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    “Saramago era la buena noticia que los portugueses no tuvieron durante mucho tiempo”

    Pilar del Río, esposa de José Saramago, Ciudadana Ilustre de Montevideo

    Ella terminó de leer las dos novelas de José Saramago que se habían traducido al español y lo llamó por teléfono. Era periodista, pero no quería hacerle una nota: quería conocerlo. Él le dijo que sí y ella viajó desde Sevilla a Lisboa. Se conocieron un día de 1986 a las cuatro de la tarde, y así lo indican los relojes de su casa en la isla de Lanzarote. En ese momento, ella tenía 36 años y él 64, y comenzaron una relación que llegó a matrimonio en 1989 y duró hasta el 18 de junio de 2010, cuando el Premio Nobel falleció a los 88 años. Ella es Pilar del Río, traductora de la obra de Saramago al español y quien le organizaba la correspondencia, las entrevistas, las presentaciones. Llegó a Montevideo con Miguel Gonçalves Méndez, quien filmó durante cuatro años la vida cotidiana de la pareja y es el director del documental “José y Pilar”. Desde el jueves 22, esta sevillana de 63 años, hoy presidenta de la Fundación José Saramago, es Ciudadana Ilustre de Montevideo. Sobre su vida antes y después de Saramago, mantuvo la siguiente entrevista con Búsqueda.

    —En el documental de Gonçalves usted habla en español, pero mezcla algunas palabras en portugués, ¿le ocurre habitualmente?  

    —Tengo una tesis y es que en la Península Ibérica debemos hablar nuestro idioma natal y que podemos entendernos, así hablemos en portugués, catalán, gallego o castellano. No incluyo al vasco porque no hay Dios que lo entienda. A veces cuando se está con portugueses se me escapan algunas palabras, pero tengo una incapacidad rotunda para hablar idiomas. Cuando Saramago se murió adopté la nacionalidad portuguesa. No quise hacerlo antes porque no quería que él adoptara la nacionalidad española. Saramago era la buena noticia que los portugueses no tuvieron durante mucho tiempo.

    —Cuando lo llamó por teléfono para conocerlo, ¿qué había leído de Saramago para sentir tal atracción?  

    —Los únicos dos libros que estaban traducidos al español eran “Memorial del convento” y “El año de la muerte de Ricardo Reis”. Él estaba escribiendo “La balsa de piedra”. La lectura de esos libros me sorprendió, por un lado, por su modernidad absoluta, y por otro, porque participaban del espíritu de lo que llamamos “libros clásicos”, con una visión de la historia impactante. Eso me dejó perpleja y también que trabajara con un heterónimo de Pessoa. Estaba a 500 quilómetros de Lisboa, y allí me fui. 

    —Usted es la mayor de 15 hermanos y tiene una visión muy crítica de la familia, ¿es por su propia experiencia?

    —Tengo una buena relación, pero el mundo no es como nos va a nosotros. La familia es muy buena para la sociedad porque controla a los individuos, pero muy mala para el individuo. No es por escandalizar que lo digo, la mayor parte de las veces los hijos piensan “qué horror, hoy tengo que ir a ver a mi abuelo”, porque es una obligación social. Por eso soy partidaria del divorcio, pero de la familia uno no se puede divorciar. La primera mentira que casi todos los seres humanos decimos en la vida es porque llegamos media hora tarde a casa o porque se ha faltado al cole o se ha tenido una mala nota. Entonces uno allí aprende la mentira, tendría que ser todo más libre. 

    —Saramago se alejó de Portugal por un problema político. ¿Por qué eligieron vivir en Lanzarote?

    —Allí vivía una de mis hermanas y fuimos un día a visitarla. Nos pareció maravilloso el entorno y el paisaje. Pero no nos alejamos de Portugal, sino del gobierno de Portugal, de Aníbal Cavaco Silva que vetó la presentación de Saramago a un premio literario europeo. Entonces Saramago no quiso saber nada con ese gobierno, pero siguió yendo a Lisboa porque allí tenía su casa. Lo que pasa es que poco a poco se fue sintiendo muy bien en Lanzarote e iba menos veces.

    —En el documental se muestra que entre la abrumadora correspondencia que recibía Saramago a veces llegaban insultos. ¿Lo insultaban por comunista o por su postura frente a la religión? 

    —El no quería que le ocultáramos las cartas que llegaban con insultos. Le gustaba saber qué estaban generando sus libros y sus declaraciones. Lo que genera más impaciencia en la gente es la religión. Da igual cualquier religión, lo mismo se enojan católicos ultras como sionistas. A veces llegaban cartas con libros rotos, aunque los religiosos más ortodoxos no leen a Saramago porque lo tienen prohibido. Pero lo que más recibíamos eran cartas de amor.

    —La declaración de Saramago “Hasta aquí he llegado”, contra las ejecuciones de disidentes en Cuba, ¿le trajo problemas entre amigos o seguidores?

    —Alguna gente más papista que el Papa intervino y llamó el ministro de Asuntos Exteriores cubano y le dio explicaciones a José. Luego pasamos por Cuba y habló con el propio Castro, pero Saramago no se movió un ápice. Él estaba contra la pena de muerte, la hicieran los norteamericanos o cubanos. Por eso no lo pudo permitir, hubiera sido una inmoralidad decir que si lo hacían norteamericanos estaba mal, y si lo hacían los cubanos estaba bien.

    —¿Se seguía sintiendo comunista o había revisado algunas de sus posturas?

    –Saramago era militante del Partido Comunista Portugués, pero él se veía a sí mismo como un humanista, como una persona que había asumido los valores de la Ilustración francesa. Evidentemente que era marxista y relativista, a la hora de enfocar la historia lo hacía desde un punto de vista marxista, pero decir que era comunista es una reducción. Él tenía toda la libertad del mundo para interpretar la historia, el presente y el futuro. Las decisiones de su partido a veces las compartía y a veces no, y las que no le gustaban las criticaba. Ante todo era un hombre libre y nunca, nunca, aceptó un dogma, ni religioso ni político. 

    —“Yo tengo ideas para las novelas. Pilar tiene ideas para la vida”, dice Saramago en el documental. ¿Funcionaba así la pareja?

    —Creo que los dos teníamos ideas para vivir, aunque seguramente él era más listo. Los escritores tienden a literaturizar la vida y los que estamos alrededor somos más prácticos. Entonces a Saramago le podía parecer maravilloso que un ser humano se levantara por la mañana, hiciera una crónica, entrara en la radio, preparara la comida y que tomara decisiones. Como el escritor está elucubrando en un período de creación se sorprende que otros tengan esa otra vida. Pero es lo normal. 

    —Él transmitía una imagen triste y pesimista, ¿cómo era convivir con él?

    —¡No, no, para nada! Tenía un gran sentido del humor que aparece en sus novelas, incluso en los momentos más terribles. Era entretenido y divertido. La convivencia era facilísima, decía que el mejor restaurante de Lisboa o de Lanzarote era mi casa.  Le encantaba lo que cocinaba y tenía gustos sencillos. Disfrutábamos de nuestros perros y de las series de televisión. Nos vimos todo “El ala oeste de la Casa Blanca” (“The West Wing”) y a veces decíamos: “Pero por amor de Dios que llevamos ya cinco horas frente al televisor”.

     —Ser traductora y tener al autor al lado puede tener varias ventajas, ¿cuáles eran las desventajas?

    —La desventaja era que trataba de influir. En el primer libro se ponía detrás de mí y me decía: “¿Por qué no lo mantienes como lo he dicho?”. Y yo le respondía: “Pues porque sonaba muy bien en portugués, pero no es el español correcto y la construcción sería forzada”. Él me seguía discutiendo y yo le decía que si quería discutir con alguien llamara al presidente de la Academia de la Lengua. Pero claro que tiene sus ventajas, es un privilegio frente a otros traductores.  

    —Usted tiene un hijo de otro matrimonio, ¿le hubiera gustado tener un hijo con Saramago?

    (La respuesta es silenciosa, mueve la cabeza varias veces en señal de “no”.)

    —¿Es cierto que en Lanzarote los relojes marcan las cuatro de la tarde?

    —Cuando vivíamos en Lisboa, en un departamento pequeño, él tenía varios relojes de péndulo, y yo no soporto los ruidos. Entonces todas las noches tenía que encerrarlos para poder dormir. Cuando nos mudamos a Lanzarote un día me dijo: “¿Has visto la hora que marcan todos los relojes de la casa?”. Los había detenido a la hora que nos conocimos. Si hubieran sido las cinco, sería como en el poema de Lorca.