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    Bach por Wagner

    Columnista de Búsqueda

    N° 1967 - 03 al 09 de Mayo de 2018

    , regenerado3

    De lo mucho que ha producido el antisemitismo como panfleto y pulla ha de ser el opúsculo El judaísmo en la música uno de los más inmundos; el lector tendrá que fatigar mucho en las páginas de los respectivos libros de Hitler o de Henry Ford para encontrar el tenor de las graves expresiones que gasta el gran Wagner sobre sus sentimientos respecto del pueblo judío. Es sencillamente un material abominable.

    Me duele tener que señalar estos aspectos, habida cuenta que considero a Wagner uno de los más grandes artistas de todos los tiempos, no solamente como músico sino también como escritor; sus obras han fundado el infinito en materia de armonías y en equilibrios misteriosos de los timbres y del discurso cromático; su literatura es delicada, emocionante, profunda. Pero está claro que la vida del artista y el arte del artista no tienen por qué coincidir; el stalinista Pablo Neruda fue mejor poeta que persona, Shostakovich fue un gran músico pese a sus renuncios; al igual que Céline, gran escritor en medio de su aplauso a las tropas alemanas que ocuparon Francia en 1940. Oscar Wilde decía que la misión del arte es mostrar el arte y ocultar al artista, de modo que no desespero por Wagner y este abyecto libelo ni de las varias traiciones a ideas, mujeres y amigos que caracterizaron su varia existencia; nada de sus muchas boutades e infamias consiguen oscurecer la magnífica obra.

    La editorial Hermida (que distribuye Gussi) acaba de publicar este adefesio con el solo objeto de dar testimonio de su existencia, de mostrar precisamente el contraste impensable entre lo que puede ser el alma de un artista y el extravío rencoroso del ciudadano. La traductora y autora del prólogo salva a la perfección la responsabilidad de dar a luz este texto con el mejor de los argumentos: no hay razón para negar la existencia de algo, por oscuro que sea; todo merece ser estudiado, todo debe estar al alcance de los lectores informados; este texto es, como muchos de su despreciable estirpe, una de las fuentes más socorridas del antisemitismo, problema que todavía subsiste y sigue haciendo estragos como si nada del horror que ha vivido el siglo veinte hubiera servido para templar la conciencia moral de los pueblos y de las personas.

    Más allá del odio y de los prejuicios y de la necesidad que el autor tiene de negar su pasado de liberal y aun de revolucionario, este antiguo camarada de Bakunin, en su impetuoso discurso muestra algunos apuntes de crítica musical que resultan decididamente llamativos. Dos músicos judíos le merecen su desdén; uno es previsiblemente Meyerbeer, mediocre y exitoso autor de óperas que siempre lo ayudó, y que Wagner veneró y odió con sincera envidia y se juró vengarse por haber obtenido tanto favor de los públicos cuando a él solo le tributaron incomprensible indiferencia. Denostar a su antiguo benefactor y eficaz competidor en el favor de los teatros es el origen y la intención de este trabajo que luego deriva en la pseudoantropología de folletín. El otro músico es Mendelssohn, al que trata con más respeto.

    A este no le perdona que fuera uno de los que salvaron del olvido la música de Bach, que la estudiara, que la difundiera, que la volviera a editar, que facilitara su ejecución en los principales salones de Europa. Por eso, para atacarlo —he aquí todo lo que me interesa del librito asqueroso de Wagner—, relativiza el peso absoluto de Bach en la evolución de la música. Si no fuera patético, resultaría divertido; pero por lo menos sí es curioso.

    En su crítica a Mendelssohn por su forma de concebir los oratorios, dice: “Es notable que al hacer esto, el compositor elegía con preferencia como modelo para imitar con su inexpresiva lengua moderna, a nuestro viejo maestro Bach. El lenguaje musical de Bach se forma en un período de nuestra historia de la música en el que el lenguaje musical en general se esforzaba aún por adquirir la facultad de una expresión más individual y más cierta, está tan tratado todavía en lo puramente formal y el pedantismo, que fue recién con Bach, y gracias a la fuerza inmensa de su genio, que encontró por primera vez su expresión puramente humana. El lenguaje de Bach es al lenguaje de Mozart y al de Beethoven, lo que la esfinge egipcia es a la estatua griega: así como la esfinge con figura humana se esfuerza todavía por despojarse de la forma animal, así también la noble cabeza de Bach se esfuerza por desembarazarse de la peluca”.

    Como se ve, la blasfemia, una vez desatada, no conoce dioses ni fronteras.