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    “Tienen que respetar mi trabajo, sea quien sea, yo soy el jefe cuando pinto, nunca soy un empleado”

    Osvaldo Leite, el retratista uruguayo de reyes y aristócratas europeos

    Su relato está lleno de príncipes y princesas, condes y obispos, presidentes y reinas. Parece un personaje de película, pero no lo es. Osvaldo Leite nació en 1943 en Rivera, en un paraje rural fronterizo con Brasil. Empezó a dibujar y a pintar siendo un niño y fue su padre quien descubrió su talento y lo envió a los diez años a aprender arte. De allí en adelante nunca paró. Cómo llegó a convivir con reyes y a pintar a la aristocracia europea, lo cuenta en esta entrevista, que tuvo lugar en su taller de la calle Ibiray, Punta Carretas. “Toda mi vida está acá”, dice. “Tengo unos 300 cuadros y varias esculturas de hierro en un depósito”. El taller está en su propia casa, que es de los años 30 y perteneció a Carmelo de Arzadun. Se la había encargado a Juan Antonio Scasso, arquitecto del Estadio Centenario, que construyó la casa para un artista. El taller está en la planta alta, separado del resto de la vivienda. Tiene un entrepiso donde se exponen varios cuadros y algunas esculturas en hierro. Hay arlequines, desnudos, obras abstractas y otras figurativas. En lo alto de una pared hay un retrato de grandes dimensiones de su hija Lucía, que es cantante lírica. Todos los hijos de Leite se dedicaron al arte. Verónica es escritora e ilustradora de libros para niños, Magdalena es bailarina y Osvaldo, guitarrista. “Tengo un plan de hacer una fundación cultural en esta casa”, explica Leite. En un mueble con varios cajones largos, hay otras huellas de su vida: cerca de mil bosquejos o dibujos de estudio, algunos son de sus propias manos, hay retratos de sus profesores y compañeros de Secundaria y varias fotos antiguas. En una de ellas está él de niño cuando terminó de hacer su primera escultura. “Estoy repasando contigo”, dice mientras sigue abriendo carpetas y libretas de donde siguen saliendo dibujos.

    —¿En su familia había artistas?

    —No. Mi abuelo era brasileño y tenía campo en la frontera, allí nací yo. A los nueve años nos fuimos a Rivera con mis padres y mis cinco hermanas. Como yo dibujaba desde muy chico, mi padre me llevó a la Escuela de Arte Pictórico de Rivera. Él siempre me decía: “Cuando vayamos a la ciudad te voy a comprar otros lápices”, porque veía que los que tenía no eran buenos. Era una persona de pocas palabras, un hombre de campo, el único de la familia que había estudiado en Bagé, pero se dio cuenta enseguida de que yo tenía talento para el dibujo. Cuando estaba en Montevideo, mi maestro me decía: “Tenés un padre único”. Cuando cumplí 16 años, le dije que quería ser pintor y él nunca me dijo que no. Mis maestros de Rivera le aconsejaron que me mandara a Montevideo. Aquí estudié con un alumno de Torres García, Edgardo Ribeiro.

    —¿Cuánto le quedó del estilo del Taller Torres?

    Creo que Torres García fue el que dio la mejor técnica pictórica a los artistas uruguayos. Era muy riguroso. Ribeiro me contaba que ellos hacían una naturaleza muerta y se las hacía borrar. “Si realmente la aprendiste, tendrías que hacerla tan bien como la habías hecho”, les decía. Enseñaba todas las técnicas del arte moderno. Con Ribeiro aprendí pocos años. Gané dos becas para estudiar arte que me permitieron vivir de la pintura cerca de cuatro años, y pintaba 12 horas por día. Vivía con lo mínimo, no me interesaba ganar dinero. Después envié algunas obras a los salones nacionales que eran el termómetro del arte. Cuando recién había llegado a Montevideo, conocí en la inauguración de un salón en el Teatro Solís, a José Belloni y a Zorrilla de San Martín. Fue como ver la historia del Uruguay. Recuerdo que los dos vestían trajes impecables. Zorrilla de San Martín tenía una cara muy colorada y Belloni, tremenda barba.

    —¿Qué había presentado a ese salón?

    —Un retrato de un amigo con una mandolina. Era muy sobrio, muy de la escuela Torres. Creo que ese mismo año mandé otro retrato pequeño, el primero que pinté, a un salón que se hacía para artistas del interior. Ahora ese retrato está en el museo de San José.

    —A fines de los 70 decidió irse a Europa…

    —Sí. Quería estudiar y ver a los grandes maestros. Me iba bien, una galería tenía mis cuadros y había comenzado a vender. Ya me había casado y tenía dos hijos, entonces decidí irme con mi familia. Cuando llegué al Museo del Prado, a la sala de Velázquez, no pude entrar por la emoción. Di varias vueltas, lo miraba de lejos hasta que me animé. Después, nos fuimos a Ibiza, donde vendí mi primer cuadro. Hacía sobre todo retratos, mis paisajes eran un desastre. Hice varios ensayos de pintura cubista, pero tenía una condición innata con el retrato. Después. el banco Caixa d’ Estalvis me invitó a exponer en salas de Cataluña y Baleares. Mi maestro Ribeiro tenía casa en Palma de Mallorca y me recomendó que fuera a Pollensa. Y allí me fui a exponer. Me encontré con un pueblito de ensueño. Me fue muy bien, vendí varios cuadros. Entonces nos trasladamos todos a Pollensa, donde vivimos cuatro años. Ahí nació mi hija, la cantante.

    —¿Y cómo se adaptó la familia a esa vida itinerante?

    —Teníamos todas las comodidades, alquilé un apartamento en Ibiza y un auto. También compré una casita rodante. Cuando fui a Pollensa llevé allí los cuadros arriba de un barco. Después se unió la familia y nos quedamos en la casa rodante todo el verano. Ahí fue la bohemia total. No había lugar para alquilar, son lugares internacionales, va toda Europa del Norte. Y, sin planificarlo, me conecté con esa gente. Recibí un respeto que no conocí en Uruguay. Acá es bastante duro, somos muy pocos. En Europa hay una antigua tradición de arte y más apertura para la gente nueva. También hay varios certámenes de arte. Al poco tiempo gané uno y a la siguiente vez ya era jurado. Eso acá es imposible. Tenía poco más de 30 años.

    —¿Por qué le parece que sucede esto en Uruguay?

    —Es que el techo es muy bajo, no pasás de cierto nivel. Hay algunos artistas, que no voy a nombrar, que se autopromueven y se hacen conocidos. Después están los consagrados, que ya murieron. Recuerdo que a Carmelo de Arzadun, cuando yo era un chiquilín, nadie le daba importancia. Después que murió se vio su prestigio. Si no estás en la onda que viene de Estados Unidos, en el arte contemporáneo, no te miran. En otros lados respetan tu propio estilo. Es la época de los curadores, son los nuevos artistas.

    —¿No es un fenómeno internacional?

    —Sí, en Europa pasa lo mismo, pero es mucho más amplio el registro y se tiene en cuenta el valor de la obra, no si es una instalación. Hace poco se murió en Londres Lucian Freud, el artista del desnudo, cuyos cuadros valen unos 20 millones de euros. Y es un artista figurativo, de los más importantes del arte contemporáneo. También es importante si desde las autoridades se fomentan las artes.

    Varios de los retratos de Leite integran las galerías de presidentes del Banco Central y Banco República. También ha pintado a Carlos Quijano, Alberto Methol Ferré y a Wilson Ferreira Aldunate, cuyo retrato está en el Palacio Legislativo.

    —¿No hace más trabajos en Uruguay?

    —A veces recibo algún encargo como el del mural del Hotel Orfeo. Pero me salí del mercado porque soy un pintor caro. En los remates soy barato, entonces compro mis propios cuadros. Tengo comprados unos 45. De pronto se lo regalaron a alguien que se casó, se divorció y entonces lo mandan a remate, o son cuadros de familiares que mueren.

    El mural que le encargó el Hotel Orfeo se llama La música. Leite quería hacer algo con la ópera Orfeo y aún conserva la partitura que estudió guardada en su mueble de recuerdos. El mural ocupa toda una pared y se ve desde la calle Andes. Es una escultura de hierro con mucho color. Leite tardó 11 meses en hacerlo. En cada habitación del hotel hay un afiche con parte del mural. Y Leite conserva en su entrepiso una réplica pequeña

    En Pollensa conoció al conde Alonso de Cienfuegos. ¿Lo ayudó en su carrera?

    —Se hizo muy amigo mío, era un coleccionista español. Un día me dijo que me tenía que dedicar a pintar y él se dedicaba a la venta. Vivimos en Londres un año y descubrí que no sabía manejar mis obras. Hizo grandes desastres. El primero fue cuando me habían encargado un retrato para Felipe, el príncipe de Asturias. Habían oído de mí por otro artista y me llamaron. Mi amigo fue a hablar en mi nombre, y pidió una fortuna por el trabajo. Así me perdí varios encargos importantes. Al final no volví a trabajar con él, aunque no perdí la amistad. Hace poco se murió, con 92 años. Tuve otra mala experiencia con un marchand europeo que quería que firmara exclusividad mundial. Si vendía un cuadro acá, le tenía que dar algo. Por suerte no acepté.

    —¿Cuándo empezó su vínculo con la aristocracia europea?

    —En 1980. Un marchand belga me invitó a exponer y su público era la aristocracia. Yo hacía una pintura expresionista y ellos pensaban que tenía mucho que ver con la pintura belga. Cuando se murió el marchand, el dueño de un castillo en la campiña belga me dio un lugar para que instalara un taller. Me instalé en ese castillo y viajaba a Montevideo. Desde entonces voy y vengo.

    —¿Era un castillo como el de las películas?

    —Sí, son todos medio parecidos. He trabajado en toda Europa: Escocia, Italia, Suiza, Francia. En Francia pinté el retrato de la dueña del Castillo de Cheverny, el que aparece en la historieta Tintín. En la ciudad de Blois, Francia, pinté al obispo, y viví en el obispado al lado de una iglesia gótica. En Alemania en un castillo que pertenece a uno de los hijos del coronel Stauffenberg, que participó en el atentado frustrado contra Hitler en 1944. El coronel tenía gran pinta, más que Tom Cruise en Operación Valkiria.

    —Esa aristocracia que vive en castillos, ¿mantiene su fortuna o trabaja?

    —Pienso que la mayoría trabaja. Son gente muy práctica y algunos hace cien años crearon empresas y ahora son multinacionales. Por ejemplo, Solvay, gran industria de la soda cáustica, es de la nobleza belga. Uno de los principales dueños de Sabena, empresa de aviación belga, también es un noble. Los mejores vidrios que hay son belgas, estos de mi taller son de ese origen. Lo que tiene la aristocracia belga es que invierte mucho en arte, y son bastante intelectuales, muy educados.

    —¿Qué significa ser de la aristocracia? ¿Tienen muchos sirvientes, guardan protocolos?

    —Existe el protocolo. Por ejemplo, si la madre no se levanta de la mesa, nadie lo hace, salvo que les dé permiso. En general tienen personal uniformado que te atiende y sirve la comida en grandes comedores.

    —¿Qué buscan estos nobles en un retrato? ¿Por qué se los hacen?

    —Existe la tradición del retrato. Algunos castillos son del siglo XIII y la nobleza sabe que forma parte de un eslabón que viene de la historia y que se transmite. Sus apellidos están en los nombres de las calles y de las ciudades. En general, es el jefe de familia el que quiere un retrato; algunos de los míos están colgados al lado de uno del siglo XIV. Pero también he retratado a familias enteras. Mis retratos tienen algo de tradicional, pero no son los del siglo XVIII ni del XIX, son contemporáneos, con un lenguaje más comprensible. Eso es lo que ellos aprecian. No llevo la cuenta de cuántos he pintado, pero son unos cientos.

    —¿No hay algo de vanidad en querer retratarse?

    —Sí, puede ser. Pero también el óleo puede durar más que la fotografía. Por lo menos hay cuadros de 500 años. Ellos, que están acostumbrados a las catedrales góticas y a las piedras, quieren algo que dure. Más que la vanidad es eso: perdurar. Compran cuadros de sus ancestros del siglo XVII o XVIII.

    —¿Qué es lo más difícil de hacer en un retrato?

    —Lo más difícil lo hago, pero no sé cómo. El buen retrato es ese que no muestra solo lo exterior, sino el interior. Al verlo la gente dice: “Es esa persona”. Hay que resolver centímetro a centímetro. Las manos son muy difíciles, si no tenés condiciones nunca saldrán como tienen que ser. Lo interesante en la pintura es el misterio. Los cuadros los pinto como para mí, y lo hago como si fuera la primera vez, por eso a veces son muy diferentes. Me niego a la fórmula. Por eso no me aburro.

    —¿Cuánto tiempo lleva hacer un retrato?

    —Si es pequeño, uno o dos meses. Los más grandes pueden llevar siete u ocho meses, a veces con intermitencia.

    —¿Influye cuánto se conoce a la persona?

    —Sí, pero negativamente. Cuando conocés mucho a la persona influye el aprecio o el rechazo, y no lo ves como un todo. Es curioso, en general, se piensa que es al revés.

    —¿Cómo es el proceso? ¿Los hace posar, les pide que se vistan de determinada manera?

    —Sí, sobre todo a las mujeres, les pido que se pongan algo que contraste con el color de la piel. Hago sugerencias y trato de encontrar un término medio, trato de convencer. Tienen que respetar mi trabajo, sea quien sea, yo soy el jefe cuando pinto, nunca soy un empleado, soy el artista, y ellos lo entienden. Soy bastante dictador. Trabajo con música todo el tiempo y ellos posan. Y conversamos mientras pinto.

    —¿Tuvo alguna mala experiencia?

    —Una de las peores experiencias fue con un noble. Él se paraba como si no tuviera vida. “Lo hago por el deber”, decía. Era como pintar una pared. Esa fue la peor porque no me pude comunicar, si no hay comunicación es muy difícil. Fue desagradable. Otra vez, yo era muy joven, acá en Uruguay pinté un cuadro y a quien me lo había encargado no le gustó. Yo los pinto con la condición de que si no les gusta no se queden con la obra, pero esa persona se lo quedó y al tiempo me llamó para decirme que le gustaba mucho. Los cuadros hablan, a veces la primera impresión no es la buena. Yo los dejo que no me digan nada cuando lo termino, les doy un tiempo. En España estaba pintando un cuadro grande y me dijeron que no les gustaba. Agarré el cuadro y me lo llevé.

    En una de las paredes del taller hay un cuadro que no tiene que ver con la nobleza. “Es el gordo Márquez. Tenía un taller enfrente y un día le pedí que posara. Se sentó y se durmió, se levantaba temprano”, explica el artista. Busca otro y aparece el de un hombre anciano. “Es un belga que trabajaba en un castillo. Iba al campo a sacar las hojas, tenía como 80 años”.

    —¿Desde cuándo vive en el Palacio Real de Bélgica?

    —Desde marzo de este año. Además de retratista de los reyes, soy el maestro del rey, le enseño pintura. El rey es muy esforzado, no tiene mucha facilidad, pero es bueno para aprender. Es mi único alumno. Tiene 57 años y es rey desde 2013. Cuando cumplió 50 lo pinté por primera vez. Después pinté un cuadro grande con los cuatro hijos. Ahora estoy haciendo dos retratos oficiales del palacio real, hace cien años que no se hacen retratos oficiales.

    —¿Es una monarquía más abierta que otras?

    —Creo que tiene más poder que en España. Es una monarquía popular porque está ratificada por votación. Ellos rompen un poco con la tradición y se ocupan de sus dos hijos todos los días. Tienen mucho personal, pero el rey se levanta a las seis de la mañana y los lleva a estudiar.

    —¿Y dónde vive en el palacio?

    —Tengo un apartamento y un taller. El frente del palacio tiene unas tres cuadras, los reyes viven en una esquina, yo en la otra. El taller está cerca de la casa de los reyes y se comunica. Alrededor del palacio hay un enorme parque, y tiene uno de los viveros más grandes de Europa. Son muy cuidadosos de su imagen.

    —Parece que hay una relación muy estrecha de los belgas con el arte…

    —Para mí, Bélgica es el mejor país para un artista. Me encanta Italia y España, pero todos los colegas están de acuerdo. Tienen una tradición de amor al arte, no hay ningún belga que no se interese. El policía que va a controlar la puerta, y se hizo amigo mío, entra a ver los cuadros, me habla de pintura.

    Antes de llegar por las fiestas a Montevideo, Leite había empezado el retrato de un príncipe alemán. Se vino en el avión con el lienzo en un rollo. Lo despliega en el piso durante la entrevista y aparece la cabeza del príncipe, un tipo joven. Aún huele a pintura fresca.

    —¿Cómo define su técnica?

    —Me han dicho que lo que hago es naturalismo expresionista. Los retratos por encargo son más naturalistas, pero no es como sacarle una foto. También me han dicho que mis cuadros tienen presencia. Pero para mí, hasta lo retratos son abstracciones que se transforman en figuras. Considero que la pintura siempre es abstracta.

    Uno de los cuadros de su taller llama la atención. Es una mujer arrodillada, con aspecto desesperado. Leite lo pintó en agosto de 2017, mientras escuchaba la ópera Dido y Eneas en el Teatro del Anglo. El director de escena argentino le hizo la propuesta. Puso en simultáneo varias expresiones artísticas, y él pintó un cuadro por función. El cuadro lleva el número 800. Es la cantidad de millones de personas que pasan hambre en el mundo. Ese era el tema de la propuesta. Fue lo último que Leite pintó en Uruguay.

    —¿En qué maestros se ha inspirado?

    Sobre todo en Goya. Viendo a Goya me hice pintor. A los 17 años participé con 20 pintores uruguayos en una exposición en Buenos Aires. Cuando llegué a la galería, vi un Goya y me dije: “Si se puede pintar así, vale la pena ser artista”.