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Poco antes de comenzar la función, una pantalla exhibe avisos comerciales de los auspiciantes del espectáculo y al final muestra todas las marcas: 36 logos en una sola plancha. Parece una de esas típicas placas de las conferencias de prensa futbolísticas. Por la misma razón, el programa de mano es una revista de 42 páginas con una densidad publicitaria que envidiarían muchos medios escritos. Una producción escénica privada con tal cantidad de apoyos no es cosa de todos los días ni de todos los años. Tampoco lo es un espectáculo que lleve 800 personas por función durante seis semanas seguidas (1.600 por semana) y que en poco más de un mes haya sido visto por nueve mil personas. Hay varias razones para explicar el verdadero fenómeno de convocatoria que se vive los miércoles y jueves con El violinista en el tejado en El Galpón, un musical de Joseph Stein estrenado en Broadway en 1964.
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Nacho Cardozo, director de la puesta, es garantía de calidad. Hacer esta obra era una de sus materias pendientes. Asimismo, El violinista en el tejado demuestra su afán por perfeccionar cada rubro, especialmente el coreográfico. Y en este caso se suma otro nombre que funciona como marca registrada: Omar Varela, autor de una versión de este musical en 1993. Varela es un artista que ahora está relegado de la escena por razones de salud, pero conserva su convocatoria en un segmento de público muy definido. Si bien la versión está en un español neutro, cercano al de los doblajes cinematográficos, es coherente con una puesta cien por ciento tradicional, que no pretende incorporar modismos locales. De todos modos, tampoco es una copia calcada de la famosa película de 1971, dirigida por Norman Jewison, porque este Teyve de Humberto de Vargas tiene muy poco de aquel Topol.
Es cierto que la puesta en escena resulta algo austera en los decorados (unas empalizadas de madera móviles y una estrecha pasarela elevada que representa el tejado por donde pasea el violinista) y que no hay orquesta en vivo, sino que los actores cantan sobre pistas sonoras instrumentales, con un buen trabajo de Carlos García y Martín Angiolini. Pero la producción brilla gracias a un notable despliegue de vestuario —del propio Cardozo, con un equipo de siete realizadoras y asistentes— y con la impactante presencia de 45 artistas entre actores, bailarines, figurantes y hasta un grupo de niños. Si se incluyen los diseñadores y técnicos, esta producción de Alejandra e Isaac Mejlovitz comprende a unas 80 personas. Es un síntoma inequívoco del potencial de un género como el musical, que está en Montevideo muy emparentado con esa industria del entretenimiento escénico que es el Carnaval, pero que por lo general se maneja en forma paralela al ambiente teatral.
Los más de 20 bailarines que dan vida a estos cuadros fueron formados en varias escuelas del género que funcionan en la ciudad, entre ellas, la Escuela de Comedia Musical, que dirige Luis Trochón en el Teatro Comedia (ex teatro Don Bosco) y la Academia Ignacio Cardozo. En los últimos años se vive un auge de este tipo de formación escénica, y es bueno que se refleje en los escenarios.
Otro destaque es el generoso trabajo de Humberto de Vargas, quien carga el espectáculo sobre sus hombros en buena parte de las dos horas y cuarto. A su conocida capacidad como actor y sus buenas condiciones para la comedia —los pasajes en que habla con Dios o cuando congela la acción para romper la cuarta pared y confesar sus miedos y otras flaquezas al público—, el actor asume a los 54 años un enorme trabajo físico y vocal, en una exigente impostación que agrava su voz al registro de un barítono y por momentos al de un bajo. El actor se lleva una merecida ovación por su versión de Si yo fuera rico, la célebre canción de Sheldom Harnick que funciona como leitmotiv de la obra.
Se lo aprecia intensamente comprometido con el rol de este campesino judío-ruso que vive con su esposa y sus hijas en una aldea rural judía en los últimos años de la Rusia zarista, donde se enfrenta a un siglo XX en el que entran en crisis las viejas tradiciones ancestrales de su cultura y al mismo tiempo se profundiza la persecución del pueblo judío en varios países de Europa, la cual eclosionaría con el Holocausto cometido por el nazismo. El título de esta obra es la encarnación de ese personaje, la comunidad judía extendida en todo el mundo, haciendo equilibrio en ese pretil de los tiempos. Pero la metáfora va más allá de esas circunstancias y su vigencia está asegurada en un presente donde toda novedad se vuelve añeja a una velocidad inédita.
El elenco responde con oficio, en un código para el que no hay tantas posibilidades de ganar experiencia. Coco Rivero, Filomena Gentile, Carlos Rompani, Carlos Sorriba, Elena Brancatti, Miguela Giménez, Melanie Catán y Sofía Scarone visten bien los abundantes cuadros colectivos y dan un marco sólido para esa tela en la que De Vargas cuenta la historia. Mención aparte merece la breve pero contundente aparición de la experimentada cantante Lea Bensasson, en un rol de ultratumba que brilla con luz propia.
Y por último, un motivo fundamental para un éxito de estas dimensiones es la naturaleza y la temática del espectáculo, que, más allá de lo anecdótico, está claramente identificado con la tradición, la religión y la cultura judías. Además, la producción está enmarcada en los cien años de la Comunidad Israelita en el Uruguay (Kehilá). La convincente escenificación de las danzas israelíes (varios bailarines son especialistas), la música que retoma estilos folclóricos de raíz judía y las vestimentas típicas, van en línea con ese cuadro inicial que realza el sentido histórico de la tradición para esa colectividad que, junto al cristianismo, ha desempeñado un rol protagónico en la civilización occidental.
El violinista en el tejado, producción de IMAM con versión de Omar Varela y dirección de Nacho Cardozo, sobre texto de Joseph Stein y música de Jerry Bock y Sheldom Harnick. Teatro El Galpón, Sala Campodónico. Miércoles y jueves, 20:30 h (hasta el miércoles 21). Entradas: de $ 800 a $ 1.200 en Abitab, locales Antel y boletería. Duración: 135’, con intervalo.