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A uno le dicen que es la última de Steven Spielberg. Que retoma la fantasía y la aventura en una producción de Disney. Que el libreto es de Melissa Mathison, guionista de E.T., que adapta El gran gigante bonachón de Roald Dahl. Que el gigante es, animación digital mediante, Mark Rylance, el intérprete, director y dramaturgo inglés que ganó el Oscar como Mejor actor de reparto por Puente de espías, la anterior gran película de Spielberg. Uno piensa que tiene todo para ganar.
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Resulta que no. Algo no funciona bien. Por supuesto que no faltan los tramos visualmente poderosos, como al comienzo, cuando el gigante deambula por la noche en la ciudad, proyectando sombras tenebrosas en las calles, que tiemblan con sus pasos. Y es muy divertida la forma de hablar de ese coloso bonachón de orejas grandes y ojos chispeantes: tuerce las palabras, conjuga de manera espantosa los verbos y crea expresiones enchuecadas. La relación que establece con Sophie (Ruby Barnhill), es emotiva y luminosa, aunque no empiece de la mejor manera. Sophie vive en un orfanato de Londres, y el gigante, que a diferencia del resto de su especie, no come humanos —y, mucho menos, niños—, es tratado con desprecio por los demás. Los habitantes de la Tierra de los Gigantes son físicamente más grandes que él y lo llaman “enano”. Tras una primera hora sosa en la que estos seres solitarios empiezan a conocerse y entenderse, en la que este monstruo bondadoso le muestra a la niña su tierra y su trabajo (se dedica a sembrar sueños), el filme decide desperezarse. Pero a esa altura ni siquiera el conflicto y el terror más fuerte tiene potencia. Estirado, inflado, el filme no encuentra el tono cuando, además, introduce algunas jugadas humorísticas burdas: lo de las flatobombas —flatulencias provocas tras la ingesta de burbucita, la bebida de los gigantes— da la sensación de que Spielberg fuerza la máquina, que quiere convencerse de que está haciendo algo divertido.