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    Arte, realidad y bufones

    El artista visual Óscar Larroca y su libro Bisagras y simulacros

    A los 19 años exhibió sus primeros dibujos en la galería de Cinemateca Pocitos, que ilustraban las canciones preferidas de su adolescencia. Desde entonces, Óscar Larroca (Montevideo, 1962) ha expuesto en Nueva York, París, Barcelona, Viena y Buenos Aires. Representó a Uruguay en exposiciones internacionales y en 2011 obtuvo el Premio Figari a la trayectoria artística. Su muestra más reciente en Montevideo fue en 2013 y se llamó Santas Pascuas. Una historia de los simulacros. Montada como una enorme historieta, sobrevolaba Batman y se mezclaba con acontecimientos y figuras de la política uruguaya. Ensayista, docente y artista visual, Larroca también es un intelectual inquieto en las redes sociales en las que fomenta debates sobre la realidad nacional. En su último libro, Bisagras y simulacros, se recogen otras discusiones y ensayos que escribió entre 1997 y 2015 para diversos libros y medios, entre ellos La Pupila, revista especializada en artes plásticas que codirige con el artista Gerardo Mantero. En épocas de tuits y lecturas fragmentadas, es bienvenido un libro que no es fácil, aunque claro en sus planteos y reflexiones. En un intervalo entre una clase y otra en su taller del Parque Rodó, Larroca mantuvo la siguiente entrevista con Búsqueda.

    —¿Por qué es central el concepto de simulacro en sus obras?

    —Tiene que ver con el mundo en el que vivimos. Se ha desarrollado por algunos artistas hiperrealistas un tipo de arte tan verosímil desde el punto de vista de la representación, que uno no sabe si está frente a una fotografía, una pintura o si la locación que se hace con efectos especiales en una película es real o no. Ese aspecto cruza otras áreas, otras disciplinas, otros estamentos. Como decía en Santas Pascuas, no se sabe dónde termina el murmullo caricaturesco de un personaje de cómic y dónde se inicia el discurso de un estadista, dónde el discurso de Mujica y el de Patoruzú, dónde empieza la ficción y dónde termina la realidad. Por eso elegí a políticos uruguayos de todos los partidos en función de sus discursos, a veces tan poco creíbles. En el primer ensayo que aparece en el libro analizo la figura del Pato Donald y empiezo con una anécdota de mi infancia, cuando le tenía tanta confianza al dibujo que creía que podía participar de un diálogo con ese pato parlante. Esto se adapta también a otras situaciones, por ejemplo, cuando hay espectadores que van a ver un recital de un holograma en Japón y a la salida esperan desesperados al personaje, aunque era un dibujo proyectado. Es la pérdida de la bisagra entre un mundo y el otro. No estoy en desacuerdo con las tecnologías digitales, hay efectos especiales impresionantes, hay películas maravillosas, pero a veces noto que importa más el logro, la fineza de la alta resolución de la cantidad de pixeles por sobre la anécdota, por sobre la historia. 

    —En el capítulo Arte visual uruguayo: Banderitas y globos, hay una crítica al gobierno progresista por el deterioro cultural del país. ¿Qué es lo peor que ha pasado?

    —Sería muy largo de exponer y sintetizar. No fueron los mejores diez años para la cultura, pero no sé qué hubiera pasado con otro gobierno. Lo que sí sé es que la cultura se ha deteriorado mucho. Es cierto que hubo mucha inversión en términos económicos, un cierto proteccionismo a las actividades culturales mediante programas de fortalecimiento de las artes o de fondos concursables que siguen siendo mojones imprescindibles. Pero por otro lado, se repartió el dinero en forma aleatoria. Hace poco, Amir Hamed se refirió a las murgas que reciben apoyos y son una industria consolidada. Se debería invertir en otras áreas a las que les cuesta sobrevivir, como la danza u obras de teatro menores. Donde no llega el mercado debe llegar el Estado de alguna manera. Por otro lado, a pesar de los apoyos económicos no se ve la creación de nuevos públicos; por ejemplo, en los museos sigue el divorcio entre la educación formal y las instituciones museísticas.

    Para Hugo Achugar, ex director de Cultura del MEC, uno de los logros de este período fue la creación del Espacio de Arte Contemporáneo (EAC) y el desarrollo de las artes plásticas. ¿Está de acuerdo?

    —El EAC fue importante porque le quitó un peso al Museo de Artes Visuales. En Uruguay pateás una baldosa y emerge un artista plástico, igual que pasa con los futbolistas. Por otro lado, desaparecieron galerías de arte, espacios alternativos, cerraron salas de instituciones culturales para la exhibición, como el Goethe o el Instituto Italiano de Cultura, así como muchos concursos: el del BPS, el BHU o el BROU o los organizados por empresas privadas. Por un lado, el Estado recupera un lugar para el arte contemporáneo que necesita tener visibilidad porque es uno de los lenguajes más frágiles y de menos llegada, pero por otro, el Estado no pudo evitar que desaparecieran otros lugares. No hubo fórmulas o proyectos para tratar de revertir esa situación, tal vez se intentó y no se pudo. 

    —El arte conceptual ha traído problemas de definiciones. ¿Fue difícil escribir el ensayo Qué es el arte?

    —Cada vez me resulta más complejo. Paso por períodos en que tengo una idea clara de lo que significa el arte y otros en los que no tengo la menor idea. Hay discusiones filosóficas sobre si se considera arte solo al avalado por museos, galerías, mercados y subastas. El panorama se ha abierto demasiado y eso tiene como consecuencia que la gente se siente cada vez más lejos del arte, entonces deja de ir a los museos y el mercado es el que termina pescando en ese río revuelto. 

    —A veces la gente se siente estafada frente a algunas instalaciones o performances porque no entiende que eso sea arte.

    —Desde las pinturas de Van Gogh para acá la gente se siente estafada porque no acepta lo que no entiende. Siempre hay herramientas para acercarse a una obra y por eso la crítica ha oficiado como elemento mediador. Ahora, con la desaparición de la crítica y con el vale todo de parte de algunos artistas, que se sienten amparados bajo la grifa del cinismo, el panorama es bastante desolador y difícil de aprehender. 

    —¿Qué significa “la grifa del cinismo”? ¿Tiene que ver con lo que dice el libro de que ahora algunos artistas son bufones no comprometidos?

    —Tiene que ver con la muerte de las vanguardias, de los grandes relatos. Sobre esa convicción, muchos artistas se sienten con derecho a mostrarse cínicos con respecto a lo que hacen y al compromiso. También tiene que ver con que ya no hay nada para desacralizar. ¿Cómo hacés para desacralizar a Mujica? O como decían algunos historietistas argentinos, ¿cómo hacés para tomarle el pelo a Menem si él mismo es un bufón? Es como hacer una caricatura de una caricatura. Ese concepto se puede replicar en otros lugares. ¿Dónde comienza la ficción y la realidad para definir un espacio y ejercer una crítica coherente? Lo mismo pasa con los programas de humor, del estilo Decalegrón, que desaparecieron­ de la grilla televisiva porque ahora tomarse el pelo, hacer chistes, lo descontracturado permea todo, incluso el segmento meteorológico.

    —“Todo cambia. Nada cambia”, dice el ensayo que trata sobre los temas de inclusión y género. ¿Quiere decir que no se avanzó en este sentido?

    —Los espacios se fueron ganando por distribución, pero en ningún momento se plantea una reflexión al respecto. El conflicto se resuelve dándole a cada uno una parcela para que no moleste. Por eso lo de “todo cambia, nada cambia”. Al final la población sigue siendo tan machista y racista como siempre. No creo que se ayude a quienes son discriminados solo con la visibilidad si no hay reflexión. Pasó con la cláusula especial sobre temas de inclusión en el Premio Onetti o en el concurso para reina de Carnaval y ahora con el Mides, que está impulsando clínicas para personas de piel negra. Es una inclusión falsa porque se están subdividiendo las formas de atender a la población y habla de la territorialización del asunto.

    —La figura de Manuel Espínola Gómez es una referencia continua en el libro. ¿Fue un maestro?

    —Fue un maestro, pero no en el sentido formal, porque “el Peludo”, como lo llamábamos, nunca impartió clases en taller alguno. En todo caso, daba su cátedra en los boliches a los que concurría, y en una peregrinación más o menos numerosa algunos artistas nos sentimos sus discípulos. También por haber compartido con él su mirada a propósito del arte contemporáneo. 

    —En 1986 los unió además un episodio de censura en la Intendencia de Montevideo. ¿Cómo sucedió?

    —En ese momento, Espínola Gómez era asesor del Departamento de Cultura de la Intendencia en la administración de (Jorge Luis) Elizalde. El episodio tuvo que ver con la censura a algunos de mis trabajos que se iban a exhibir en la Intendencia porque podían herir la sensibilidad de los espectadores por considerarlos de contenido sexual y violento. El mismo día de la inauguración se decidió no abrirla y le pidieron a Espínola Gómez, quien había hecho el catálogo, que negociara conmigo el retiro de esas obras. El Peludo se negó y renunció, por lo tanto la muestra se descolgó de las instalaciones de la Intendencia. De todas formas, se volvió a exhibir dos meses más tarde en la sala José Pedro Varela de la Biblioteca Nacional a impulso y gestión de la Comisión de Patrimonio y del director del Museo de Artes Visuales, que en ese momento era Ángel Kalenberg, y también con el apoyo explícito de la doctora Adela Reta. Aquel episodio me unió con Espínola Gómez, a quien conocí personalmente, aunque ya me gustaba su obra y estaba familiarizado con el personaje del que hablaba medio Montevideo.

    —La crítica especializada en artes plásticas es cada vez más escasa. ¿A qué se debe?

    —Seguramente a que algunas publicaciones han ido desapareciendo y algunos medios de prensa han superpuesto otros intereses que pasan más por el show o la noticia espectacular del arte. Pero el espacio de la crítica en plástica se ha ido reduciendo e incluso algunos críticos han dejado de escribir. Hace unos 20 años había casi una decena de críticos de arte en medios de prensa. No sé en otras disciplinas, pero creo que es un fenómeno que se viene dando en todo el mundo. Por otro lado, muchos críticos de arte han mutado en curadores, han ingresado en un área ambigua: son tanto creadores como productores, críticos como comisarios. Es decir, hay bordes bastante indefinidos que también han hecho que la crítica haya desaparecido. 

    —A veces el vocabulario que se utiliza en la crítica o en los catálogos también aleja a la gente de las muestras. ¿No se podría evitar?

    —Sí, a veces hay mucha altanería, pero el arte es una materia compleja y obliga a meterte en los intersticios de la filosofía; entonces el texto se comienza a complicar solo aunque uno no quiera. No en vano la estética es una rama de la filosofía. Yo evité escribir mis artículos con un lenguaje complejo, pero me cuesta muchísimo escribir, sufro mucho y a veces no lo disfruto. Es todo un tema saber cómo escribir algo difícil de forma sencilla. Debe haber muy poca gente en el mundo que pueda hacerlo.