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    Adiós, reino cruel

    Spencer, de Pablo Larraín

    La cena de Navidad está servida y los comensales aguardan, impacientes, a la última invitada. Diana, princesa de Gales, llega tarde otra vez. Ella, quien porta el vestido que le fue elegido y el collar de perlas que le fue regalado, entra y cumple con el protocolo. Hace una reverencia a su suegra y se sienta en silencio. El primer sorbo de sopa de la reina da pie al del resto y mientras el príncipe observa a Diana, su esposa, con desdén, ella siente el peso de las joyas. Las perlas, las malditas perlas que también le fueron regaladas a la otra, la sofocan. Impaciente, las arranca y las perlas se hunden en el plato. Diana recupera el nuevo ingrediente con su cuchara y lo ingiere, tragándose el lujo de un futuro que no será. Nadie reacciona ni nadie lo hará. ¿Sucedió o está todo en su cabeza?

    La escena pertenece a Spencer (que se estrena hoy en cines), una “fábula de una tragedia verdadera” que el cineasta chileno Pablo Larraín concibió para retratar a Lady Di, en la segunda entrega de su trilogía de biografías dramáticas que inició en 2016 con Jackie. Al igual que con su película sobre Jacqueline Kennedy Onassis, Larraín se toma libertades históricas para narrar un fin de semana en los zapatos de una de las mujeres más populares del siglo XX, cuya vida se ha visto sujeta a una revisión actual desde la industria cultural y los medios de comunicación. Basta con una búsqueda virtual y fugaz para toparse con artículos recientes, y hasta locales, que materializan una permanencia en la obsesión por la figura de Diana. El origen de su anillo de compromiso, las propiedades de su cabello y los rumores y teorías conspirativas en torno a su muerte están solo entre los primeros resultados que su nombre aún dispara.

    Spencer tiene su origen en la familia de Larraín. Con su hermano y colega recurrente, el productor Juan de Dios Larraín, el director encontró en el interés histórico de su madre por Diana la razón suficiente para intentar filmar una película sobre la princesa. El director de No (2012) y El Club (2015) cuenta hoy con la consagración suficiente para embarcarse en películas independientes capaces de combinar cierto atractivo comercial, el reconocimiento de la Academia y un interés suficiente como para reclutar a figuras reconocidas del cine estadounidense. El papel fue así ofrecido a la actriz Kristen Stewart y el guion fue encomendado al guionista Steven Knight, creador de la serie Peaky Blinders, bajo la consigna de tener que reconstruir una de las decisiones más importantes de Diana en tan solo tres días.

    Desde el título, Larraín intenta dejar en claro cuál será su acercamiento al momento de retratar a Diana Frances Spencer. Esta no es una biografía dramática tradicional. No hay una intención en retratar fielmente el recorrido y legado de la princesa de Gales y exesposa del eterno heredero de la corona británica. En cambio, aquí se imagina, desde un drama psicológico con toques fantásticos, la búsqueda de una nueva identidad por parte de una mujer que se ha visto prisionera de sus decisiones.

    Toda celebración será un mecanismo de opresión en Spencer, donde Stewart protagoniza casi todas sus escenas salvo contadas excepciones. Obligada a pasar el fin de semana de la Navidad en el palacio de Sandringham, una de las residencias predilectas de la reina Isabel, Diana arriba bajo circunstancias nada alentadoras. Su matrimonio con Carlos se desmorona, la familia real se demuestra preocupada por su salud mental y la prensa sigue cada uno de sus movimientos con la tenacidad de un sabueso hambriento en busca de un zorro atemorizado. Larraín presenta la introducción de su protagonista como el comienzo de una cruzada solitaria, con Diana volviendo a su condado natal, Norfolk, donde también se encuentra el castillo residencial, y extraviándose mientras maneja su Porsche descapotable. Es el primer obstáculo de varios que harán que su fortaleza se desmorone una vez que esté dentro de la boca del lobo.

    Spencer está cargada de una iconografía reconocible y esperable para quien haya hecho de la vida monárquica inglesa un consumo de entretenimiento. Vemos primero a los ejércitos de servidores y a la manada de perros corgi de la reina Isabel antes de que obtengamos siquiera un vistazo de su ama y dueña, aquí interpretada en un rol casi silencioso por Stella Gonnet. Larraín y su equipo creativo, la directora de fotografía Claire Mathon, el editor Sebastián Sepúlveda y el compositor Johnny Greenwood, apelan a un mecanismo similar en la construcción y contextualización de otras secuencias de la película, en las que se percibe una necesidad de primero sacar provecho de la impresionante locación de la película, filmada en Alemania y no en Inglaterra para no atraer el interés de la prensa amarilla, para luego exteriorizar el sufrimiento de Diana dentro de ese lugar. Es con ese mismo impulso que Larraín no parece tener interés alguno en hacer un cine de sutilezas y en cambio apela al esplendor en cada situación, apoyado en una estética lavada pero elegante y el manejo de una simbología por momentos demasiado expositiva.

    Uno de los motivos recurrentes de la película será la figura de Ana Bolena, cuyo fantasma cobrará cada vez más relevancia en la experiencia de Diana a medida que los paralelismos entre ambas mujeres se acercan y la protagonista se cuestiona cómo puede seguir adelante dentro de un organigrama familiar cuyo peso en la tradición le resulta asfixiante. Lo que comienza como un guiño histórico se convierte rápido en el primero de los rincones que el guion de Knight decide explorar para remover a su historia del realismo. Larraín acompaña esta decisión con un manojo de trucos que cuestionan la cordura de Diana y que resultan en algunos de los momentos de la película que se inclinan por el lenguaje del terror y no el del drama.

    La experiencia de esa decisión resultante es menos sofisticada de lo que Larraín probablemente pretende y, sin embargo, el ejercicio de encerrarse junto con la personificación de Diana hecha por Stewart es el verdadero hallazgo de esta película, cuya protagonista competirá el domingo 27 por el premio Oscar a Mejor actriz. Bien merecería ganarlo dado que Stewart es una figura que creció bajo una maquinaria colosal del cine industrial y desde entonces supo construir, tal vez como respuesta a su estrellato inmediato, una carrera interesante, exigente y difícil de predecir.

    Diana podría ser la labor más difícil para Stewart a la fecha debido al pacto de credibilidad inicial que lleva a cuestionar los rasgos físicos de la actriz en comparación con los de la persona real, con su rostro, cabello y acento como los tres primeros elementos en los que uno repara en el primero de los múltiples primeros planos presentes. Lo que termina haciendo que Stewart habite la piel Diana no es la confección de esas características físicas puntuales, sino la corporalidad total y sensibilidad de la actriz desplegada como una mujer en el límite de su cordura e integridad que busca recomponerse a cada instante, ya sea corriendo en tacones a través de un campo, dirigiéndose a un bar de civiles vestida de Chanel o jugueteando con sus hijos, Guillermo y Enrique, en el frío piso del palacio.

    Puede que la Diana de Spencer se vea por momentos algo artificial, pero eso es solo en la superficie de su personaje. Sometida a los atuendos, adornos y la mirada de desaliento de sus pares, hay una provocación constante al pesimismo dentro de Diana. Lo que Larraín logra, sin tener que apelar a una estructura que someta a su protagonista a perseguir una misión tangible, es humanizar a su protagonista a medida que lidia con la presencia fantasmal y acosadora de su familia (rara vez aparece en la película y cuando lo hace es desde una formalidad y etiqueta amenazadora) y atraviesa cada uno de los rituales que la rodean. Stewart es una actriz que sabe trabajar con sus ojos, y aquí se ven miradas que van desde el derrotismo absoluto a un atisbo de esperanza en cuestión de minutos.

    Spencer resulta atractiva en su reimaginación de una crisis de identidad que deviene, de manera ineludible, en el principio del final para la protagonista. Si bien el pacto inicial con la película es el de curiosear dentro de una intimidad ficcionada que provoca lo que Larraín llama un “cuento de hadas invertido”, es difícil no empatizar con una Diana liberada de sus ataduras al detectar esa decisión como el primero de sus pasos hacia su muerte.

    La reconstrucción de lo vivido por Diana durante su pasaje por la realeza sigue dando lugar a diferentes interpretaciones dentro de la industria audiovisual, con Netflix como uno de los agentes que más jugo le ha sacado a la figura histórica, pero si hay algo que la película de Larraín logra es convertir parte de la memoria colectiva y contradictoria en torno a ella en un ejercicio cinematográfico poético, aunque algo vanidoso, en donde la historia de una princesa que decidió no ser reina se vive como un verdadero empoderamiento.