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Una actriz demacrada, neurótica es decir poco, desquiciada (Julianne Moore, mejor interpretación femenina en Cannes 2014), que busca insistentemente un papel en una película, papel que antaño había encarnado su madre. Un actor adolescente de comedias estúpidas que a los 13 años ya muestra signos de deterioro, además de ser un tipo asqueroso. Una muchacha, su hermana, recién salida de un psiquiátrico (todo Hollywood es un gran psiquiátrico, nos dice esta pelícu de inmediato). El padre de ambos, un terapeuta de autoayuda y best sellers, enseña a la actriz desquiciada a meditar. Por si fuera poco, aparece un conductor de limusinas que también desea un lugar en la maquinaria del cine. Esta locura palpable, de manotazos y patadas por la supervivencia en el mundo de las imágenes y el glamour (el costado grácil del veneno), una necesidad de fama a toda costa, tampoco excluye a los fantasmas, que pueden irrumpir en un cuarto de baño, al costado de una cama, en una piscina.
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Pero esto, que promete varios decibeles de intensidad, es poco. Agreguemos los tóxicos y los frascos de pastillas ingeridos a lo bestia, las intimidades de alcoba y en el cuarto de baño, la promiscuidad sexual, los incendios provocados y, ya a nivel artesanal, aplastarle la cabeza a alguien como si fuese un tomate podrido con un objeto contundente.
¿Quién puede dirigir semejante réquiem? David Cronenberg, el hombre capaz de meter a fondo el pie en el acelerador y no ser multado por exceso de velocidad. El guión está firmado por Bruce Wagner, que llegó a Hollywood en una limusina (como conductor), colaboró en el diseño psicológico de esa cosa conocida como Freddy Krueger en Pesadilla 3-El miedo continúa (1987), escribió Escenas de la lucha de sexos en Beverly Hills (1989), que dirigió Paul Bartel, y escribió y dirigió Te estoy perdiendo (1998), estas dos últimas películas a propósito del cine detrás de los decorados. Wagner cumplía los requisitos caros a Cronenberg: un conocedor del patio trasero de Hollywood que lleva en su sangre el cine de terror. Ese es mi pollo.
Polvo de estrellas ha sido promocionada como una comedia negra, aunque tiene mucho más de oscuridad que de comedia. Se ha elogiado su filosa ironía, que la tiene, y una mirada furibunda y despiadada al cine como industria desalmada, siniestra, donde priman muchas otras cosas antes que la creatividad o el arte.
Pero es, antes que nada, un peliculón de Cronenberg. El canadiense lleva el material —crítico, ácido, pero más que nada alucinógeno— hacia su mundo de premisa tajante: si intuimos que el horror está a punto de estallar, no nos equivocamos, estallará. Por más que Cronenberg no se aparte de la cuerda naturalista, su visión rabiosa, epidémica, accidentada y violenta se impone. No puede con su condición. Para este cineasta siempre es posible que de algún lado, ya sea un plato con huesos de pollo o un televisor, salga un revólver y apunte directo a la frente del espectador.
Pero no demos todo por perdido. En el fondo del pozo de las angustias, como en Pacto de amor, también subyace una historia de emociones. Y en la pecera nefasta de los estudios de cine y de las casas de las estrellas millonarias y de sus terapeutas, más allá de los cuerpos que flotan, queda un pequeño sitio para el amor, aunque claro, es un amor prohibido por la civilización.
Polvo de estrellas (Maps to the Stars). Canadá, Estados Unidos, Alemania, Francia, 2014. Dirección: David Cronenberg. Guión: Bruce Wagner. Con Julianne Moore, Mia Wasikowska, John Cusack, Evan Bird, Olivia Williams, Robert Pattinson. Duración: 111 minutos.