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Se define como un tipo pesimista, aspecto que por lo general habla de alguien inteligente. Ha repetido en varias ocasiones que jamás será capaz de filmar una obra maestra pero sí películas decentes. Ama el gran cine francés y en particular a realizadores como Marcel Carné, Jean-Pierre Melville, François Truffaut y Robert Bresson. Y El puerto, la nueva película de Aki Kaurismäki, tiene una clara deuda con esos grandes maestros, y en particular con el realismo poético, romántico y brumoso que se concentra en los cafetines al borde de calles empedradas, en las dársenas sobrevoladas por hambrientas gaviotas y entre los remolcadores.
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Un lustrabotas borrachín pero de enorme corazón da refugio en su humilde casa a un niño africano perseguido por la migración. Esconder al niño, cuidarlo, buscar a sus familiares y defender los valores básicos del desprotegido y discriminado, son los motivos que mueven la vida de Marcel (André Wilms), casado con la sencilla Arletty (Kati Outinen), además de alimentar a su perro y de tomarse alguna que otra copa en el boliche con los amigos. Y la escenografía donde se recortan estas almas solitarias la brinda el puerto Le Havre.
Kaurismäki ha cambiado con los años. En sus primeras realizaciones, sus personajes escuchaban rocanrol y estaban surcados por la inconfundible huella beatnik: alcohol y tabaco en abundancia (es increíble cómo fuman y chupan los finlandeses) y un par de lentes negros para ocultar la resaca y generar cierta presencia rebelde. Y también un revólver o una pistola a mano, porque en cualquier momento nuestras vidas se podían convertir en una serie negra.
Así ocurría en una de sus primeras películas, “Calamari Union” (1985), un dislate total y absoluto a propósito de una banda de marginales todos llamados Frank que intentaban sembrar el caos en una Helsinki de pacotilla y en blanco y negro.
Igualmente delirante pero mucho más lograda era “Hamlet va a trabajar” (1987), una tragedia de serie negra también en blanco y negro y con una escena memorable y digna de los mejores dibujos animados: alguien intentaba atacar al príncipe de Dinamarca y éste se defendía encajándole al enemigo una radio a válvulas en la cabeza; luego la encendía y hacía una breve recorrida por el dial, mientras el moribundo se perdía en los confines de las ondas sonoras.
La locura en tono de comedia también imperaba en “Leningrad Cowboys van a América” (1989), a propósito de una extraña banda de rock finés cuyos integrantes, con largos jopos y zapatos en punta, recorrían la tierra de las oportunidades en un Cadillac de segunda mano, desde Nueva York y Nueva Orleans hasta Texas y México, tocando su apestosa música. La influencia de “Los hermanos Blues” (1980), John Belushi y Dan Aykroyd, era clara.
A medida que Kaurismäki fue madurando —o envejeciendo, depende de cómo lo veamos— sus películas comenzaron a distanciarse de la locura beatnik y de la serie negra, para volcarse hacia zonas más amables aunque no menos melancólicas y en algunos casos desesperadas. Ahora los personajes tenían dificultades para recordar (“El hombre sin pasado”, 2002) o eran incapaces de delatar a nadie aunque fuesen a parar a la cárcel (“Luces al atardecer”, 2006), siempre desde esa distancia afectiva característica del cine de Bresson, como si los movimientos no fueran realizados por humanos sino por maniquíes y como si la vida misma en lugar de jugarse sobre un mundo real se desatara en uno de ficción. En las bandas sonoras, el rock dejaba lugar al tango y en particular a la inconfundible voz de Carlos Gardel.
Kaurismäki (Orimattila, Finlandia, 1957) fue, antes que cineasta, cartero y lavaplatos, como Charles Bukowski. Y de allí extrajo un espíritu bohemio y un necesario desarraigo para andar por la vida. En entrevistas ha dicho que para escribir los guiones y montar las películas debe estar sobrio, pero puede dirigir borracho. Calculen lo que bebe.
También fue crítico de cine, como Truffaut y Rohmer. Y de allí tomó su gusto por las citas cinematográficas y por el artificio como necesaria puesta en escena, el humor absurdo y una resignada visión de los afectos: nacemos solos y morimos solos, pero en ese breve pasaje podemos amar, tomarnos unos tragos y salvar a alguien.
Y algo muy importante: debemos agradecer al señor Kaurismäki (cuyo hermano mayor, Mika, también es cineasta) que pueda plantear, desarrollar y culminar sus historias entre los 70 y los 80 minutos, un ejemplo que prácticamente ningún otro director de cine contemporáneo se animó a seguir.
Por eso, El puerto está más cerca de la calidez de un Jean Vigo con su maravillosa “L’Atalante” (1934) que de las frías noches que imperan en Helsinki. Es como si Kaurismäki, ya con más años y más sabiduría, se jugase una fichita por la posibilidad de un mundo más distendido y menos dramático.
“El puerto” (“Le Havre”). Finlandia, Francia, Alemania, 2011. Escrita y dirigida por Aki Kaurismäki. Con André Wilms, Kati Outinen, Jean-Pierre Darroussin, Blondin Miguel, Elina Salo. Duración: 93 minutos.