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    Arotxa afirma que “la soberbia es la manifestación más acabada de la ignorancia” y que Uruguay es un país que “ha barrido debajo de la alfombra durante décadas”

    ¿Dónde está el misterio? ¿En su talento o en el hecho de que en una nación que culturalmente se desbarranca sin remedio él forme parte de una historia que se empecina en mostrarse, aún hoy, fermental y variada? Contra toda lógica, la respuesta a esta pregunta es: “En ambos”.

    Rodolfo Arotxarena nació en Montevideo el 7 de setiembre de 1958 y, aunque su carrera está llena de logros que se manifiestan en pinturas al óleo, en gigantografías y en caricaturas que, con una agudeza, una ironía y una capacidad de síntesis inusitadas ha estampado en medios como “Mundocolor”, Búsqueda y “El País”, donde trabaja desde 1976, ninguno de ellos alcanza para comprender cabalmente su genio.

    Ocurre con “Arotxa” lo mismo que puede suceder cuando a uno le muestran las estadísticas de un gran jugador de la NBA. Su carrera será de lujo, sí, pero el espectador la disfruta cuando se enfrenta a una muestra, pequeña y solitaria, de aquello de lo que es capaz.

    Es que Arotxa, al mismo tiempo dibujante, artista plástico y periodista gráfico, ya se ha ganado un lugar en la historia. Lo que no es poco decir si consideramos que a su rubro pertenecen creadores interesantes, como “Hogue” y “Ombú”, y Hermenegildo “Menchi” Sábat, el uruguayo radicado en Buenos Aires a quien Joaquín Morales Solá, en el editorial de cierre de la última emisión del año de su programa televisivo “Desde el llano”, definió como “un maestro de los periodistas cuyos dibujos son más explicativos que cualquier nota política”. Y esta es una lista parcial que no incluye ni a escultores ni a pintores, dos áreas en las que Uruguay tampoco ha decaído.

    A los 54 años de edad y con la capacidad de sorprender al público varias veces por semana, puesto que sus caricaturas son muchas veces obras con un magnífico manejo del color y, al mismo tiempo, una inquieta, sarcástica y desconcertante fotografía de la realidad en ocasiones impresionante y siempre contundente, Arotxa continúa haciendo aquello para lo que ha nacido: dibujar. Y, cuando habla, como en el largo diálogo que se resume a continuación, demuestra que detrás del personaje se encuentra un hombre crítico, ácido, inteligente y terco como nadie. Con perdón de Ignacio Iturria, quien en marzo de 2011 declaró a Búsqueda que “todos los vascos tienen un etarra adentro en alguna proporción”.

    —¿Con qué grado de libertad ha trabajado y trabaja usted? ¿Le dan habitualmente un tema o una pauta sobre la cual manejarse antes de dibujar?

    —Bien. Primero quiero agradecerles el tiempo, el hecho de que se hayan acordado de mí y esta visita por parte de Búsqueda, un medio que conocí en otro tiempo porque fui colaborador del semanario hace como veintipico de años. Respecto a su pregunta, yo soy un dibujante al servicio de la prensa y, como tal, decidí desde joven, para entender eso, ser periodista. Entonces, si no fuese periodista primero, no podría hacer lo que hago como me gusta. Lo que sucede es que los temas están instalados en la redacción y luego elijo el que generalmente va a ser o apertura, o cabeza de página, o el que esté instalado. Pero siempre he tenido absoluta libertad para hacer lo mío. Nunca nadie vino a decirme: “Esto hay que hacerlo de tal o cual forma”. Y tampoco lo permití.

    —¿Ni siquiera durante la dictadura?

    —Bueno, pero durante la dictadura no era un tema de uno sino de terceros, entonces uno publicaba lo que podía y no lo que quería. En ese momento había gente que se autocensuraba. Y también había gente que directamente no comprendía lo que yo podía llegar a hacer.

    —Como su admirador, ¿cómo definiría usted a Hermenegildo Sábat y cómo ha hecho para, pese a esa admiración, tener un estilo propio y reconocible?

    —Lo que pasa es que yo no empiezo con “Menchi”, ese es el problema. Cuando tenía 14 o 15 años, comencé yendo al taller de Leonardo Galeandro, que era dibujante de “La Mañana” y “El Diario”. Allí empecé a familiarizarme con lo que tenía que ver con el oficio de la caricatura. Galeandro era un tipo entrañable. En este oficio he tenido la enorme suerte de conocer a ricos tipos, realmente locos lindos. Y cuando llegué a “La Mañana” y “El Diario” conocí a otro caricaturista cuya caligrafía me interesaba más que la de Galeandro: Jorge Centurión. Y Centurión fue el tipo al que, cuando en febrero de 1975 fui a conocer, me permitió desarrollar una amistad muy linda y un respeto muy grande con él y también me abrió el panorama para que yo pudiese realizar esta actividad en un momento muy complicado. Justamente ese año, mi primera caricatura fue publicada en “Sábado Show”. Era un dibujo de Aníbal Troilo, quien había muerto. En el suplemento “Platea”, dirigido por Romeo Otero Bosque, en realidad después publiqué un dibujo de Tito Cabano, el compositor de tango, debilidad que tengo desde que me conozco. Y después de eso mantuve charlas muy profundas con Centurión. Hasta ese momento yo no conocía a Sábat. Y lo conocí gracias a su padre, Juan Carlos Sábat Pebet, una persona muy generosa y muy entrañable que fundó “El Escolar”. Y bueno: conocí a la familia y conocí a la madre de Menchi, que vivía en el Prado, en la calle Irigoitía. Y luego, charlando con él, me hizo una recomendación para que hablase con la gente del diario a ver si podía entrar a trabajar, porque mi vocación era muy profunda: estaba muy convencido de lo que quería hacer. Pero a Menchi lo conocí recién en el entierro del padre. Me lo presentó Jorge Centurión en el Cementerio Central. Porque cuando iba a su casa del Prado él ya estaba en Buenos Aires.

    —Habiendo pasado tantos años, ¿cómo definiría su relación personal con él?

    —Es muy correcta pero no nos frecuentamos para nada. Tuvimos oportunidad de viajar juntos a Alemania en 1979, con dos caricaturistas más de Brasil y como parte de una invitación que nos hicieron, y fue allí que nos conocimos más. Y cuando viajaba a Buenos Aires en mis tiempos mozos, lo iba a visitar a “Clarín”. Pero después comencé a tomar mi camino porque no se puede estar molestando a la gente. Y entonces me pareció que Menchi era un referente verdaderamente muy alto, pues no me seducía la caligrafía de los otros caricaturistas, que hacían dibujos como muy antiguos, ¿no? Así que lo tomé como una escuela hasta que me aburrí. Porque en cierto momento la caligrafía de uno pasa a ser naturalmente eso: la caligrafía de uno. Y el humor de él es muy distinto al mío.

    —¿Y qué es lo que le atrae más hoy de Sábat, que tiene una faceta plástica que no tienen otros caricaturistas?

    —Hoy creo que ya está para mí.

    —¿No hay nada que lo fascine?

    —Nunca vi algo que me fascinara rotundamente. Creo que tuvo etapas que fueron muy buenas y otras que no me interesan.

    —¿Y por qué tanta gente piensa que es su ídolo?

    —Eso tiene que preguntárselo a la gente.

    —Sin embargo, usted recién decía que en una época le gustó mucho.

    —Es que cuando uno arranca siempre tiene un referente.

    —Hace pocos minutos usted hablaba de su pasión por el tango. ¿Qué cantor que usted haya conocido desde pequeño le sigue encantando?

    —Hay uno que es demoledor y que ya se sabe. Creo que Gardel está en el ADN del Río de la Plata. Y en mi caso es una cosa que viene desde el vientre de mi madre, desde que era muy niño. Además, la familia de mi padre era de Paso de los Toros.

    —Si le dicen que Gardel no era uruguayo, ¿se ofende?

    —No, no puedo ser tan necio. ¿Cómo me voy a ofender sobre la ignorancia ajena? Estaríamos en un grado de paranoia, de locura. Eso no tiene solución.

    —Teniendo en cuenta los valores que el público suele ver en sus obras, es decir el humor, la calidad, la valentía y la originalidad, sería interesante saber si usted se sigue divirtiendo como un niño cuando dibuja.

    —Se la voy a hacer más fácil: no hay que intelectualizar una cosa que no tiene ningún tipo de recoveco. Yo dibujo porque gozo haciendo lo que hago y porque tengo una gran vocación. Puede parecer una cosa presuntuosa, pero necesito dibujar. Si no dibujo, no me siento bien. Y ya está.

    —En un mundo tan sobreinformado, ¿nunca le ha preocupado dejar de ser original?

    —No, porque dibujo lo que veo y punto.

    —Y los elogios pero también las etiquetas negativas que los uruguayos solemos aplicar indiscriminadamente, ¿cómo le caen?

    —Los evito porque trabajo en lo mío y porque la gente tiene el derecho de pensar lo que quiera y de quererme o no quererme. Uno trabaja y punto. ¿Qué puedo hacer? No puedo interferir con eso. Lo que siempre tuve muy claro es que en las décadas que llevo trabajando en esto no he dejado de recibir un solo día mensajes de texto, emails, saludos o llamadas de gente que no conozco. Porque con mis amigos puedo llegar a hablar más que Chávez, pero en mi trabajo me comunico por la vía del silencio, lo cual para mí es muy interesante puesto que hay un hilo conductor donde cada persona lee e interpreta a su antojo. Y eso es lo bueno, eso es lo que importa y lo que tiene que ver con el ejercicio de la libertad, algo por lo que luché durante toda mi vida.

    —Sigamos hablando de arte. Usted cree que es imposible elegir a un pintor entre la impresionante manada de artistas con calidad que ha dado la historia, así que vayamos a dos ejemplos concretos y locales: Carlos Federico Sáez y Joaquín Torres García.

    —Sí, la verdad es que me gustan tantos que no puedo elegir a ninguno, entonces tendría que empezar a fundamentar por qué me interesa cada uno: la cantidad es tan vasta que es imposible. Hay una idiotización globalizada en la que se calibra permanentemente la palabra “éxito”, y eso tiene que ver con lo mediático. Por eso existe una moda según la cual hay que decir, por ejemplo, quién es el tenor que canta mejor. Pero yo no puedo decirlo porque Pavarotti tuvo una voz extraordinaria pero Carreras también es extraordinario. Ese enfoque generalista es muy uruguayo. Pero ya que usted trae esos dos ejemplos de su cosecha, opino que Sáez y Torres García son dos íconos y dos maestros absolutos de la pintura nacional. Aunque en lo que tiene que ver con el talento de cada uno y con la libertad con que ejerce cada uno su trabajo, la soltura de Sáez es brutal, porque era Mozart pintando. Y a mí Torres no me interesa demasiado, más allá de la seriedad con la que enfocó lo de él: no me siento identificado con su trabajo. Ahora, volviendo a los dos, pienso que son peso pesados en lo de ellos. Pero hay otra gente que circula por el mundo entero y que es impresionante. Además, uno puede encontrar muchos subproductos, porque en realidad la pintura de Sáez es netamente europea. Y la de Torres, en los comienzos, también.

    —¿La pintura de Ignacio Iturria y de Pedro Figari es uruguaya?

    —Son dos cosas distintas. Yo me siento más identificado con la pintura de Figari que con la de Iturria, siendo ambas de calidad excelente.

    —¿Qué lo cautiva de Figari?

    —Todo. La visión de Figari es extraordinaria. Y las cosas más sencillas son las más difíciles de lograr, ¿no? Uno a veces encuentra en todas las disciplinas de la vida demasiada pluma arriba para poder ver lo que hay abajo, con poca sustancia. Y en lo que es sencillo, en fin: ahí está la magia. Después entramos con texturas y con otras herramientas, y bueno: es todo válido pero no es lo mismo. La línea me importa mucho.

    —¿Cómo era la línea de Espínola Gómez?

    —Espínola fue un tipo muy contundente, con algunas cosas más interesantes que otras, como todos. Prácticamente no conozco un artista plástico que sea monolítico de punta a punta. Pueden ser geniales en determinada etapa y en determinado enfoque, y después en otro ya pierden pie y no es lo mismo. Eso me pasa con todos.

    —Hasta con...

    —¿Me va a decir Picasso?

    —No, lo que voy a decirle es que ha habido gente muy pareja aunque no haya hecho un aporte tan importante a la historia del arte como Picasso o Matisse.

    —¿Como quién?

    —Como Claude Monet.

    —Sí, es muy parejo pero dentro de una escuela. Lo más difícil, creo, es ver el mundo con ojos propios. Para mí pega en el palo con lo imposible. Y ahí la cosa es complicada, porque si usted le muestra a una persona algo de Monet, de Cézanne, de Seurat, de Pissarro o de Bonnard, y que no sean cuadros que estén digeridos a través de lo que tiene que ver con la gran propaganda, que cuenta con un poder feroz, esa persona no sabrá cuál cuadro es de quién. Y no tiene que ver con ser “entendido” o no, porque eso de los “entendidos” tiene un tufillo intelectual bastante jodido.

    —¿Usted prefiere el elogio de una persona artísticamente virgen y, por tanto, “no entendida”?

    —Sí, pero no es un tema solo mío. Cuanto más virgen es el comentario que a uno le hacen, más interesante es porque está hablando desde la óptica de lo que tiene que ver con lo que se ve enseguida. Los demás están poluidos. Yo creo que hasta un semianalfabeto hoy puede ver a la Mona Lisa y automáticamente decir que la conoce. O, por ejemplo, los críticos que dicen que el mejor cuadro de Blanes es el retrato de Carlota Ferreira, bueno, hay que tener soberbia... A mí eso me impresiona. A ver: ¿quién lo dice, desde dónde y por qué?

    —¿Cómo es eso?

    —Acá hablan siempre de un quinteto feroz, que no es el Quinteto Pirincho, el cual me interesa mucho, sino el de Sáez, Torres García, Figari, Cúneo y Barradas. Se supone que eso es la cultura nacional, y esa afirmación es un disparate. Porque, por ejemplo, ahí no están ni De Simone ni Etchebarne Bidart ni Laborde.

    —Usted es un gran colorista. Pero, ¿de qué depende el color que le aplica a su obra?

    —Para mí es un tema anímico. Hay veces en que lo aplico de acuerdo a cómo me siento. Nunca me puse a pensarlo, pero creo que debe haber algo de eso.

    —En una entrevista perteneciente a la serie “Líderes de opinión: ideas y cultura”, de Búsqueda, el economista Ernesto Talvi opinó que el arte tiene una gran importancia en el mundo actual pero “no es un antídoto para la barbarie”. ¿Eso a usted le preocupa, o nunca ha tenido afán moralizante con su trabajo?

    —Yo no tengo afán moralizante con nada porque no soy ejemplo de nada para nadie. Hago lo que tengo que hacer, que es lo mío. Después, no soy juez de nada sino que simplemente lo que hago es observar. Mi actividad no es filosofar, sino dibujar en prensa en base al material que me llega.

    —Hace pocos minutos usted dijo que le molestaba la soberbia de los críticos de arte.

    —Sí, pero le diría que me molesta la soberbia en todas las disciplinas. Me parece que hay una cosa terrible que es el exceso de autoestima.

    —¿Por qué tantas personas piensan que usted es ególatra o soberbio?

    —No sé quién lo dice, cómo lo dice ni por qué lo dice, pero no puedo hacer mi vida en base a lo que afirmen terceros. Tendrán sus motivos o no.

    —¿Y por qué le molesta tanto la soberbia como defecto humano?

    —Porque considero que es la manifestación más acabada de la ignorancia.

    —¿La soberbia abunda tanto en el Uruguay como en el resto del mundo?

    —No lo sé, pero sería estúpido o soberbio creer que la soberbia es un invento uruguayo (ríe). Lo que me parece es que la falsa modestia y todo ese tipo de cosas son manifestaciones innobles y no sentimientos que tengan un origen puro, ¿verdad? Y esa obsesión permanente de estar hablando de nosotros mismos, a mí me preocupa mucho.

    —¿Cómo se refleja?

    —En programas radiales y televisivos en los que se habla de cómo nos ven a los uruguayos. Hay algo de pueblo elegido que me preocupa mucho. Hay gente que si desprevenidamente llega al Uruguay sin conocerlo y escucha a los uruguayos, capaz cree que en la esquina se puede encontrar con Leonardo da Vinci o con Einstein en cada boliche.

    —“No hay pueblo que no se haya creído el pueblo elegido”, dice Drexler en una canción.

    —No lo sé. Puede haber pueblos que sean más creídos de sí mismos. Voy a poner un ejemplo que se ve acá: para empezar, la Argentina no son los porteños. Esa es la primera confusión, y ahí me planto. Y además dentro de los porteños hay porteños de primera y porteños de cuarta. Pero también hay uruguayos de primera y uruguayos de cuarta.

    —¿Qué otras actitudes típicamente uruguayas le molestan?

    —Se ha hablado tanto de eso que no vale la pena. Cuando uno llega a una altura de la vida en la que se da cuenta de que la energía positiva y la felicidad llegan por un camino que es el de que uno se siente rotundamente colmado por algo tan maravilloso como es tener una vocación de la cual vive, bueno, las cosas que le molestan son cosas de las que se ha hablado muchísimo a través de encuestas y de otros puntos de vista. Aunque acá hay dos libros bastante afinados respecto a lo que usted me está preguntando. Uno es “El país de la cola de paja”, de Benedetti, y otro es “El país del miedo”, de Martínez Arboleya. Y otro librito interesante, pero con más humor, es “El uruguay y su gente”, de Maggi. Pero no es tan incisivo.

    —¿Y qué importancia tiene Herrera y Reissig en este asunto?

    —Herrera y Reissig es un tipo tremendamente interesante. Pero es un sufriente, ¿no? Un tipo que dice las cosas que dice con una elaboración detrás de todo lo que plantea y un enfoque muy compenetrado con la realidad de su propio medio. Ahora bien: no me gusta demasiado regodearme con lo que ya creo que es sabido.

    —Regresemos al tema de “Leonardo da Vinci en el Uruguay”. ¿Lo que nos falta es autocrítica?

    —No estoy seguro. Pero sí sé que se ha barrido durante décadas debajo de la alfombra. Y eso genera ondulaciones tan grandes que no permiten ver ni siquiera el horizonte. Entonces, se pierde la perspectiva, se pierde el norte, se pierde el referente y llega un momento en el que viene una etapa más terrible: los que barrimos debajo de la alfombra somos nosotros pero después la culpa la tienen terceros. Es decir que la responsabilidad la tienen otros. ¿Por qué? Porque se desarrolla el coleccionismo de excusas.

    —¿Esa no es una traba para el desarrollo?

    —La verdad es que no lo sé (comienza a llover rabiosamente). Qué lindo que es oír llover, ¿no?

    —Sí, es muy lindo. La soledad en la que usted trabaja, ¿también es linda, o es excesiva?

    —Yo estoy solo, por suerte. Por supuesto que tengo mis afectos, naturalmente tengo una contención invalorable y tengo mi familia y mis amigos, a quienes no cambio por nada. Pero en mi actividad la soledad es una cosa muy importante.

    —Usted piensa que a la gente “hay que medirla por lo que hace y no por lo que dice”. ¿Por qué?

    —Porque uno predica con el ejemplo. Maradona fue un tipo que jugó al fútbol. Eso me interesa, pero no me interesa el contrabando intelectual. Bueno sería que dijéramos, por ejemplo, que Gardel era un facho porque le cantó a Terra o que, como era barajador, era un delincuente. Todo eso es irrelevante.

    —¿El “contrabando intelectual” es frecuente?

    —Muy frecuente. Landriscina es un profesional del humor, pero si le gusta ir a la iglesia o comulgar o no, es un problema aparte.

    —Céline escribía como los dioses y era profundamente antisemita.

    —Discúlpeme la ignorancia, pero no lo conozco. Pero lo que marca a un hombre es lo que hace. El hecho de que Neruda haya escrito una oda a Stalin, ¿cambia en algo la obra de Neruda? A mí no me cambia nada. Ahora, si Neruda deja de escribir y lo que quiere hacer es ser presidente, estamos hablando de cosas distintas. Cuando veo a Hitchcock, por ejemplo, creo que su obra es contundente y fenomenal, de un rigor y una disciplina que debería ser ejemplo para muchos de nosotros en cualquier rubro. Es notable. Hay tipos que son realmente impresionantes.

    —Ni que hablar de John Ford.

    —Uh, era buenísimo. Y su película “El delator” era fabulosa. Ahora, volviendo a la crítica y la soberbia, me gustaría decir que es fácil opinar cuando todos hablaron antes. Y también que se regodean con escucharse, con mirarse el ombligo y con creerse “entendidos”. Pero hay que pararse frente a lo que no se sabe cómo resolver. Soutine, por ejemplo, era un tipo notable. Cuando usted ve su obra, da para pensar. Sin embargo, no sé si se ha reparado en la influencia que ha tenido en algún pintor acá, como Cúneo. (Hacemos una pausa y Arotxa me muestra algunos cuadros. “Este”, dice, “nunca lo mostré”. Debe ser uno de los cuadros más hermosos de su vida).

    —Últimas preguntas. El Batllismo original, más allá de la política y considerando que ha seducido, y aún seduce, a una gran cantidad de uruguayos, ¿qué es?

    —Sin reducirlo a episodios puntuales y más allá del acuerdo o de las discrepancias, creo que fue la verdadera izquierda que tuvo este país, sobre todo el segundo gobierno de Batlle y Ordóñez. Un país que nació con una raíz partida desde el arranque, con una lucha fratricida entre hermanos. Cuando hoy uno ve un operativo policial de saturación, parece que estuvierámos viviendo en la época de Pacheco.

    —¿Por qué los hechos se juzgan según quiénes los aplican y no según si son beneficiosos o negativos en sí mismos?

    —Bueno, para preguntar esas cosas es que estamos los periodistas, que observamos permanentemente el devenir de los acontecimientos.

    —Si García Pintos dice que la sociedad se tiene que armar, es fascista. Y si lo dice Fernández Huidobro, es progresista. Parece esquizofrénico.

    —Y lo es. Uruguay no se mira al espejo y, cuando lo hace, se da cuenta de que el azogue está jodido. No asume la imagen que le devuelve.

    —De todas maneras, esta es una entrevista a Arotxa, así que terminémosla con dos preguntas. La primera: ¿quién es Arotxa?

    —Uno más que trabaja en la sociedad del mismo modo en que hace su trabajo un zapatero, un cirujano o un policía. Arotxa es uno más entre la gente. No es otra cosa. Los seres humanos lloramos todos por lo mismo, pero nunca reímos por lo mismo.

    —¿Arotxa cree en Dios?

    —Yo creo en la naturaleza, ¿sabe? Tengo un respeto rotundo por la naturaleza. Le voy a contar una pequeña anécdota que me quedó rondando en la cabeza. En un jardín de invierno que tuve, y que tenía un piso de hormigón y un hueco de donde salía una enredadera, un día, por razones de reforma estructural, decidimos desmantelar las plantas, de las cuales algunas estaban en macetas aunque en aquel hueco de hormigón se encontrara la enredadera. Y bueno, se cambió por completo todo, se retiraron las macetas con las plantas, se sacó la enredadera de cuajo, se pintó, se terminó de arreglar la casa y, pasado un año y pico o dos años, un día me dijo mi mujer: “Vení a ver esto porque es increíble”. Y en el agujero, en ese agujerito que quedó, había brotado otra vez la enredadera. Y nunca nadie le había puesto agua ni nada.

    —¿Y eso?

    —Esa es la pregunta que yo me hago: ¿y eso? En mi afán de no dar el brazo a torcer por lo curioso que había pasado, un día empecé a mirar esa planta. Y la trasplanté y la tengo viva, la saqué de allí y me di cuenta de que efectivamente estaba luchando por vivir. Eso me dejó perplejo. Esa sencillez, esa cosa tan tonta, a mí me emocionó.

    Vida Cultural
    2012-12-27T00:00:00