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    Adiós a las reglas

    Jean-Luc Godard

    Por la insolencia en su humor, el combate de su crítica y la transformación y desdoblamiento del arte al que le dedicó su vida, Jean-Luc Godard y su cine jamás podrán ser sinónimo de indiferencia.

    El realizador francés, que murió el martes a sus 91 años tras un suicidio asistido en Suiza, partió bajo el estatus de revolucionario. Su lucha la hizo en el cine y para el cine. “Una historia debería tener un principio, un medio y un final pero no necesariamente en ese orden”, dijo una vez.

    Su comienzo fue en 1930, en París, donde nació. Se educó en Suiza y su interés por las personas lo llevó a estudiar Etnología en la Universidad de La Sorbona. El cine también lo apasionaba y para 1950 lo demostraba con la escritura, primero en diferentes artículos para La Gazette du Cinéma y luego para lo que sería su alma máter como el ingenioso crítico de cine que fue: la revista Cahiers du Cinéma.

    Sus amigos y colegas, contemporáneos que también se hicieron de renombre, aparecieron en su vida por esa época y la nouvelle vague, la nueva ola del cine francés, comenzó a gestarse. La expresión en Godard tomó otra forma y él, como Truffaut, Bazin, Rivette y Rohmer, hizo del acto de filmar un arte de coraje. El autor, de ahí en más, sería un director.

    Las primeras películas de Godard sorprendieron siempre al público. Lo siguen haciendo. Su mezcla de géneros cinematográficos pareció darse de manera anárquica, pero su indiferencia por las convenciones fue tan calculado como el diseño de sus películas.

    Las incursiones de Godard derribaron los esquemas tradicionales de la narración cinematográfica y así se llevó por delante fórmulas de las películas policiales, como lo hizo en Sin aliento (1959) o de la comedia musical en Una mujer es una mujer (1961) o del filme noir en Asalto frustrado (1964) o de la ciencia ficción con Alphaville, un mundo alucinante (1964).

    Con las décadas, el aspecto narrativo de sus películas se fue borrando para dar paso al análisis sociológico, al mismo tiempo que sus preocupaciones políticas se hicieron más notorias.

    Su reinvención continua también le valió abucheos, pero eso no lo frenó en su apreciación y reconfiguración del valor de la imagen cinematográfica. Luego de ser considerado como uno de los responsables de las búsquedas del cine moderno más distintivas, no dejó de interrogar cuál era la función del cine en un mundo que abrazó al séptimo arte en el siglo XX para comenzar a darle la espalda en el siglo XXI.

    A la par de sus cuestionamientos, adoptó las nuevas tecnologías alrededor del audiovisual. Para la última etapa de su carrera Godard se vio atraído por las imágenes en 3D, la experimentación con los subtítulos y el uso de las cámaras de los teléfonos en un mundo donde la creación de imágenes se volvió un acto cotidiano. Sus experimentaciones continuaron hasta el final, que, como el propio director sentenció, no tiene por qué ser visto de esa manera. Godard, y su cine, escaparon de la convención del tiempo y se aferraron a eso que las películas permiten: una permanencia sin fin.