“Quería recuperar lo poético en el horror”

entrevista de Silvana Tanzi 
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La niebla invade la ciudad portuaria, el agua está contaminada de algas y los peces aparecen muertos en la orilla. Es una Montevideo apocalíptica, sin pájaros y con un viento que puede matar, por eso hay que encerrarse. En este escenario se desarrolla Mugre rosa, última novela de Fernanda Trías (La azotea, La ciudad invencible, No soñarás flores). A diferencia de sus otras narraciones, en su nuevo título incursiona en un terreno distópico que tiene sus puntos de contacto con este pandémico 2020. Pero su novela comenzó a tener forma mucho antes, en 2017, cuando presentó un proyecto y ganó la beca Casa de Velázquez en España. En su historia hay una mujer que vive sola y cada tanto le pagan para que cuide a Mauro, un niño que sufre del síndrome Prader Willi, por el que no puede dejar de comer. Es un niño insaciable, deforme, al que nadie quiere. La comida es la gran carencia en este mundo que se alimenta de una pasta rosa de dudoso origen. Hay también una expareja de la que la mujer no puede desvincularse y una madre lejana y sin cariño. Es una novela cargada de imágenes, escrita con todos los sentidos y con una narración potente, que por momentos ahoga y por momentos deja respirar. En 2005, Trías se fue de Montevideo, donde nació en 1976. Obtuvo varias becas que la llevaron a Francia, España y ahora a Colombia, donde es escritora residente en la Universidad de los Andes de Bogotá. Allí finalizó Mugre rosa y ahora continúa dando cursos de narración creativa. Por videollamada, desde su casa en Bogotá, Trías mantuvo la siguiente entrevista con Búsqueda.

—¿Cómo surgió un personaje con un síndrome tan raro como el que sufre Mauro?

—Hace tiempo que lo tenía en la cabeza. Me enteré de que existía este síndrome de una manera lateral, como traductora de medicina. Quien lo sufre nunca se siente saciado. Es una pequeña mutación genética que provoca todo tipo de efectos en el retraso del desarrollo físico y del aprendizaje, pero lo principal es esa sensación de hambre constante, algo brutal. Entonces me pareció que iba a funcionar metafóricamente en la novela porque servía para pensar en la sociedad, en el hambre en todos los sentidos, en el consumo imposible de frenar y también en el vacío espiritual. De alguna forma, en el hambre existencial. Entonces pensé en un niño que tuviera esta enfermedad. Para eso vi documentales sobre personas con el síndrome.

—Es extraño que traduzcas textos médicos, algo tan alejado de la literatura.

—Antes también traducía textos de educación y algo de ciencia y tecnología, pero siempre me interesó la medicina. Mi padre fue médico y es mi vocación frustrada. No pude ser médica, pero tengo ese vínculo. Hace 20 años que soy traductora. A veces hay amigas que me llaman y me preguntan algún tema médico como si yo lo fuera.

—¿Te parece que se están escribiendo más distopías sobre catástrofes climáticas?

—Desde hace tiempo vengo pensando que en la escritura hay un inconsciente colectivo. Hace poco presenté la novela de un mexicano, Emiliano Monge, y él también escribió una distopía que tiene que ver con una catástrofe climática. Obviamente que estamos imbuidos por lo que está pasando, pero lo que se publica ahora lo venimos escribiendo desde hace años. Por eso hablo de un inconsciente colectivo en la creación.

—En tus libros siempre tienen peso las ciudades. ¿Hay alguna relación con tus continuas mudanzas?

—Sí, sobre todo en La ciudad invencible y en No soñarás flores me daba cuenta de que sentía que ninguna ciudad era mi ciudad. En todas me he sentido un poco extranjera, me mudaba muy rápido y nunca terminaba de apropiarme. Entonces tenía una sensación de círculo infinito, ya no placentero, de continua construcción. Con Mugre rosa tuve la necesidad de volver a Montevideo con la narración, de escribir una historia desde el punto de vista plástico. Lo que me ha pasado, algo incómodo para mí, es que Montevideo tampoco es ya mi ciudad. Cuando voy, no la reconozco. La última vez, me perdí en las calles del barrio Sur y me sentí angustiada por perderme en mi propia ciudad. Ha cambiado mucho desde 2005. También las amistades se van agotando por la distancia. Es la sensación de no tener un lugar.

—El miedo y la pérdida son también una constante en tus historias. La protagonista usa la imagen del elástico para hablar de vínculos de los que quiere zafar, pero a los que siempre vuelve…

—Eso siempre está presente, se me impone, aunque no sea lo que quiero trabajar. Las relaciones de la protagonista son ambivalentes. Le pasa con su expareja, Max, y también con su madre, a quien no soporta, pero sigue yendo a visitarla, la sigue protegiendo. Desde que planteé el proyecto, quería trabajar con las relaciones codependientes. En la novela traté de que la protagonista se liberara. Hay pérdidas que son terribles y dolorosas, pero que igual pueden posibilitar un cambio, una transformación.

—A veces la protagonista narra en pasado y otras en presente, pero también se anticipa al futuro. Dice por ejemplo: “Volveré a casa caminando rápido… Me acostaré junto a él…”. ¿Fue difícil encontrar el tiempo en la narración?

—Es de las cosas que fui cambiando. Me pregunté desde dónde estaba narrando la protagonista porque yo no sabía su destino. Entonces fui entendiendo que lo que quería hacer era un trabajo con la memoria, con el recuerdo, con lo que hacemos con el pasado, cómo lo procesamos y cargamos. Por eso entendía que estaba narrado desde un futuro cercano, que era una reconstrucción. Ahí empecé a trabajar con los tiempos. Para alguien que está en un duelo, el pasado es presente porque se está reviviendo constantemente. Experimenté también con el futuro porque la protagonista ya conoce lo que sucederá. Creo que la memoria funciona así, que está todo el tiempo en distintos momentos. Ahora que lo pienso, el tiempo de la novela es el tiempo del encierro, que es un no tiempo.

—Otro tema que tratás es sobre cómo se transmiten temas científicos a través de la televisión. ¿Por qué te interesó?

—Podría justificarlo por la pandemia y la información confusa que se recibe, pero cuando escribí la novela aún no estaba la pandemia. Creo que en la historia se ve el efecto de vivir en Colombia. Acá los medios de comunicación están cooptados por diversos intereses y no se sabe a quién creerle. Pero además hay una sensación de profundo absurdo burocrático. Es todo muy kafkiano, no entiendo cómo Kafka no era colombiano. Es algo que me afecta en mi vida cotidiana, que me desespera. Cuando llegué, para que me contrataran en un trabajo debía tener cuenta de banco, y cuando fui a abrir una me dijeron que debía tener un contrato de trabajo ya firmado. Quería que apareciera un poco de ese absurdo. Me interesa el lenguaje de la televisión, las palabras que dicen, que en cierto momento quedan vacías de significado y se transforman en un gran eufemismo.

—La pasta color rosa como único alimento es otro gran eufemismo.

—Esa es otra de las cosas que descubrí con las traducciones. La existencia de un subproducto cárnico y cómo se fabrica. Estamos constantemente haciendo masacres con los animales que comemos y con los que no comemos. Y parece que eso no lo vemos. Tendríamos que evaluar cómo nos estamos relacionando con las otras especies y con la industria de la alimentación. Cada vez me interesa más la naturaleza y cómo establecemos jerarquías con las plantas y los animales. Ahora estoy escribiendo algo sobre el mundo vegetal. Hay que pensar cómo nuestra existencia se está viendo amenazada. Por eso veía un símbolo en el hambre permanente de Mauro. A través de él nos veo a nosotros.

—Integraste el taller de Mario Levrero y colaboraste con él en una colección de narrativa. ¿Qué enseñanzas te dejó?

—Daba pocos consejos y los repetía, como la importancia de contar a través de imágenes. Levrero me dejó mucho, pero ahora pienso que lo más importante no fueron tanto los pequeños consejos de escritura, sino una especie de ética del escritor. Eso es muy necesario, sobre todo si publicás cuando sos joven porque se te puede ir la cabeza. Él repetía siempre que no escucháramos el canto de las sirenas, que no importaba lo que dijeran, que era mejor ser un escritor amateur para no ceder al mercado. Es una visión purista, pero a mí me resultó muy valioso y me sirve hasta hoy. Él hablaba de la honestidad en la escritura, algo difícil de entender. Pero cuando siento que estoy impostando siento su voz que dice “no mientas”, “no inventes”. También me enseñó a defender la escritura como un espacio de libertad absoluto. Escribís lo que tengas necesidad de escribir.

—¿Cómo estás viviendo la pandemia en Bogotá?

—Ahora un poco mejor, pero fue bastante complejo porque decretaron la cuarentena obligatoria el 20 de marzo y fue una de las cuarentenas más largas del mundo. En ese momento había cinco casos y nos encerraron de manera brutal. Si salías a la calle por algo que no fuera a comprar comida, te cobraban una multa alta. Acá la policía asusta, creo que más que en otros lados, porque son soldados. Yo no salía a ningún lado. Se podía ir solo al supermercado o a la farmacia, un día los hombres y otro las mujeres. A mí eso me generó bastante angustia. Todo pasó a ser irreal. Cuando se cumplieron tres meses de encierro constante, acá se volvió una locura, hubo muchas protestas, entonces no tuvieron más remedio que levantar la cuarentena. Pero como estaba recién arrancando todo empeoró. Fue algo de locos.

—¿Cómo es tu relación con el mundo literario colombiano?

—Estoy muy vinculada, y a esta altura leo más literatura colombiana que uruguaya. Me familiaricé también con la tradición literaria, y empecé a leer sobre la realidad, que es muy compleja. Cuando llegué a Colombia estaban firmando acuerdos de paz entre el gobierno y la guerrilla. Ahora estamos viviendo de nuevo en un país en guerra. Para una uruguaya eso es muy impactante. En la sociedad en general hubo un cambio hacia el pesimismo. Tal vez ese pesimismo es el que impregna la novela.

—“Cuando uno lee libros de historia tiende a olvidar que alguien estuvo ahí. En esta historia ese alguien soy yo”, dice la protagonista. ¿De alguna forma pensaste esta novela como un testimonio?

—Uno de los libros que releí cuando empecé a escribir la novela fue Voces de Chernóbil, de Svetlana Aleksiévich. Es un libro muy poético, y yo quería recuperar lo poético en el horror. Esas voces son testimonios, la autora entendió que excedían el pequeño drama personal. A veces tengo esa sensación de que se está viviendo un momento histórico que quedará en la memoria social, en la memoria colectiva, y que alguien lo podrá contar. Algo que también me ayudó a pensar en lo que estaba escribiendo fue una foto de Cartier Bresson en la que aparecen unos niños en una calle destruida por los bombardeos. Los niños están jugando y se ríen a pesar de la desgracia. Me ayudó a pensar que dentro de la destrucción, de la catástrofe e incluso del fin del mundo hay una pequeña vida, los niños seguirán jugando, seguiremos preocupados por nuestra mamá y por si alguien nos quiere o no nos quiere. Seguiremos preocupados por las viejas cosas de siempre que nos hacen humanos.

Vida Cultural
2020-10-22T00:21:00