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El niño mete el dedo en un gran espacio azul desplegado en el piso. Hay poca gente. No se puede tocar. Las cuidadoras se acercan preocupadas, desorbitadas. Fue un sacrilegio. Es una obra de arte de un artista famoso, intocable. El seguro sale miles de dólares, nunca se toca una obra de arte. Es una obra de museo, de espacio sagrado, única, irrepetible. El gesto del niño provoca envidia en los adultos que deambulan por la sala. Todos quisieran meter las manos en ese gran rectángulo relleno con una especie de tierra azul. Cuelga sobre ese plano un objeto redondo, como un globo terráqueo tan azul como la plancha del piso. La obra se llama Pigmento (1957) y es instalación ubicada en el centro de la gran sala de exposiciones de la Fundación Proa de Buenos Aires, en el pintoresco barrio de La Boca. Afuera las parejas bailan tango frente a las cantinas que ofrecen todo tipo de menús. La calle Caminito desborda de turistas y colores, los típicos rojos, amarillos y verdes de las chapas de los conventillos. La Fundación en cambio está dominada por un solo color: el legendario “azul Klein”. Está en pinturas, esculturas, objetos instalados en una muestra sutil y relevante, disfrutable. Hay otros colores, todos plenos. Algún rosado, el dorado de su trabajo con láminas de oro. Pero el azul se impone como un manto que cubre la sensibilidad desplegada por un hombre que buscó el silencio espiritual de la materia, su vacío, su alma, su secreto.
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Paciente y trabajador, su creador lo buscó mucho tiempo. Cuando encontró el exacto tono azul sintió que tocaba el cielo con las manos. El cielo, precisamente, su gran inspirador. A los 19 años jugaba con dos amigos a repartirse la creación. Uno se apoderó de lo terrenal, artista que luego llenaría el espacio con objetos. Otro, con las palabras. Él se atribuyó el cielo, el espacio impalpable, el infinito imposible de aprehender que vela quién sabe cuántos secretos. No fue en vano. El cielo limpio y claro de Niza, que marcó su vida espiritual y artística, fue inspirador para una visión muy particular del mundo. El chico se llamaba Yves Klein (Niza, 1928-París, 1963), luego creador de ese azul tan intenso como sugestivo y uno de los animadores más interesantes de la escena artística a fines de los años 50 en París. “Firmé el otro lado del cielo”, dijo en un momento de éxtasis vital de cara al cielo despejado y brillante. En esa época ayunaba una vez por semana y quería recorrer el mundo a caballo con sus amigos. De esa extrañeza y actitud nace el azul y toda la obra de este gran artista que pintó con rodillos, esponjas, sopletes y cuerpos humanos.
Parece mentira que un simple color genere tanto asombro y conmoción. Pero es especial. El color y la magnitud de esa búsqueda tan simple como esencial que desplegó Klein a lo largo de su corta vida. Hay un maravilloso espacio para el hall de la ópera de Gelsenkirchen, en Alemania, concebido por esa mirada intensa que desplegó el artista en los últimos años de vida. Se había casado, su esposa embarazada, su vida de artista a pleno zambullido en acciones de personaje público embadurnado de color. Le dio un infarto, luego otro y no sobrevivió al tercero. Su hijo no lo conoció. También es artista, vive en Estados Unidos. Se dedica a construir extraños objetos metálicos, robóticos. El padre tenía algo de investigador, mucho de experimental. Y una cabeza desconcertante que logró en pocos años una producción importante de obras, algunas inmateriales, que llegó a vender a sus amigos. Murió a los 35 años. Una vida cortísima, cargada de inquietudes, juegos y búsqueda de sentido. Estaba en Cannes para acompañar la presentación de Mondo Cane (1962), recordado documental extremo en el que se repasa lo más extraño del comportamiento humano. Aparece allí en una de sus performances (Antropometrías de la época azul) en la que dirige una sinfonía de una sola nota y pinta con el cuerpo de mujeres desnudas. Mientras suena la nota tocada por una pequeña orquesta de violines, las chicas se desnudan y se revuelcan en el azul depositado en el piso. Bajo la directiva del artista, se recuestan en telas desplegadas en diferentes lugares, como en una danza hipnótica, sutil, suave como el aire. Muy sesentista, pero atractivo y permanente.
Usar cuerpos como pinceles fue para Klein un acto de arrojo artístico y el encuentro con un marketing inesperado. Las performances fueron su gran amplificador. Pero era auténtico y honesto. Tenía esa rara condición de provocar como resultado de una interesante, profunda y laboriosa experimentación. Llegaba a la notoriedad por su entrega, lo que no muchos pueden lograr. Por eso el resultado es un conjunto de obras de inusual belleza, transformadas en cuadros seductores, con historia, como máscaras mortuorias de un momento fascinante de la historia.
De verdad, creía y amaba sustancialmente la actitud física, la fuerza y suavidad de la piel humana envuelta en esa visión azulada tan personal. De verdad también quería hacer una revolución azul. Con objetos, hábitat, política y emprendimientos sociales y culturales. Pero también su talento impregnó París de entusiasmo, glamour y pretexto para la extravagancia. Convocó un día a una exposición en una galería. Estaba vacía, pintada de blanco, la gente debía recorrerla y salir. Fueron tres mil personas. Klein era un hombre curioso, todo un personaje, bailador de jazz, judoka profesional y dedicado, de cara infantil y siempre luminosa. Fue Cuarto Dan de una de las escuelas más tradicionales y prestigiosas de Japón. El judo le dio la impronta zen, la actitud de despojamiento, el sentimiento de vaciamiento espiritual y el contacto con el silencio metafísico, el desprendimiento material y la reconversión de lo físico. Era hijo de artistas, su padre pintor de figuras y su madre de líneas y formas abstractas. Klein fue más allá, dejó las líneas que aprisionaban la esencia del mundo y liberó el color a un extremo inexplicable, de pura sensualidad.
Dejó todo y encontró el color pleno, que abrió las puertas del “otro lado del cielo”. Retomó cierta tradición y búsqueda de las vanguardias de principio de siglo y la llevó a un punto casi sin retorno. Pero que todavía importa, desacomoda, cautiva. Fue un transgresor. Pero no impostado: vital. Toda su vida fue un riesgo. En 1960 provoca otro hecho de gran impacto publicitario. Reproduce la tapa de un diario en su edición de domingo (Teatro de la vida) donde expone su “escenario”. Ilustra esa portada una fotografía reconocidísima que lo muestra lanzándose a la calle desde un balcón de un segundo piso. El truco fue un éxito y la idea del diario provocó una experiencia de inserción del arte en la vida cotidiana del parisino. Un adelantado en el manejo de los medios. Venus azules, pequeños árboles y esculturas, instalaciones y cuadros completan el panorama de una exposición sencilla pero desafiante.
“Le va a costar sacar la pintura, no sale así nomás”, le dice la cuidadora a la madre del niño que metió los dedos en la masa, tal como lo hubiera querido Klein. Cuesta sacar de la piel y la retina la fuerza de ese color tan particular, irreproducible, indescriptible. “Azul cobalto”, sugiere un espectador. No es azul cobalto, ni azul alguno; es otro, todavía incierto y oscuro. Tampoco es fácil borrar la impresión que provoca ese mundo elemental, de pocas variantes, sereno y enigmático, inundado de misterios e interrogantes. El niño sonríe feliz. Como el niño Klein que se divertía con sus hallazgos y desconciertos. Un mundo de descubrimientos, arriesgado, azulmente pleno, feliz.
Yves Klein. Retrospectiva. Hasta el 31 de julio en Fundación Proa (Riachuelo de La Boca). Buenos Aires, de martes a domingo de 11 a 19 h. Entrada a 100 pesos uruguayos.