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Aunque durante décadas fue olvidada, cuando la escritora mexicana Amparo Dávila (Zacatecas, 1928-Ciudad de México, 2020) murió a los 92 años había vuelto a un lugar de reconocimiento para lectores, críticos y escritores de su país. Fueron sobre todo escritoras de las nuevas generaciones, y de varias nacionalidades, quienes interesadas por la literatura de lo siniestro o de lo extraño pusieron los ojos en la obra de esta autora hoy clásica del cuento fantasmal, de misterio o de terror. En su literatura encontraron a una narradora vigorosa de quien se sentían herederas y, por lo tanto, debían recuperar.
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Este año llegaron a las librerías uruguayas dos libros publicados por Fondo de Cultura Económica: Cuentos reunidos y El huésped y otros relatos siniestros. Es una oportunidad para conocer a esta creadora de ambientes cotidianos y a la vez extraños. Sus historias pueden desarrollarse en cocinas o habitaciones perdidas y oscuras de casas antiguas, en conventos o jardines abandonados o hasta en la escalera de un edificio de apartamentos. Por allí transitan seres solitarios acechados por “algo” escondido en las sombras o en su propio interior, que siempre es una presencia nebulosa o una situación insólita difícil de identificar. Y en esa indefinición radica lo inquietante en los cuentos de Dávila y también su maestría.
El escritor mexicano Alberto Chimal (Toluca, 1970) escribió en un artículo a propósito de su muerte: “Su obra es fascinante tanto por esa rareza, por ese carácter improbable, como por su profundidad y su hermosura. (…) Como algunas otras celebridades literarias de México, Amparo Dávila prefería dar a sus cuentos fantásticos algún otro calificativo, para protegerlos de otro prejuicio: el que la cultura de mi país tiene, incluso hoy, contra la imaginación fantástica como recurso estético y posibilidad de reflexión. Ella eligió el adjetivo vivencial, con el cual subrayaba la parte más personal de sus influencias”.
Lo “vivencial” apareció primero en las lecturas de Dávila, cuando vivía en su pueblo Pinos, de Zacateca, y hurgaba en la biblioteca de su padre. Entre sus libros encontró a Poe, a Quiroga, a Kafka y a otros escritores de vidas y obras atormentadas. Siendo muy joven se mudó a Ciudad de México donde escribió tres libros de cuentos publicados con varios años de diferencia: Tiempo destrozado (1959), Música concreta (1964) y Árboles petrificados (1977, Premio Xavier Villaurrutia). Después dejó de publicar y llegó un período de largo silencio sobre su obra, que se leía solo en círculos reducidos. Hasta que en 2009 apareció Cuentos reunidos, que incluyó los tres libros publicados y uno inédito: Con los ojos abiertos.
En general sus historias son protagonizadas por mujeres que viven situaciones de opresión o de angustia, pero sin ser explícitas en cuanto a los motivos o a las circunstancias sociales o históricas. Por el contrario, se desarrollan en una atemporalidad entre lo real y lo fantástico, solo interrumpida por alguna mínima referencia de época.
El primer cuento del libro Tiempo destrozado se titula Fragmento de un diario y tiene como protagonista a un hombre, aunque la presencia femenina se va asomando de a poco. El protagonista se sienta todos los días en la escalera de su edificio, mientras sufre de insoportables dolores, o finge que los sufre.
“Estoy tan sombrío, tan flaco y macilento, que a veces cuando un desconocido sube la escalera, enloquece al verme”, deja registrado en su diario el personaje. Por qué este hombre actúa de esa forma, por qué se ha convertido en un “virtuoso del dolor” hay que descifrarlo a medida que se avanza en las entradas de su cuaderno escritas en pocas líneas.
Para leer los cuentos de Dávila, breves, poéticos y de una delicada escritura, hay que acostumbrarse a que las respuestas no llegarán al final porque quien lee “completa” con su evocación o interpretación lo que el texto no dice. En este caso, hay un relato lineal (el hombre que sin motivo aparente aprende a exteriorizar distintos grados del dolor) y el de una situación ominosa que se desliza entrelíneas.
El libro El huésped y otros relatos siniestros reúne una selección de varios de sus libros. De tapa dura y hermosas ilustraciones de Santiago Caruso, el volumen se asemeja a los libros infantiles clásicos. Y en realidad sus historias tienen algo de aquellos cuentos que enfrentaban a los niños con sus temores más profundos para liberarlos. “A Amparo Dávila y a las mujeres mexicanas que sepan traspasar el claustro de lo real”, escribió Caruso a modo de dedicatoria en esta edición.
El huésped es un cuento que evoca los miedos adultos: dos mujeres solas al cuidado de niños en una casa enorme, un huésped sombrío y ruidos extraños en la noche. Su comienzo recuerda en algo a El almohadón de plumas de Quiroga, que comenzaba con una frase difícil de olvidar: “Su luna de miel fue un largo escalofrío”. En El huésped, Dávila presenta a una pareja que lleva tres años de matrimonio y tienen dos niños. El marido nunca está en la casa por viajes de negocios y ella permanece sola con su empleada. Y con el huésped que le trajo su esposo.
“Representaba para mi marido algo así como un mueble, que se acostumbra uno a ver en determinado sitio, pero que no causa la menor impresión”, dice la narradora. En lugar de un monstruoso insecto en la almohada, la protagonista se enfrentará con un ser de grandes ojos amarillentos que “parecían penetrar a través de las cosas y de las personas”.
Y si de evocaciones se trata, el cuento Alta cocina remite, a los lectores uruguayos, al relato Las ratas de Paco Espínola, en el que revive un momento de su infancia: cuando vio a la empleada de su casa metiendo en una olla de agua hirviendo a dos ratas a modo “aleccionador”.
En Alta cocina dice el narrador: “Cuando oigo la lluvia golpear en la ventana vuelvo a escuchar sus gritos. Aquellos gritos que se me pegaban a la piel como si fueran ventosas. Subían de tono a medida que la olla se calentaba y el agua empezaba a hervir. También veo sus ojos, unas pequeñas cuentas negras que se les salían de las órbitas cuando se estaban cociendo”.
¿Son ranas las que se cocinan?, ¿algún animal exótico que aparecía con la lluvia entre las hojas del jardín? No se sabe y en realidad no importa. Lo que sí se sabe es que esas criaturas son un plato exquisito, costoso y de preparación lenta, demasiado lenta. El cuento, que pone los pelos de punta, es uno de los mejores de la escritora, un ejemplo de concisión y estructura al servicio del horror.
La señorita Julia es la historia de una mujer solitaria y perfeccionista. Empleada modelo de una oficina, lleva una vida ordenada, una casa pulcra y un novio con el que mantiene una formalidad carente de pasión. Todo parece muy estructurado en su vida hasta que comienza a tener insomnio. Entonces surge en ella algo muy parecido a la locura. “La señorita Julia se sentía como en una casa deshabitada y en ruinas; no encontraba sitio ni apoyo; se había quedado en el vacío; girando a ciegas en lo oscuro; quería dejarse ir, perderse en el sueño; olvidarlo todo”.
Dice Chimal al analizar su obra: “Dávila fue la primera en escribir cuentos ‘extraños’ tomando como punto de apoyo justamente la experiencia de las mujeres mexicanas enfrentadas a su entorno social. Nadie había intentado entre nosotros su combinación tan particular y precisa del ambiente cotidiano, doméstico, agobiante en el que ella misma vivió, y de lo oscuro: la conciencia de algo indescifrable, una o muchas posibilidades de existencia más allá de lo habitual e incluso de lo humano”.
Por su particular forma de manejar lo insólito, Dávila fue elogiada por varios escritores y también rechazada por algunos críticos que no sabían cómo catalogar su literatura. Entre quienes la elogiaron estuvo Julio Cortázar, quien quedó impresionado por su primer libro de cuentos y le aconsejó: “Tienes que disciplinarte y leer a Edgar Allan Poe porque tienes una hermandad espiritual con él, sus ambientes son parecidos”.
Hay una generación de exitosas escritoras latinoamericanas, entre ellas, la mexicana Guadalupe Nettel (que tiene una novela llamada El huésped), las argentinas Mariana Enríquez o Samantha Schweblin o la ecuatoriana Mónica Ojeda, que sintieron como Dávila que lo siniestro era materia literaria, y, como ella, supieron traspasar “el claustro de lo real”. A todas ellas hay que leerlas.