Estaba él, el escritor Anthony Burgess. “Publiqué por primera vez la novela La naranja mecánica en 1962, lo cual debe ser lo bastante lejano en el pasado como para que estuviera borrada de la memoria literaria del mundo”. Escribió el prolífico autor británico en 1987. “Se niega a serlo, sin embargo, y de esto debe considerarse principalmente responsable la versión cinematográfica del libro hecha por Stanley Kubrick”. Burgess tuvo una relación tirante con la adaptación del director estadounidense más europeo de todos los tiempos –y con su propia creación– por varias razones hasta sus últimos días. “Recibo correo de estudiantes a quienes interesa hacer tesis acerca de ella, o peticiones de dramaturgos japoneses que quisieran hacer de la misma una pieza para teatro Noh. Es probable que sobreviva, mientras que otras obras mías, que yo estimo más, muerden el polvo...”. Tenía motivos para sentirse molesto, triste, enfadado. La escritura de La naranja mecánica se dio en un contexto doloroso para el escritor, lingüista, traductor y compositor nacido en Manchester, Inglaterra, en 1917, y fallecido en 1993 como consecuencia de un cáncer de pulmón.
Una novela.
En 1959, Burgess impartía clases de inglés en Malasia cuando tuvo una descompensación. Fue atendido de urgencia. De inmediato fue diagnosticado con un tumor en el cerebro de esos que no se pueden ni tocar. El médico le dijo que, con mucha buena suerte, le quedaban menos de dos años de vida. Abandonó las clases y se fue a su casa a escribir. Prolífico y disciplinado, convencido de que debía dejarle un colchón económico a Lynne, su esposa, que ya había atravesado períodos espinosos, en menos de dos años produjo cinco ficciones. A Clockwork Orange fue una de ellas. El autor la concibió en tres partes, cada una de ellas compuesta de siete capítulos. La suma de las partes da 21. Nada casual: Burgess era un aficionado a la aritmología, es decir, para él los números debían significar algo. La repetición del siete era importante por su significado cósmico. Y, en este marco, el 21 era esencial. Cuando escribió el libro, los 21 años eran la edad en la que en Inglaterra se adquiría el derecho a votar; tener 21 era, por lo tanto, la puerta de entrada al mundo de los derechos y las responsabilidades de la vida adulta. En el Tarot, el 21 simboliza la superación de todos los problemas. En La naranja mecánica, el joven protagonista crece, se aburre de la violencia y, según el propio Burgess, “reconoce que la energía humana está mejor gastada en la creación que en la destrucción”.
La cantidad de 21 capítulos era significativa. No lo era para el editor de Nueva York, que no vio lo que tenía para ver y le pagó un buen adelanto por la novela a cambio de publicar la edición para Estados Unidos con 20 capítulos. La razón: el vigesimoprimer episodio le parecía artificialmente optimista, con Alex convirtiéndose casi en una caricatura de la redención. Alex contrae matrimonio, está en su casa, frente a la chimenea, ilusionado con ser padre. Es, en cierto modo, una traición al Alex DeLarge que estuvo agitándose en las páginas anteriores. “El capítulo 21 concede a la novela una cualidad de ficción genuina, un arte asentado sobre el principio de que los seres humanos cambian”, escribió Burgess varios años después. “De hecho, no tiene demasiado sentido escribir una novela a menos que pueda mostrarse la posibilidad de una transformación moral o un aumento de sabiduría que opera en el personaje o personajes principales. Incluso los malos best sellers muestran a la gente cambiando. Cuando una obra de ficción no consigue mostrar el cambio, cuando solo muestra el carácter humano como algo rígido, pétreo, impenitente, abandona el campo de la novela y entra en la fábula o la alegoría”.
Era 1961 y Burgess pensaba que se moría y pensaba también, con razón, en el dinero del adelanto editorial y en los derechos de autor para Lynne, su mujer. Así que aceptó la mutilación. Y así se publicó el libro en Estados Unidos. En buena parte del resto del planeta se conoce la versión de los 21 capítulos –no así, al menos, en las primeras ocho ediciones en español de Minotauro, cuya tercera parte también tiene seis divisiones.
La novela tiene, además, huellas autobiográficas. Durante la II Guerra, en los meses previos al desembarco en Normandía, cuatro desertores de la Marina estadounidense que habían salido a emborracharse en Londres, atacaron en la calle a su esposa, embarazada de cuatro meses, y la violaron. Burgess se encontraba sirviendo en el Ejército en Gibraltar. Poco después, su esposa tuvo un aborto espontáneo.
Para fines de 1962 había publicado con su nombre siete novelas, incluidas La naranja mecánica, y dos más con el seudónimo Joseph Kell, además de haber traducido, en colaboración con Lynne, tres novelas del francés. Para ser un muerto viviente, tenía demasiada energía. Regresó por un chequeo general y descubrió que el diagnóstico había sido erróneo. Ya estaba trabajando en televisión y escribiendo ensayos y críticas para prensa. Lynne murió en 1968. Burgess viviría 25 años más que lo prescrito y firmaría más de 30 libros.
Una película.
Y estaba él, Stanley Kubrick. Inmediatamente después de la finalización de 2001: Odisea del espacio (1968), como era habitual en él, el director comenzó a trabajar en su siguiente proyecto. Tenía algunos en carpeta. Había uno que lo obsesionaba particularmente y en el que había estado ocupado con su singular sentido de la dedicación: Napoleón. La figura del militar y gobernante francés fue una obsesión en la vida de Kubrick. Desde su juventud devoraba todo material de lectura sobre el emperador. En 1968, cuando la producción del filme avanzaba, contrató a 20 universitarios de Oxford para que le resumieran incontables biografías napoleónicas. El director de fotografía John Alcott, que se reunió con Kubrick varias veces por el proyecto, aseguró que la investigación había sido tan exhaustiva, que el realizador “prácticamente podía decir dónde se encontraba Napoleón cada día de su vida, así como las personas que lo acompañaban” en una ocasión determinada. Acostumbrado a las cancelaciones y las pausas demasiado prolongadas, el realizador encontró tiempo para pensar en imágenes Relato soñado, una nouvelle del refinado autor vienés Arthur Schnitzler. Había llegado al texto por recomendación de su esposa, Christiane. Si bien no encontró el modo de convertirla en un guion, la ambigua y onírica narración de Schnitzler fue la plataforma literaria sobre la que 30 años más tarde trabajaría junto al guionista y escritor Frederic Raphael en la creación del libreto de Ojos bien cerrados (1999), su última película —y aun cuando estuvo filmando esta historia continuaba trabajando en diálogos y escenas de Napoleón.
Ocurrió que a fines de 1969 el director llamó a Nueva York al escritor Terry Southern, que había colaborado de un modo fundamental con él en el libreto de Dr. Insólito, de 1964.
–¿Te acordás de aquel libro de Anthony Burgess del que me hablaste?
Southern se acordaba. Lo había leído durante el rodaje de Dr. Insólito. No solo le había hablado de ese libro: le había dado un ejemplar. Esa iba a ser la próxima película del Sr. K.
La novela de Burgess se ambienta en Inglaterra, en un futuro indeterminado y cruel, donde la tecnología del siglo XXI convive con las desgracias del siglo XIX. Relata las aventuras de Alex DeLarge y sus tres drugos, Pete, George y Lerdo, “que realmente era lerdo”, que forman una de las tantas pandillas de adolescentes que deambulan por las calles londinenses violando, asesinando, golpeando y robando con brutal impunidad. Alex tiene 14 años, es psicótico, inteligente y manipulador, adora la violencia y las drogas de diseño, y se conmueve con la música de Beethoven. La trama se inicia en el icónico bar lácteo Korova, donde los drugos se exprimen los rasudoques, beben leche-plus, al resguardo de un invierno “oscuro, helado y bastardo”, con Alex, el humilde narrador, diciendo: “¿Y ahora qué pasa, eh?” –línea que el grupo punk Los Violadores utilizó para su canción-homenaje Uno, dos, ultraviolento. Las aventuras salvajes de Alex parecen no tener límite hasta que es detenido. En prisión se somete al tratamiento Ludovico, terapia de shock administrada por el gobierno para reducir la delincuencia y las conductas antisociales. La cura, parece, es peor que la enfermedad.
Expresiones como rasudoques (cerebros) y otras tantas que se esparcen por el argumento pertenecen al léxico nadsat, creado por Burgess como jerga pandillera. Inventado a partir de lenguas eslavas, y sobre todo con elementos del idioma ruso, el nadsat, una herramienta narrativa y atemporal esencialmente útil para ubicar la historia en un futuro indefinido y, también, un recurso para evitar que la novela pasara de moda.
Burgess dominaba media docena de idiomas, y conocía bien el argot de cada uno de ellos. La expresión “naranja mecánica” puede provenir de un dicho cockney, “As queer as a clockwork orange” (“Tan raro como una naranja mecánica”), que supuestamente Burgess escuchó en un pub. A su vez, al autor le gustaban los juegos de palabras. La locución para designar persona en malayo es orang, lo que le otorgaba una nueva dimensión al título. Que, en definitiva, sintetiza la idea central de la obra: el libre albedrío y la aplicación de una moralidad mecanicista a un organismo vivo. En una entrevista publicada en Sight and Sound en 1972, Kubrick, que adaptó el guion en solitario, entusiasmado porque usaba por primera vez una computadora para tal fin, decía lo siguiente: “El hombre tiene que decidir si quiere ser malo o bueno, aunque decida ser malo. Privarle de su elección es reducirle a un estadio inferior al humano, a una naranja mecánica”.
La pandilla de Alex se inspira en las patotas que Burgess vio en Leningrado, cuando visitó Rusia. La forma de vestir, en la subcultura de los Teddy Boys británicos de fines de la década de 1959. En la novela, los drugos se visten de negro, mientras que en la película el vestuario es blanco, otorgándole un aire de parodia del inglés elegante y deportivo. No es la única modificación del libro a la pantalla. En la novela, Alex es casi un niño de pelo rapado, mientras que en la película ya es un joven con el pelo largo como Beethoven. El detalle de las pestañas postizas no está en la novela, fue un agregado del director: “Vamos a empezar con una pestaña en un ojo y la gente va a pensar que hay algo raro que no funciona, sin saber exactamente qué”.
Aunque al principio había pensado en Mick Jagger para el papel de Alex, Kubrick eligió a Malcolm McDowell. Lo había visto en If, de Lindsay Anderson. Lo llamó por teléfono y simplemente le dijo que leyera el libro. Después le propuso el papel. No le hizo prueba de cámara, nada. No le dio ninguna explicación, ningún comentario. Una de las claves de su inmortal interpretación es el tono de voz. Fue todo invento del actor. Partió de la lectura de la novela. “Decidí tomar el acento del norte de Inglaterra”, contó McDowell. “Cuando me entrevisté con Burgess, dos años después, él me lo agradeció”. Hubo otras escenas clave que partieron de la confianza que Kubrick depositó en el actor. Que surgieron de las largas sesiones de rodaje, que se extendió de octubre de 1970 a marzo de 1971. Fue una de las primeras películas en las que se usaron micrófonos solaperos para captar sonido directo. Para las tomas de seguimiento largo, al no existir todavía la steadycam, Kubrick usaba una silla de ruedas, sobre la que montaba la cámara Arriflex. “Había un guion y lo seguíamos, pero cuando no funcionaba él lo sabía y ensayábamos sin fin, hasta el aburrimiento”. Así llegaron escenas como la de Cantando bajo la lluvia. Habían estado una semana rodando la secuencia del asalto y la violación en la casa de Mr. Alexander. Estaban todos agotados. “Yo quería uno o dos días de descanso —cuenta el actor. Seguimos ensayando sin obtener nada. Y entonces Stanley me dijo: “¿Sabes bailar?”. Le respondí: “¡Por supuesto!”. Es lo que le responde un actor a un director de cine. (…) Entonces, sin reflexionar, me vino a la cabeza Singin’ in the Rain. Alex estaba eufórico cuando violaba y pegaba, y para mí, como Hollywood nos ha metido en la cabeza, la euforia es Gene Kelly bailando en Cantando bajo la lluvia. Entonces empecé a cantar y Stanley se partía de risa. Era la primera vez en una semana que ocurría algo”. Inmediatamente, Kubrick llamó por teléfono a Nueva York y compró los derechos de la canción. Habían creado una de las secuencias más crueles y memorables.
El filme se estrenó en Gran Bretaña el 13 de enero de 1972. La crítica estuvo dividida. De obra maestra a bodrio con mensaje, sin escalas. Hubo elogios de cineastas como Federico Fellini. Luis Buñuel escribió: “Es mi película favorita. (…) Habla de lo que significa en realidad el mundo moderno”. Nominada a cuatro Oscar, tres Globos de Oro, y siete Bafta, no ganó ninguno de esos premios pero recaudó, en semanas, el doble de su presupuesto: dos millones de dólares.
Kubrick, que estaba cada vez más aislado de la prensa, de Hollywood, de todo, decidió retirar la película de las salas del Reino Unido en 1974 cuando se enteró de que grupos de pandilleros vestidos como drugos reproducían algunos actos de la ficción. La naranja mecánica volvió a las pantallas de Gran Bretaña el 17 de marzo de 2000, más de un año después de la muerte de Kubrick, el 7 de marzo de 1999.
Vida Cultural
2015-09-17T00:00:00
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