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    ¿Qué haríamos sin Mozart?

    No podría haber comenzado con mejor pie. La insoportable canícula no arredró al público, que durante las noches del martes 21, miércoles 22 y jueves 23 de febrero colmó las instalaciones del Teatro Solís. Los precios accesibles de las entradas seguramente contribuyeron a nutrir la concurrencia. Esta no tenía su perfil habitual de “iniciados”, lo que se vio cuando aplaudieron después de cada uno de los movimientos de los conciertos y de las sinfonías y también, insólitamente, cuando la orquesta se retiraba del escenario para el intervalo. Reparos menores mientras se logre arrimar más gente a la música clásica y modificar en algo el perfil etario de la avejentada concurrencia montevideana.

    Repartidas en los tres días se hicieron dos oberturas, Las bodas de Fígaro (IK 492) y Don Giovanni (IK 527) y dos sinfonías, la 40 (IK 550) y la 41, también llamada Júpiter (IK 551). En cada jornada del Festival Mozart hubo un concierto de piano distinto y así pasaron el Nº 19 (IK 459), el Nº 23 (IK 488) y el Nº 17 (IK 453). El festival fue una inmejorable oportunidad para apreciar tres pianistas extranjeros diferentes y también la personalidad de la brasileña Ligia Amadio, nueva directora estable de la Filarmónica de Montevideo.

    El Mozart que hace Amadio es fibroso, enérgico, rítmico. Ese enfoque no va en desmedro de su intensidad expresiva que sabe extraer la alegría, la tristeza o la melancolía que en cada caso asoman detrás de las notas. En los pasajes más lentos, frasea y canta con placer indisimulado, pero nunca deja caer o estirar en exceso los tiempos. Veremos qué ocurre más adelante con otros compositores, pero con Mozart la conductora brasileña muestra profesionalismo en el manejo de la orquesta, un extremo cuidado en la transparencia de los sectores y consigue un marcado lucimiento de las maderas. De los Mozart sin solista, a la obertura de Don Giovanni le faltó más vuelo y hondura dramática, mientras que la Sinfonía Nº 41 (versión del martes 21) no fue más allá de lo correcto, mostrando alguna vacilación en los violines durante el primer movimiento y una falta de empaste en los sectores de cuerdas en el último. En cambio, logró una estimulante obertura de Las Bodas y en la Sinfonía Nº 40 tuvo Amadio la mejor respuesta orquestal, con un punto altísimo de expresividad en el maravilloso andante de esta obra.

    En la primera jornada, el pianista brasileño Eduardo Monteiro, en el Concierto Nº 19, se mostró algo impreciso y por momentos apático. No parece encontrarse cómodo en Mozart, máxime después de escucharlo en el “bis” con las Impressöes seresteiras, de Villa Lobos. Ahí sí estaba en lo suyo.

    El miércoles se presentó la pianista Ieva Jocubaviciute (Lituania-EEUU) con el Concierto Nº 23 (IK 488), uno de los más sublimes de toda la serie para piano y orquesta. Esta intérprete, graduada en el prestigioso Instituto de Música Curtis, mostró una delicadeza extrema en el toque, a tal punto que por momentos su sonido se empequeñeció y no se balanceó en debida forma con la orquesta. Es una intérprete de gran refinamiento expresivo, lo que dejó en evidencia en el adagio, una página celestial de melancolía incontenible, que encontró en el pianismo de Jocubaviciute la medida exacta para transmitirlo.

    Por último, el jueves fue el momento de la pianista Arta Arnicane (Letonia-Suiza), graduada del Conservatorio Real de Escocia, la Academia Letona de Música y la Universidad de Arte de Zúrich, donde fue alumna del pianista compatriota Homero Francesch. Tuvo en sus manos el poco transitado Concierto Nº 17 (IK 453), que es una joya absoluta de principio a fin. De entrada, Arnicane sorprendió con un sonido despegado que corrió con holgura a todos los rincones de la sala. Su gama de intérprete supo transmitir la vivacidad contagiosa del allegro inicial, sumergirse luego en el melancólico adagio, donde brilló en una notable cadenza, y poner broche de oro en el allegretto final, cuyo tema y variaciones cantó con autoridad y frescura. Arnicane es una respetabilísima pianista mozartiana, sin lugar a dudas la más completa de los tres pianistas visitantes.

    Amadio logró un excelente acompañamiento orquestal para los tres pianistas con los que coordinó casi siempre sin fisuras y en el caso de las solistas femeninas con una gran empatía interpretativa.

    Estas tres jornadas exclusivamente mozartianas volvieron a evidenciar la maestría melódica y armónica del compositor; su dominio absoluto de la sorpresa, del contraste, de toda la gama de emociones humanas; el disfrute de su chispa y al mismo tiempo la profundidad de su lenguaje. A tal punto que cabe preguntarse cómo habría sido la historia de la música sin Mozart. Y cómo seríamos hoy nosotros, hombres y mujeres de a pie, si nunca lo hubiéramos escuchado.