Zitarrosa y después en Buenos Aires y también aquí. Somos un team. Ella tiene su nombre aquí, vende para todo el mundo y eso fue lo que nos salvó económicamente durante este tiempo. Sin pelos en la lengua, fue así, con eso zafamos. Además, durante la pandemia empecé a enseñar, algo que no había hecho antes. Para la entrega de los premios del año pasado me puse el smoking en casa. Fue muy cómico. No hubo ceremonia, estábamos todos guardados y nos vestimos de gala y descorchamos en el living. Recién ahora estamos empezando a rearmar la gira por Europa. Antes, el 17 de diciembre, vuelvo a tocar en Nueva York con el trío, con Eddie Gómez.

    —Tu interpretación en vivo es intensa y potente. No es tan usual que un músico transpire la camisa, literalmente, como vos. Por momentos parecés un músico de rock, llegás a aporrear el piano. La música te atraviesa, como eso de Piazzolla de “tocar como pescando tiburones”. ¿De dónde viene eso?

    —Por más que amo a Piazzolla, toqué con muchos de sus músicos y desde que estoy acá está muy presente en mi vida, eso no viene de Piazzolla. Es la libertad que me doy, cuando toco mi música, de dejar todo sin nada que me ate si quiero darle con todo. Es como jugar un partido de fútbol. Depende mucho, a veces se da y a veces no. Hay otros pasajes supercontenidos, en pianissimo. Si estoy acompañando a un cantante no lo hago, no se me ocurre porque taparía a los otros, cosa que antes alguna vez hacía (ríe). Tocando Piazzolla no termino tan así pero no me exijo tanto como cuando hago mis temas. Trato de ir al límite, y vale todo. Antes de cada concierto rezo, no en el sentido religioso, sino en el sentido de ser honesto conmigo mismo, de ser fiel a la música, de no ir a mostrar lo que sé tocar. Eso es lo más importante. Sería muy fácil impresionar, pero hacer ese tipo de alarde es el peor enemigo para la música que hago. Si voy con esa cabeza de mostrar mi técnica no sale nada, no surgen las ideas, sale algo muy artificial. Me maté toda la vida estudiando, pero no quiero demostrar nada; lo que intento es buscar una conexión espiritual. Después me veo en una pantalla y me río con mis propias caras tocando, pero si no es genuino, me dedico a otra cosa.

    —¿Cómo es componer tango en el siglo XXI? ¿Por dónde pasa la vigencia del tango? ¿Cómo te enfrentás a ese choque entre tradición centenaria y lo contemporáneo que implica hacer tango hoy?

    —Mirá, yo tengo 49 años y crecí en los años 80. Como todo uruguayo de mi generación, yo no crecí yendo a bailar tango. Pero sí te subías a un taxi y el tipo estaba escuchando tango, ibas a una fiesta de quince y el DJ paraba todo, ponía unos tangos para que bailaran los viejos, ¡que somos nosotros ahora! (ríe). El tango estaba latente pero no tenía la fuerza que tenía en Argentina, donde una parte de los jóvenes seguían consumiendo y haciendo tango. Pero nosotros no. Recién cuando llegué a Berklee empecé a pensar qué era lo nuestro, empecé a interesarme más en las raíces, y cuando llegué a Nueva York conocí a Raúl Jaurena y empecé a tocar con él en su trío, con Pablo Aslán. Fue cómico porque el primer concierto que hice con él fue todo música de Piazzolla en el Lincoln Center. Tenía que aprender a tocar tango en una semana. Después me di cuenta de que eso no era tocar tango. Para aprender de verdad hacía falta tiempo. Era fines de los años 90 y yo tocaba solo jazz. Y encontré en el tango el dramatismo que me faltaba en el jazz. Había crecido tocando Chopin, Beethoven, Rachmaninoff y me gustaba mucho ese dramatismo, que después no lo tuve en el jazz, que es más liviano, es otra onda, estás flotando, volando sobre el piano. Y en el tango recuperé el drama, esa fuerza de mano izquierda (notas más graves) que tiene el tango. Y me di cuenta de que eso era lo que más me gustaba del tango, y encima era algo que conocía porque venía del Uruguay y era mío.

    —Bueno, el tango en el piano suele sostener el ritmo en las notas graves...

    —Claro, el estilo de La Yumba, de Pugliese. Y tuve y tengo la suerte de tocar con los mejores músicos de tango del planeta. Fui haciendo escuela, toqué y dirigí en todos los shows de tango que pasaron por Estados Unidos, desde Forever tango, que estaba en Broadway a Tango Fire, Tango Lovers y Avant Tango. Uno de mis mejores amigos acá, que también está en el disco de tango, es Héctor del Curto, que fue el bandoneonista de la orquesta de Pugliese, y tocando con él con otros de sus músicos, como el bandoneonista Víctor Lavallén, aprendí mucho el estilo de Pugliese, que me encanta. Aprendí mucho también con Mariano Mores, Horacio Cabarcos y otros grandes maestros. También tengo en mis discos a los nuevos talentos tangueros como Lautaro Greco, que dirige el Quinteto Piazzolla, un bandoneonista de excepción con quien giré por Europa también. Y algo muy importante que mantiene vivo al tango es seguir componiendo. Todos los shows internacionales de tango hacen lo mismo y usan las mismas partituras durante 20 años seguidos: todos hacen Piazzolla, todos cierran con La cumparsita, todos ponen los bailarines al costado; es un formato que funcionó, esos shows de 30 artistas que explotaron mucho los argentinos. Yo ya dejé eso; aprendí mucho pero es un tipo de vida que ya pasé; giras largas, un año y medio tocando exactamente lo mismo. Llegó un momento en que necesitaba tocar mi música y le dije no más a lo otro. Y así es como se saca adelante un género, porque Piazzolla es Piazzolla porque dejó todo lo demás e hizo Piazzolla. Lo mismo Chick Corea y todos. Ellos me dan la pauta de que tengo que seguir con lo mío. Obviamente es difícil hacer esa transición, porque uno vive de esto y está bravo decir que no a una gira que paga bien, y lo mío es lo mío pero no es tan comercial. Para eso los Grammy ayudan mucho.

    —Imagino que la pérdida de Jaurena este año debe haber sido muy dura para los tangueros de Nueva York...

    —Fue un shock. Por más que no tocábamos juntos desde hacía más de 20 años, teníamos una gran amistad. Gracias a Raúl empecé a tocar en forma profesional acá. Entré al tango por él. Nada menos. Dejó una obra enorme, incluso en la docencia del instrumento, algo que en Argentina siempre han tenido claro, y han estado mucho más avanzados en el apoyo al tango. Sé que ahora en Uruguay está cambiando, hay una comisión de tango que lidera Alberto Magnone, que fue mi maestro de jazz cuando estudié en Uruguay. No hay mucha gente como él, que se dé cuenta del potencial que tenemos, que no está explotado y del apoyo que se necesita. Le tengo que agradecer especialmente porque está metiendo mucho para adelante por el tango.